29 de febrero de 2008

EL SIGNO DE LA LUZ




IV DOMINGO DE CUARESMA- A


Al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: «Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?». «Ni él ni sus padres han pecado, respondió Jesús; nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios.
Debemos trabajar en las obras de aquel que me envió,
mientras es de día;
llega la noche,
cuando nadie puede trabajar.
Mientras estoy en el mundo,
soy la luz del mundo».
Después que dijo esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé», que significa «Enviado». El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía. Los vecinos y los que antes lo habían visto mendigar, se preguntaban: «¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?». Unos opinaban: «Es el mismo». «No, respondían otros, es uno que se le parece». Él decía: «Soy realmente yo». Ellos le dijeron: «¿Cómo se te han abierto los ojos?». Él respondió: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo: “Ve a lavarte a Siloé”. Yo fui, me lavé y vi». Ellos le preguntaron: «¿Dónde está?». Él respondió: «No lo sé».
El que había sido ciego fue llevado ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos, a su vez, le preguntaron cómo había llegado a ver. Él les respondió: «Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo». Algunos fariseos decían: «Ese hombre no viene de Dios, porque no observa el sábado». Otros replicaban: «¿Cómo un pecador puede hacer semejantes signos?». Y se produjo una división entre ellos. Entonces dijeron nuevamente al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te abrió los ojos?». El hombre respondió: «Es un profeta». Sin embargo, los judíos no querían creer que ese hombre había sido ciego y que había llegado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: «¿Es este el hijo de ustedes, el que dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?». Sus padres respondieron: «Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego, pero cómo es que ahora ve y quién le abrió los ojos, no lo sabemos. Pregúntenle a él: tiene edad para responder por su cuenta». Sus padres dijeron esto por temor a los judíos, que ya se habían puesto de acuerdo para excluir de la sinagoga al que reconociera a Jesús como Mesías. Por esta razón dijeron: «Tiene bastante edad, pregúntenle a él».
Los judíos llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: «Glorifica a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». «Yo no sé si es un pecador, respondió; lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo». Ellos le preguntaron: «¿Qué te ha hecho? ¿Cómo te abrió los ojos?». Él les respondió: «Ya se lo dije y ustedes no me han escuchado. ¿Por qué quieren oírlo de nuevo? ¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?». Ellos lo injuriaron y le dijeron: «¡Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés! Sabemos que Dios habló a Moisés, pero no sabemos de dónde es este». El hombre les respondió: «Esto es lo asombroso: que ustedes no sepan de dónde es, a pesar de que me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero sí al que lo honra y cumple su voluntad. Nunca se oyó decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada». Ellos le respondieron: «Tú naciste lleno de pecado, y ¿quieres darnos lecciones?». Y lo echaron.
Jesús se enteró de que lo habían echado y, al encontrarlo, le preguntó: «¿Crees en el Hijo del hombre?». Él respondió: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?». 37 Jesús le dijo: «Tú lo has visto: es el que te está hablando». Entonces él exclamó: «Creo, Señor», y se postró ante él. Después Jesús agregó:
«He venido a este mundo para un juicio:
Para que vean los que no ven
y queden ciegos los que ven».
Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: «¿Acaso también nosotros somos ciegos?». Jesús les respondió:
«Si ustedes fueran ciegos,
no tendrían pecado,
pero como dicen: “Vemos”,
su pecado permanece».



Jn 9,1-41

"Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento" (Jn 9, 1). Admiremos una vez más esta capacidad que tiene Jesús de vernos pasar. En el relato de San Juan se advierte hasta qué punto la escena se ha grabado profundamente en el espíritu de los apóstoles y ha renovado su manera de observar a los otros y de observarse a sí mismos. Y más especialmente su observación del pecado y de los pecadores.


