ASCENSIÓN DEL SEÑOR- A
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el que Jesús los había citado. Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos titubeaban. Entonces, Jesús se acercó a ellos y les dijo: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu, Santo; y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado. Y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo".
Mt 28,16-20
Han pasado cuarenta días de la Pascua, y este domingo celebramos la Ascensión del Señor.
Estamos con esta fiesta casi terminando el tiempo de Pascua, quedando sólo a la espera de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, es decir, la próxima semana. Hoy, por tanto, recordamos el fin de la misión del Maestro entre nosotros.
Las lecturas no dejan de ser interesantes para nosotros: la primera nos narra –en el prólogo del libro de los Hechos de los Apóstoles- la Ascensión, continuando con este relato el evangelio de Lucas –que es el “primer libro” de este autor que escribe a un tal Teófilo- y es el inicio del texto a través del cual conocemos los primeros pasos de la Iglesia a lo largo de su historia. Esta obra de Lucas, en dos volúmenes –el evangelio y los Hechos de los Apóstoles- nos pone a todos nosotros en una perspectiva que nos tiene que hacer comprender lo importante que somos: la primera obra nos describe la misión de Jesús, y la segunda obra nos relata la misión de la Iglesia. ¿Qué es, por tanto, la Iglesia? La Iglesia vendría siendo la continuadora de la obra de Jesús en nuestro mundo. Más claro: nosotros somos los continuadores de la obra de Jesús en nuestro mundo. ¿Todavía no nos sentimos señalados con el dedo? Veamos ahora: Tú eres el continuador, eres la mirada, las manos, el corazón, la voz de Jesús en nuestro mundo. Tú y yo. Nosotros, todos juntos.
Queda bastante claro esta vocación que recibimos mirando los textos: cuando el Señor parte al cielo, nos dice el evangelio de hoy, viene el mandamiento, para todos nosotros: Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu, Santo; y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado. No lo dio sólo a los apóstoles... como si nosotros no tuviéramos nada que ver con ellos... somos nosotros los apóstoles de estos tiempos. Escucha de nuevo este mandato: Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu, Santo; y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado. ¿Cómo enseñar a las naciones, yo, que me encuentro en un pequeño rincón del mundo, con un puñado de amigos y conocidos, además de mi familia; yo, que vivo y trato de ser feliz, simplemente tratando de no hacer el mal... y debo enseñar a las naciones, y más encima bautizarlas? ¿No será mucho?
Es claro que uno sólo de nosotros no puede salvar al mundo... uno ya lo hizo y eso basta. Lo que es claro es que tenemos que tomar conciencia lo que dice hoy el apóstol Pablo en la segunda lectura: que les ilumine la mente para que comprendan cuál es la esperanza que da su llamamiento, cuán gloriosa y rica es la herencia que Dios da a los que son suyos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que confiamos en él, por la eficacia de su fuerza poderosa. Más allá de nuestra rutina diaria, tenemos algo especial, Alguien especial nos ha mirado, amado y llamado... para dar de lo que tenemos. Para compartir lo que descubrimos, para hacer de nuestra vida algo significativo, mientras más unidos nos hallemos a Él. Enseñar a las naciones no significa ponernos en un pedestal y que los demás nos admiren cuán santos y buenos somos, o buscar que los demás nos reconozcan... se trata de buscar siempre el ser, y no el parecer.
Quienes se dedican a cultivar en su camino verdaderamente el ser, y dejan de lado las apariencias son los que de verdad están construyendo sobre roca. Son los que construyen desde dentro, los que llenan el corazón con valores y ecos de Dios, y a partir de eso, viven. No se preocupan de mantener un status de personas buenas, sino que buscan responder de una mejor manera al amor de Dios en sus vidas. Ojalá fuera siempre así –digo “siempre” porque es cierto que, en mayor o en menor grado, todos tenemos nuestros niveles de egoísmo- nuestra respuesta, para que nuestra felicidad fuera auténtica, y no una búsqueda frenética de ser amados, reconocidos y reverenciados. Cuando se mezcla esta búsqueda egoísta con el camino espiritual, uno puede confundirse mucho en la vida, porque se puede hacer depender la respuesta a Dios con el nivel de reconocimiento y de satisfacción de mi autoestima. Y es triste que los demás, que no creen o que su fe es frágil, vean en un cristiano más bien a alguien que se muestra más a sí mismo que alguien que se hace transparente para que el rostro de Cristo se asome a través de sus ojos, gestos y palabras. Por eso, creo que a este punto es bueno clarificar lo que acabo de decir: una buena manera de dar testimonio de Cristo en mi vida frente a los demás es eligiendo vivir según el evangelio y sus valores, y dejar de lado las esclavitudes que son a la larga obstáculos para ser felices verdaderamente, o “sucedáneos de felicidad”. Esto garantiza que nuestra palabra sea auténtica, y no se reduzca a un jingle de publicidad de una persona, de una comunidad o de una Iglesia... y aquí pasamos a otro nivel: no sólo tú o yo debemos aspirar a la humildad como garantía de autenticidad en la vida, sino que todo grupo de cristianos, sea una pastoral, una comunidad religiosa o la Iglesia en su conjunto. ¿Qué nos mueve a hacer las cosas? Y de ahí habrá que hacer el inventario de las intenciones: que nos conozcan para que otros participen en nuestro grupo, que nos admiren porque parecemos ser los mejores, o mostrarnos tal como somos, con defectos y virtudes, pero en camino a ser más fieles cada día. Siempre lo mismo: todo debe nacer y conducir a Cristo, desde la oración que se hace hasta la recepción de nuevos miembros. Todo debe conducir a que compartamos con los demás el único y gran tesoro que como cristianos debemos tener y hacer crecer: Cristo.
