16 de mayo de 2008

TRES PERSONAS, UN SÓLO... AMOR


LA SANTÍSIMA TRINIDAD- A


Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el Hijo único de Dios.

Jn 3,16-18


Descubrir las huellas de Dios

Celebramos hoy la fiesta de la Santísima Trinidad, como si la Iglesia nos invitase a que concentremos nuestra atención en toda la obra que Dios ha realizado en nosotros por medio de Cristo y del Espíritu. Hoy nos detendremos para considerar nuestra situación ante Dios, nuestras relaciones con El y nuestra responsabilidad.


¿Quién es Dios?... Esta es una pregunta que alguna vez nos la habremos hecho y que siempre nos deja en la duda... ¿Y cómo es? Aunque parezca paradójico, la misma Biblia no se preocupa mayormente por responder a estos interrogantes. La Biblia no es un estudio sobre Dios y sobre su esencia y cualidades. Sabe que Dios es lo Absoluto e inaccesible, y no pretende penetrar en su misterio. Sin embargo, el pueblo hebreo fue un pueblo religioso. ¿Por qué? Porque supo descubrir las huellas de Dios a través de su propia historia. Y éste es el primer elemento de nuestra reflexión.


La historia del hombre y de nuestro pueblo es tal, que nos exige afirmar la fe en la presencia de un Dios que actúa con nosotros y en favor de nosotros.


La presencia de Dios no es una evidencia simple y fácilmente palpable, ni tampoco es el fruto de largos razonamientos. Es, posiblemente y antes que nada, el sentimiento de que nuestra vida y la historia de la humanidad presuponen que no estamos solos y que Alguien ordena subrepticiamente nuestros caminos de tal forma, que al fin y a la postre siempre encontramos una salida.


Esta fue la experiencia del pueblo hebreo con su historia llena de marchas y contramarchas, con sus momentos de gloria y estabilidad, y con sus horas de destrucción y amargura. Al cabo de los siglos, después de recordar cómo estuvieron esclavos en Egipto, cómo lograron fugarse, de qué manera se establecieron en Palestina, cómo fundaron un Reino y de qué manera ignominiosa cayeron ante sus enemigos; al recordar, finalmente, su triste destierro y el regreso victorioso, bien pudieron afirmar: «¿Qué pueblo oyó la voz de Dios como la oíste tú y pudo sobrevivir?» (Dt 4,32s).


Esta parece ser una de las experiencias más fuertes de un pueblo creyente: haber escuchado la voz de Dios. No importa el cómo de esta experiencia sino su misma realidad. Es que Dios se nos revela como un Dios vivo, capaz de intercambiar un diálogo con nosotros. Escuchar su voz significa ser capaz de interpretar la propia vida con una perspectiva distinta, sabiendo que nada sucede al azar, nada queda librado a la suerte o al destino, sino que cada paso que damos en la vida tiene un por qué y camina hacia una meta, oscura en ocasiones, pero una meta que da sentido a todo el camino.


No basta afirmar: "Yo creo en Dios", si tal creencia deja intacto nuestro modo de existir. «Yo creo en Dios» significa:- «Yo escuché la voz de Dios», escuché una Palabra que me dijo por qué he venido al mundo, qué estoy haciendo y con qué sentido; por qué el dolor, la enfermedad y la muerte; para qué debo vivir y hacia dónde camino.


A todo esto lo llamamos "experiencia religiosa", es decir, la experiencia de sentirnos unidos a un hilo conductor de tantos actos y episodios aparentemente sueltos y sin relación entre sí.


El hombre de fe puede decir: «Nuestro Dios habla.» Pero no podría afirmar tal cosa si nunca lo hubiese escuchado.


Aquí nos referimos a esa primera escucha, la que surge del interrogante de la misma vida o, si se prefiere, de la muerte. Porque si Dios es un Dios viviente, su palabra ha de resolver fundamentalmente el problema de la muerte. Asi lo descubrió el pueblo hebreo que tantas muertes sufrió a lo largo de su historia y que siempre, después de cada muerte, sentía que renacía a la vida.


Cada día la vida nos plantea nuevos interrogantes y cada uno de ellos puede hacernos dudar de la existencia de Dios, porque la voz de Dios no es algo estático, algo dicho como un catecismo invariable, sino que debe ser oída como explicación y respuesta al mismo hecho de existir. La experiencia religiosa es válida si es capaz de dar sentido a la vida...

Sentirnos amados por Dios

Relacionada con la experiencia anterior, está la siguiente: «Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque somos un pueblo de dura cerviz; perdona nuestras culpas y tómanos como herencia tuya» (primera lectura). Segunda experiencia del hombre religioso: se siente elegido y amado por Dios, protegido y auxiliado, como si en él Dios derrochara con mano misericordiosa.


