6 de noviembre de 2008

SER IGLESIA... ¿POR QUÉ?

(Basílica de San Juan de Letrán, Roma)



DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE SAN JUAN DE LETRÁN


Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un látigo de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:
—Quiten esto de aquí; no conviertan en un mercado la casa de mi Padre».
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora».
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron:
— ¿Qué signos nos muestras para obrar así?
Jesús contestó:

—Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré.
Los judíos replicaron:
—Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.

Jn 2,13-22




Hoy celebramos una fiesta, en toda la Iglesia Universal, que nos puede parecer extraña: La dedicación (esto es, consagración) de la Basílica de San Juan de Letrán, en Roma. Ahora bien, ¿por qué celebrar la consagración de un edificio ubicado en una ciudad que está tan lejos de nosotros? Como primera luz sobre el tema, digamos que la Iglesia de San Juan de Letrán es la catedral de Roma, y por ende, el templo donde tiene su sede el obispo de Roma, o sea, el Papa. ¿Pero, y entonces la Basílica de San Pedro, en el Vaticano? Como Iglesia, San Pedro está ubicada encima del sepulcro de San Pedro, pero no es la catedral de Roma. La catedral de Roma es la Iglesia San Juan de Letrán. Vamos ahora más en profundidad: ¿Qué significa celebrar la consagración de la catedral del Papa? Que la historia nos sirva ahora: San Juan de Letrán es la primera catedral del mundo. Después del tiempo de las persecuciones, el Emperador Constantino, en el año 313, decide por un decreto (el Edicto de Milán) reconocer la religión cristiana como presente en el Imperio, lo que significaba el término de todas las persecuciones al menos en modo oficial (se dice que una de las cosas que movió a Constantino a decretar esta ley era su simpatía por la fe cristiana, y que incluso fue bautizado en su lecho de muerte, lo que no está del todo confirmado por las fuentes que son un tanto confusas). Quiso también favorecer a la Iglesia con gestos concretos: en Roma –fuera de la ciudad- construyó un templo a Cristo, que pasó a ser la Iglesia más importante de la ciudad, considerada por las comunidades cristianas de Roma como la Iglesia Madre. Así pasaron de las tinieblas a la luz muchos hombres y mujeres que de cuando en cuando sufrían persecuciones por su fe. Con el reconocimiento imperial a la Iglesia sucedieron consecuencias muy positivas y otras muy negativas –el juicio de la historia está muy dividido respecto del gesto de Constantino, que es visto con simpatía por algunos, y por otros como un personaje que debilitó la fuerza del cristianismo más puro, al congeniarlo con el poder imperial.

Dejemos estos temas a los estudiosos y observemos la fiesta que nos propone la Iglesia celebrar hoy: ¿Qué significa en verdad? una catedral no es sólo un edificio lleno de lujos, o de bellas imágenes... ante todo, una catedral es un signo de unidad. Unidad de todo el pueblo de Dios en torno al obispo, que cumple un oficio, ante todo, de pastor –o sea, debe asemejarse ante todo a Jesús Buen Pastor-. San Ignacio de Antioquía –mártir cristiano de los primeros tiempos, muerto en Roma hacia el 107 d.C- escribía acerca de esta unidad en su Carta a los Efesios: en el sinfónico y armonioso amor de ustedes, es Jesucristo quien canta. Que cada uno de ustedes también, se convierta en coro, a fin de que, en la armonía de vuestra concordia, tomen el tono de Dios en la unidad, canten a una sola voz por Jesucristo al Padre, a fin de que les escuche y que les reconozca, por sus buenas obras, como los miembros de su Hijo. Es, pues, provechoso para ustedes el ser una inseparable unidad, a fin de participar siempre de Dios. (S. Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, 4, 1-2). Desde esta perspectiva, la catedral es la casa de todos nosotros, donde, proveniendo de diversas comunidades, nos sentimos una sola comunidad, como decía san Pablo: Traten de conservar la unidad del Espíritu, mediante el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos (Ef 6,3-6).

Esta fiesta nos recuerda, entonces, que somos Iglesia. Recordar un templo hecho por mano de hombres –como la Basílica de San Juan de Letrán- nos evoca hoy una realidad más profunda, que es lo que nos dice la liturgia de hoy en la segunda lectura: ustedes son edificio de Dios. Conforme al don que Dios me ha dado, yo, como hábil arquitecto, coloqué el cimiento, otro levanta el edificio. Mire cada uno cómo construye. Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. ¿No saben ustedes que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: ese templo son ustedes. (1Cor 3,9-11.16-17). Lo mismo recalca el Evangelio de hoy... pero, ¿qué significa la primera lectura, con todas esas medidas extrañas? Que no cunda el pánico. Ezequiel, el profeta, está presentando el Templo de Jerusalén, el lugar sagrado del Judaísmo, donde se guardaba el Arca de la Alianza como signo de la presencia de Dios en medio de su Pueblo, y hacia donde los judíos de todo el mundo conocido acudían para celebrar las grandes fiestas religiosas de su fe, que les recordaban cómo Dios había intervenido en la historia para salvarlos. La imagen del torrente de agua que surge de él simboliza la vida: todo lo que estas aguas tocan renace, queda sanado, limpio... es el signo de la bendición de Dios que nace de una cosa cierta: Él está en medio de nosotros. Y su presencia nos hace vivir.