Vemos que con lo anterior tenemos bastante trabajo, porque la verdad es que cien veces he celebrado los funerales de mi soberbia –escribía Albino Luciani, futuro Papa Juan Pablo I- , creyendo haberla enterrado a dos metros bajo tierra con tanto requiescat, y cien veces la he visto levantarse de nuevo más despierta que antes: me he dado cuenta de que todavía me desagradaban las críticas, que las alabanzas, por el contrario, me halagaban, que me preocupaba el juicio de los demás sobre mí. Sin embargo, no quiero dejar de lado la postura estática de los apóstoles mientras el Señor se eleva hacia el cielo. Los ángeles les dicen: "Galileos, ¿qué hacen allí parados mirando al cielo? Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto alejarse". Parece ser que los ángeles nos dijeran que no es mirando al cielo que debemos quedarnos siempre, ni siquiera en ese vacío buscar la presencia de Jesús... en el Evangelio de hoy está la respuesta: sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo. No nos deja solos, meditábamos la semana pasada. Lo encontramos vivo ¿dónde? En el prójimo, que es imagen y semejanza suya... en la oración, donde en el silencio del corazón escuchamos su voz y su silencio... en su Palabra, donde escuchamos su voz, y en los Sacramentos, que son los signos en los que a través del Espíritu el Señor sigue estando presente y en contacto directo con nosotros, santificándonos, haciéndonos entrar en comunión entre nosotros, consolándonos en nuestro pecado y en nuestro dolor, y bendiciendo nuestras vidas. Especialmente en lo que cada semana celebramos: la Eucaristía, memoria de su Muerte y Resurrección. En todas estas cosas –y en muchas más- encontramos a Dios.
Y, en fin, no podemos darnos el lujo de sólo mirar al cielo... la solución a todos los problemas es claro que se halla en Dios, pero, como he dicho más arriba, somos nosotros los continuadores de la acción de Jesús en nuestro mundo de hoy. "Actúa como si todo dependiera de ti. Reza como si todo dependiera de Dios", decía San Ignacio de Loyola. Es decir: si nos limitamos sólo a orar, sin acuar cuando se da la ocasión de hacerlo, somos sal insípida, que no da sabor a nada. Cuando actuamos así –o mejor, no actuamos- le damos razón a Carlos Marx y su adagio “La religión es el opio del pueblo”, porque no hacemos nada. Ojalá muchos más cristianos estuvieran metidos en los movimientos sociales, políticos, económicos y... ¡actuaran como tales! No se trata de imponer la fe desde las tribunas importantes en las que se hallen, sino de presentar los valores del Reino de Dios como algo razonable para el hoy.
En fin... con estas líneas buscaba recordar el enorme empeño y la enorme respensabilidad de ser cristianos, lo que significa a fin de cuentas lo importantes que somos todos nosotros, y la necesidad de llenar nuestra vida de buenos y sólidos valores. No estamos solos en este cometido... hagamos como los apóstoles, que luego de la ascensión se reunieron en oración para esperar el don del Espíritu Santo. Digamos hoy, como ellos, ¡Ven Espíritu Santo! Para que, llenos de Él, podamos cimentar nuestra vida y dar testimonio de la alegría de ser creyentes.
Concédenos, Dios todopoderoso, llenar nuestro corazón de gratitud y de alegría por la gloriosa Ascensión de Jesucristo, tu Hijo, ya que su triunfo es también nuestra victoria; pues a donde Ilegó él, nuestra cabeza, tenemos la esperanza cierta de Ilegar nosotros que somos miembros de su cuerpo.
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