Quizá sea ésta la experiencia religiosa más fuerte y viva en nosotros. ¿Quién no sintió alguna vez la mano salvadora de Dios cuando parecía que todo estaba perdido? Si ahora miramos hacia atrás en nuestra vida y vemos por qué misteriosos caminos nos ha conducido la vida superando crisis insalvables..., no dudamos en afirmar: "Aquí está la mano de Dios".


Sentirnos amados y elegidos por Dios es quizá la experiencia que aporte la mayor felicidad en la vida. El hombre de fe descansa sobre esta confianza, se siente en paz, no teme el peligro y goza de una constante alegría.


El Evangelio alude a menudo a esta actitud de confianza en el Padre: «No estéis tan preocupados por la vida, qué comeréis o con qué os vestiréis... Vuestro Padre sabe lo que necesitáis» (Lc 12,22s).


A mucha gente del siglo veinte se le hace cuesta arriba aceptar la existencia de Dios. Sabemos que el ateísmo es un fenómeno masivo y que ha prendido aun en países tradicionalmente religiosos. Pero también es cierto que eI mundo moderno prefirió depositar su confianza no en un posible amor de Dios, sino en la fuerza inmediata de la ciencia, de la política, del dinero, etc. Pero
puede eI hombre moderno depositar tranquilo su corazón en estos nuevos dioses? Es ésta la duda que nos queda. El hombre de fe no ignora la importancia de la ciencia, de un descubrimiento técnico o de la posesión de los bienes indispensables..., pero siente que su vida vale más que todo eso; y que todo eso tiene en el fondo una cierta fragilidad que, a la larga, más que producir paz y sosiego del espíritu, nos lleva al vértigo del nerviosismo, de la neurosis, de la angustia...


Los creyentes confiamos en Dios. Es cierto que ya no tenemos el orgullo antiguo de creernos los únicos elegidos entre tantos pueblos, pero sí gozamos de la íntima alegría de que nada es tan importante como tener un Dios que nos ama más allá de la misma muerte.

La experiencia de la fraternidad

El apóstol Pablo nos obliga a profundizar en esta reflexión: ¿Cómo no sentir la presencia de Dios si nos sentimos conducidos por el Espíritu y ese mismo Espíritu nos hace exclamar: «Padre»? «Todos los que son conducidos por el Espíritu son hijos de Dios. Y vosotros no recibisteis el espíritu de esclavos para volver a caer en el miedo, sino el de hijos adoptivos por el que llamamos a Dios: Padre» (Rom 8,14-17).


Un hombre que vive en el temor o bajo la presión de la ley y del castigo, ciertamente nunca podrá llegar a la experiencia de sentirse hijo de Dios. Mas quien se deja conducir por el Espíritu, el espíritu del amor, de la reconciliación, de la unidad y de la paz, no puede menos de sentirse ante Dios como un hijo ante su padre.


Jesucristo nos reveló hasta dónde llega el amor de Dios: "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Evangelio).


En conclusión: no podemos tener una auténtica experiencia religiosa sino desde la óptica del amor. El que no ama -tal como lo recuerda la Carta de Juan- no puede decir que conoce a Dios. A Dios lo conocemos y reconocemos como Padre, cuando conocemos y reconocemos a los demás hombres como hermanos. En la experiencia de la fraternidad, de la amistad, de la comunidad, sentimos la presencia del Espíritu del amor que nos impulsa a sentirnos hermanos de Cristo e hijos de Dios en él.


La fiesta de la Santísima Trinidad no es la oportunidad para hacer galas de abstracta teología ni de sutiles razonamientos. Es, simplemente, la ocasión de comprender que el amor es la síntesis de nuestra fe:


Al Padre lo sentimos como quien nos habla, nos elige, nos ama y nos protege; al Espíritu, como quien nos reúne en el amor y en la unidad de la vida comunitaria; al Hijo, como quien nos salva en su muerte y resurrección, haciendo de nosotros nuevas criaturas a imagen suya.


Por eso la experiencia religiosa no es un privilegio, sino un compromiso: Si somos los elegidos e hijos de Dios, vivamos como hermanos; si hemos escuchado su voz, cumplamos su palabra; si el Señor nos ha salvado, vivamos con la alegría de sentirnos salvados y comuniquemos a otros la Buena Nueva de la salvación.


Bien lo sintetiza Pablo: «Alegraos, trabajad por vuestra perfección, animaos, tened un mismo espíritu y vivid en paz...» (segunda lectura).

SANTOS BENETTI

CRUZAR LA FRONTERA.

Ciclo A.3ºEDICIONES PAULINAS.MADRID 1977.Págs. 20 ss.

Dios, Padre todopoderoso, que has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación para revelar a los humanos tu admirable misterio; concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su unidad todopoderosa.

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