Según las concepciones de la época, una enfermedad o un mal crónico sólo podían ser resultado directo del pecado. No sólo del pecado de los orígenes sino también del pecado personal. "Rabbí ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?" (Jn 9, 2). La mirada que los contemporáneos de Cristo dirigen a las personas es una mirada que juzga. ¿Es diferente la mirada que nosotros dirigimos a nuestros contemporáneos? En el momento mismo en que negamos el pecado. (¿Acaso, según el pensamiento moderno, no nos encierra en un universo mórbido y destructivo? ¿La libertad a la que el hombre tiene derecho no exige la liberación de las reglas y de los tabúes al mismo tiempo que la negación de todo valor?). Clasificamos a los hombres en buenos y malos, justos e injustos, pecadores y sin pecado. Nos presentamos como justos ante los demás. Me hago el justo ante mi cónyuge si me obstino en considerar que en las dificultades de nuestra vida en común los errores le corresponden a él de modo principal. "¡Si me prestara más atención! ¡Si no fuese tan egoísta! ¡Si no me llevara siempre la contraria!". Me hago justo ante mi hijo, cuando sólo tomo en consideración los comportamientos que chocan con mi sensibilidad tradicional. "Fíjese, vive con una sin haberse casado" en lugar de: "¿Qué imagen le hemos dado acerca de la perennidad de la pareja?". Me hago el justo ante mi parroquia cuando desdeño todas las iniciativas. "Los que frecuentamos tal o cual grupo, quienes vivimos en tal o cual corriente, sabemos bien qué mediocre y carente de impulso es la parroquia. ¡Sólo van unos cristianos sociológicos, adeptos a la misa de once. Y además llegan tarde!".


Sabemos... Este arte de saberlo todo nos permite juzgar a los demás y distinguirnos de ellos. Aquí resuenan las afirmaciones de los fariseos. "Sabemos que ese hombre es un pecador" (Jn 9, 24). Y el justo por excelencia rebajado al nivel de las gentes poco aconsejables. "Has nacido en pecado ¿Y nos das lecciones a nosotros?" (Jn 9, 34). Así queda barrido de un plumazo un testimonio verídico.


El pecado, ¿Cosa ajena?: Nos situamos también como el justo de nuestra familia y de nuestro entorno profesional. "Ellos", decimos, para marcar muy bien la distancia que nos separa. El sindicalista se hace el justo ante el patrono, el patrono se hace el justo ante el asalariado, el hombre de izquierda se hace el justo ante el hombre de derechas, el incrédulo se hace el justo ante el cristiano, el provinciano se hace el justo ante el extranjero y así continuamente.


El pecado es cosa de los demás. Hace unos años participé en una marcha nocturna colectiva de París a Longpont "en reparación de las faltas cometidas contra el amor". Rápidamente advertí que las faltas que había que reparar eran las de los demás, las de los que se habían quedado. Como en una cierta concepción, felizmente superada, cuando uno se hacía carmelita para expiar los pecados de los demás. ¿En qué criterios nos apoyamos para separar así el buen trigo de la cizaña? En los criterios más legalistas. "Este hombre no viene de Dios porque no guarda el sábado". (Jn 9, 16). Este no va a misa, aquel es adúltero, este vive en concubinato, aquel es un ladrón. La observación que dirigimos a los demás les reduce a estereotipos. En la época de Cristo se designaba para la reprobación del pueblo al publicano y a la prostituta. Los fariseos juzgan en función de lo que quieren demostrar y no en función de una realidad humana: "Este hombre no viene de Dios porque no guarda el sábado"... "¿Pero cómo puede un pecador realizar semejantes señales?" (Jn 9, 16). Hoy designamos a nuestros prójimos en función de lo que queremos demostrar: al patrono (explotador, inhumano, arbitrario, que sólo vive para el dinero), al sindicalista (mentiroso, falsario, demagogo, agitador a sueldo de Moscú), a los padres (atrasados, conservadores, hipócritas, intolerables, mantenedores de la sociedad de consumo), a los hijos (rechazan las obligaciones, perezosos, no respetan valores). ¿Cómo llegar a la gente con esas pancartas? ¿Cómo conocer a un hombre, a una mujer, siempre en cambio? Pero si llega a faltarnos uno de nuestros criterios de clasificación, ya no sabemos en donde estamos. Esta es la teoría de los vecinos del ciego y de "los que solían verle antes" -¡Las palabras hablan por sí mismas!- "Unos decían: "Es él". "No", decían otros, "sino que es uno que se le parece". Pero él decía: "Soy yo"" (Jn 9, 9). Soy yo, nos responde el patrono, el sindicalista, los padres, los hijos; yo, una persona y no un estereotipo.