El Evangelio nos hace dar un paso adelante: a fin de cuentas, ¿cuál es el Templo verdadero? Decíamos que el Templo es sagrado porque es el signo de la presencia de Dios en medio nuestro... ahora, el verdadero Templo es Jesús, porque Él es el Dios con nosotros: Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14). Por eso no entienden los judíos –que no creían en Jesús- cuando él decía: Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré (Jn 2,19).

Jesús es, entonces, el Templo. Sólo por medio de Él podemos acceder al Padre: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí. (Jn 14,6). Toda oración debemos terminarla en su Nombre. Nosotros, por medio del Bautismo, somos suyos, y su Espíritu vive dentro de nosotros. Esto hace posible que podamos orar... y es Él mismo quien ora en nosotros. San Agustín tiene una hermosa explicación de cómo Cristo está presente entre nosotros... antes de citar sus palabras, ¿No es verdad que Él mismo dijo que donde hay dos o más reunidos en mi Nombre, allí estoy en medio de ellos (Mt 18,20)? Pues bien... San Agustín dice que esto sucede cuando estamos reunidos en el Nombre del Señor Jesús: Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros. (...) Oramos, por tanto, a él, por él, y en él, y hablamos junto con él, ya que él habla junto con nosotros. (San Agustín, Comentario a los Salmos, 85,1). La Plegaria Eucarística, momento más solemne de nuestra celebración del domingo, termina con una preciosa oración: Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos, amén.


Por el Bautismo, el Espíritu vive en nosotros, y somos el Cuerpo de Cristo. Nosotros nos transformamos en Templo santo de Dios... entonces, si nosotros somos Templo, ¿por qué reunirse en un edificio que algunos llaman Iglesia, o Templo? ¿No será algo innecesario, si yo puedo orar por mi cuenta, por el hecho que soy Templo de Dios? Una cosa es la oración que todos los cristianos debemos hacer cada día, pero se hace necesario recordar otra cosa, muy importante: la fe cristiana es en esencia una fe que se vive en comunidad. Jesús, cuando llama a sus apóstoles, lo hace para dos cosas: para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar (Mc 3,14). Para predicar, antes hay que conocer al Maestro: la comunidad de los Doce con el Maestro Jesús es el modelo de todos los cristianos, unidos en torno al Señor. No llamó a sus discípulos para dejarlos en cabinas separadas, como en un centro de llamados telefónicos, donde cada uno hace lo suyo sin enterarse de lo que dice el que está a mi lado. Pero hay algo más importante: en la noche del Jueves Santo, estando a la mesa con sus discípulos, nos regaló su Cuerpo y su Sangre, dejándonos un mandato hasta el fin de los tiempos: Hagan esto en memoria mía (Lc 22,19). Así pues –añade San Pablo-, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva (1Cor 11,26). Por eso nos reunimos cada domingo a celebrar la Eucaristía, porque Él mismo nos mandó, para recordarlo siempre, de la manera como Él quiere ser recordado. Y para reunirnos, visto que somos tantos, necesitamos un lugar espacioso, para esccuchar juntos la Palabra suya y compartir su Cuerpo y su Sangre. La Eucaristía es punto de encuentro de la comunidad, donde tomamos conciencia que somos un solo pueblo, en torno a la mesa del Señor. Y el lugar físico para reunirnos lo llamamos Templo –sólo en sentido figurado, porque lo que hace sagrado al Templo somos nosotros, que por el Espíritu somos Templos vivos- y se transforma el lugar en un punto donde podemos orar, estar tranquilos y celebrar los sacramentos porque hemos sido nosotros mismos que lo hemos dedicado para ese fin. No para comprar o vender; no para dormir o estudiar, sino para rendir culto al Señor, todos unidos, como un solo pueblo.

Por eso somos Iglesia. Por eso el Señor nos ha convocado. Y hoy, con ocasión de recordar un hecho ante todo histórico, tenemos ocasión de reflexionar sobre todo esto.

Señor, Dios Nuestro, que has querido que tu pueblo se llamara Iglesia, haz que, reunida en tu nombre, te venere, te ame, te siga y, guiada por ti alcance el Reino que le has prometido.

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