Pero en esto no tenemos remedio. Nos ocupamos de los pecadores con actitud de superioridad y condescendencia protectora. Es cierto, pero no arregla nada sino todo lo contrario que los que aceptan reconocerse como pecadores actúan del mismo modo respecto a ellos. Su existencia personal, con sus trastornos y sus sombras, desaparece tras unos pecados reducidos a conceptos. "He faltado a tal mandamiento... He cometido adulterio... Soy un ladrón... Soy orgulloso". San Ignacio de Loyola nos pone en guardia contra esta intelectualización, esta reducción del pecado a un concepto. Nos dice: "Repasa los lugares, repasa las personas. Busca entonces el mal de que eres autor". Es totalmente opuesta nuestra mirada habitual, al candor ingenuo y fresco de un niño que respondía a su catequista cuando preguntaba: "¿Somos pecadores? Yo soy pecador, pues desde hace una semana no me hago la cama por llevar la contraria a mi mamá que se ocupa demasiado de mi hermanita". El observador rígido hubiese dicho: "Es perezoso"; el testigo más perspicaz hubiese dicho; "Es malo con su madre"; el psicólogo experto hubiese dicho; "Tiene celos", pero el niño aporta una observación completamente distinta, una maravillosa observación espiritual sobre un fragmento de la existencia real. Una observación que reconoce que hay comportamientos, pensamientos y abstenciones que destruyen a su autor y que destruyen, o quieren destruir, a los demás. Esto es el pecado; una destrucción de los demás y de sí mismo; es echar a perder una parte de la propia vida bajo el pretexto de querer vivir una vida distinta de la vida plena y superabundante que Dios propone. Los mandamientos, al calificar como pecado tal o cual comportamiento, extraen las consecuencias de una constatación previa: tal comportamiento destruye la vida en nosotros y en nuestro entorno.


Intelectualizar, conceptualizar y reducir nuestros pecados a etiquetas es una manera de negar el pecado, de acusar una especie de fatalidad, de sacarlo de la realidad. O también de minimizarlo: aceptamos reconocernos pecadores, pero pecadores mejorados. El pecado de los creyentes consiste en querer abandonar la realidad humana. No se reconocen miembros de una humanidad pecadora. Están por encima, por debajo, al margen, en otro lugar, pero no dentro. Como familiares de Dios que son, creen tener derechos sobre él, como los fariseos creían tener derechos sobre Yahvé: "Pero era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos" (Jn 9, 14). ¿Es preciso, pues, ser depositarios de la voluntad de Dios al precio de suprimir al hombre? ¿Servir al cristiano y a la ley en lugar de servir al hombre? El drama de los fariseos y de numerosos creyentes, estriba en no ver que si Dios manifiesta por el pecado y sus consecuencias una repulsión invencible, siente por los pecadores una ternura invencible. Jesús manifiesta con ellos una preferencia que causa escándalo. "Los publicanos y los pecadores corrían hacia él para escucharle". "¿Por qué comes y bebes con publicanos y pecadores?".


La misericordia y la aceptación: Si me creo justo y sin pecado, yo mismo me excluyo de la solicitud de Dios que es la única que puede justificarme. "Si fuerais ciegos, no tendríais pecado pero como decís: "Vemos", vuestro pecado permanece" (Jn 9, 41). Pues " yo he venido por los pecadores" y "he venido a este mundo para que los que ven se vuelvan ciegos" (Jn 9, 39). En el pecador, Jesús encuentra al hombre y el pecado se convierte en una provocación a la misericordia de Dios. Cualquier sufrimiento o miseria cobran sentido en la medida en que permiten manifestarse a la potencia de Dios; nuestros pecados no son signos de catástrofes sino una posibilidad de manifestación de amor divino. Cuando sus discípulos le preguntan quién ha pecado, el ciego o sus padres, Jesús rechaza este debate destructor que hace converger la mirada sobre el pecado. Nos pide que miremos hacia la potencia de Dios: "Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios" (Jn 9, 3).


Además el Señor apela a la dignidad de la persona humana, a su libre colaboración, al invitar al ciego a que vaya él mismo a lavarse a la piscina de Siloé. El ciego lo comprendió y en el milagro que le entrega la vista vio el beneficio de Dios. Su ceguera curada es ocasión de rendir gloria a Dios y de detenerse a la realidad de su obra: "Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo... Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada" (Jn 9, 25 y 33). Lo mismo puede decir el pecador al pie de la cruz: "Sólo sé una cosa: yo era pecador y ahora estoy salvado... Si este hombre no viniera de Dios nada podría hacer". Sólo él me justifica, pero no debe eliminarme de la lista de los pecadores y de los ciegos. Qué verídica era la actitud de Santa Teresa de Lisieux que escribía en su diario: "Me he sentado a la mesa de los pecadores...". Pero esa frase causó tal escándalo que su superiora la censuró hasta que una visión más verdadera nos la entregó en su verdad espiritual. ¿Habría leído Santa Teresa a San Pedro Crisólogo en el Sermón 30?:
"¿Quién es pecador sino el que se niega a verse como tal? ¿Acaso no es hundirse en su pecado y, a decir verdad, identificarse con él, ese dejar de reconocerse pecador? ¿Y quién es injusto sino el que se estima justo?... Vamos, fariseo, confiesa tu pecado y podrás acudir a la mesa de Cristo; Cristo para ti se hará pan, pan cortado por el perdón de los pecados; Cristo se convertirá para ti en la copa, copa que se vertirá por la remisión de tus faltas. Vamos, fariseo, comparte la comida de los pecadores y Cristo compartirá tu comida".


Señor, debo convencerme de que soy pecador. No un "pobre pecador" en el sentido de que la palabra "pobre" minimice la situación, como se dice "mi pobre amigo" o "es un pobre tipo", sino como un pecador en el sentido pleno, sin apreciar el grado o la importancia de mi pecado. Plenamente participante en el pecado del mundo en el que me hallo sumido a través del erotismo, de la mentira, de la guerra y la violencia, del deslizamiento en la comodidad y en el placer. Plenamente responsable de mi pecado personal. Pero, en mi situación de pecador, eres tú el que acude a mí, diciéndome: "Te amo tal como eres. Este es el hombre que veo en ti, el hijo de mi Padre que me mira. No quiero ver en tu pecado más que la ocasión de mi amor. Pero tú mismo, ámame tal como eres. No te complazcas en la contemplación morbosa de tu falta ¿No sabes que yo tengo todo poder sobre los demonios? No esperes a ser perfecto, ni un santo para amarme porque de ese modo no me amarás nunca". Con Pedro, pecador perdonado, me es posible decirte: "Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero" (Jn 21, 17). Y eres tú, Señor Jesús, quien me solicita, quien me ruega, a fin de que te preste mi colaboración, recorriendo voluntariamente el camino hasta Siloé para bañarme en el agua purificadora de mi bautismo.


Ya no te acuerdas de mi pecado, mis faltas han desaparecido ante tu rostro. Además, me invitas a una alegría total, la de contemplar al Hijo del hombre en toda su gloria. Los fariseos no se interesaron por el júbilo del ciego curado. Rebosantes de su rencor y cegados por sus designios, sólo tuvieron un propósito: echar en cara a Jesús que ha violado el sábado. Al ciego "le echaron fuera" (Jn 9, 347). Curiosidad egoísta por no decir malsana. Formalismo incapaz de leer la verdad del hombre, de respetar al hombre. Señor, tú te interesas por el ciego al que has curado, te interesas por mí. En una relación de persona a persona, tú eres el primero en interesarte por la capacidad de ver que tú me has entregado, tú eres el primero en apelar a mi reciente júbilo, en penetrar en mi júbilo para que yo penetre en el tuyo. "Tú crees en el Hijo del hombre?... ¿Y quién es, Señor, para que crea en él?... ¡Le has visto!" (Jn 9, 36-37). Sí, eres tú quien me hablas, Señor. Acudes a mi mesa, la mesa del ciego curado, para que tenga la alegría de verte, yo, que soy pecador, pero pecador salvado por tu amor. Tú me das el alimento de la misericordia y la copa de la benevolencia. La Vida acude a esta mesa de condenados a muerte para que vivan con la vida. El Juez va a la comida de los culpables para sustraer a los culpables de la sentencia. Vienes a mí para que yo llegue hasta Dios. Me postro y digo: "Creo, Señor" (Jn 9, 38).


ALAIN GRZYBOWSKI

BAJO EL SIGNO DE LA ALIANZA

NARCEA/MADRID 1988.Pág. 80ss


Señor, que reconcilias a los hombres contigo por tu palabra hecha carne, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa a celebrar las fiestas pascuales.

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