18 de octubre de 2007

ORAR... ¿PARA QUÉ?



XXIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO- C


Después Jesús les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse: «En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres; y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciendole: “Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario”. Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: “Yo no temo a Dios ni me importan los hombres, pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme”».
Y el Señor dijo: «Oigan lo que dijo este juez injusto. Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?».
Lc 18,1-8



Seguimos caminando, queridos hermanos, en compañía de Lucas, el evangelista que durante este año nos invita a seguir a Jesús durante el camino de nuestra vida. Cada domingo, el Evangelio nos ayuda a clarificar nuestra respuesta ante algún acontecimiento que nos deja en abierto desafío, inquietos con la respuesta del Maestro o consolados por sus palabras de Vida.

Y, ¿a qué punto estamos del camino? Hace algunos domingos estuvimos repasando en las páginas del Evangelio nuestra actitud social, nuestra respuesta ante el prójimo, especiamente ante el que más duele, el que más molesta, el que más incomoda: el pobre. Y así, hasta lanzarnos otra pregunta fuerte sobre otro aspecto de la vida que también merece ser revisado: la fe. Nos decía hace unas dos semanas: si tuvieran fe como un granito de mostaza, le dirían a la montaña: muévete, y la montaña se movería. Y la semana pasada fuimos testigos de una curación en masa, en la cual sólo uno de los sanados de la lepra fue agradecido y regresó para agradecer a Jesús. Y ese hombre agradecido ¡era extranjero! Un hombre que se supone no tenía la fe del pueblo elegido, estaba al margen de cualquier consideración de “santo” oficialmente... y ahí lo tenemos, dándonos el ejemplo.

Y es que Lucas es así cuando nos cuenta las cosas: quiere enfatizar estos contrastes para movernos de nuestro pedestal. Para recordarnos que la fe no nos pone el cartel de santos colgado del cuello, que no somos nosotros los únicos portadores de la verdad y que pensar una cosa así sería hacernos caer en la peor de las soberbias.... y cuando somos soberbios, comenzamos a compararnos con los demás, siempre siendo nosotros los mejores, los más lindos y los más santos. No. Un discípulo de Jesús no puede caer tan bajo.

Hoy seguimos caminando por esos senderos de la fe. Y dentro de la fe una dimensión muy importante, a la que todo creyente está llamado a vivir, es la oración. ¡Oración! Una palabra escandalosa, por no decirlo menos... o patrimonio, en una visión superficial, de personas incultas. Cosas del pasado, tal vez de una visión mágica de la realidad, de quien no cree en el potencial del hombre adquirido en la ciencia, o tal vez el consuelo del pobre que no puede acceder a las maravillas de la medicina que una buena billetera o chequera engordada a fuerza de billetes pueden ofrecer. ¿Orar? ¡Propio de gente de la Edad Media!


Pero la cosa es más seria de lo que parece. Pasa por hacernos una pregunta bien simple: ¿por qué oramos? Y nos puede venir a la mente la frase: para pedir... entre otras cosas, claro. De manera general está popularizada la opinión que la oración es para pedir algo a Dios. Incluso, cuando alguien me dice: ore por mí, la primera cosa que se me ocurre es decir: Señor, te pido por este hermano, por esta hermana... pero, ¿qué pasaría si en vez de eso orara: Señor, te doy gracias por este hermano, esta hermana...?

Es que si pensamos que sólo la oración es pedir, estamos empobreciendo demasiado el término. No dejan de tener razón quienes dicen: ¿para qué orar, si se supone que Dios es omnipotente y lo sabe todo, y sabe desde antes todo lo que necesitamos, y nos distribuye sus bendicion
es aun nosotros no sabiéndolo?
Dios sabe todo, incluso lo que necesitamos. Ahora bien, ¿por qué rezar u orar, entonces? Acá está la clave, y la responderé con las palabras de un prefacio –acción de gracias que está antes de la plegaria eucarística en la Misa- que aparece en el Misal:

Pues aunque no necesitas nuestra alabanza, ni nuestras bendiciones te enriquecen, tú inspiras y haces tuya nuestra acción de gracias, para que nos sirva de salvación, por Cristo, Señor nuestro.

La clave es la siguiente: nos sirve a nosotros. Somos nosotros los que necesitamos orar, los que necesitamos bendecir, adorar, dar gracias –como el leproso samaritano de la semana pasada-, asumir una actitud reverente ente el Misterio de Dios, para hacer presente en nosotros a Dios mismos. Cuando pedimos no es que le contamos a Dios algo totalmente nuevo que Él no sepa, sino que estamos tomando conciencia nosotros mismos de nuestras necesidades. Y haciéndonos conscientes de lo que necesitamos, nos sensibilizamos de la bendición y de la gracia que el Señor derramará sobre nosotros. Y siendo más sensibles a esa realidad, la sabremos usar mejor. Le sacaremos más provecho teniéndola consciente en la mente y en el corazón. Como cuando en algunos momentos, antes de la señal de la cruz, algunos dicen: Nos ponemos en la presencia del Señor, en el Nombre del Padre...¿acaso no estamos siempre en la presencia del Señor? Claro que sí, pero somos nosotros los que lo olvidamos. Para el Señor eso está clarísimo. Nosotros somos los que necesitamos signos, comunicarnos por medio de palabras, para hacer presente a Dios en la vida... para sacarnos las anteojeras que la vida a veces nos pone y mirar más ampliamente a nuestro alrededor, o mejor, dentro de nosotros mismos. San Agustín lo decía, cuando se lamentaba por haberse convertido tan tarde –a los 33 años, luego de una intensa búsqueda de la Verdad- que el problema suyo era que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo (Confesiones X,27,38). Y créanme, mirando el drama interior de Agustín, tal como lo leemos en las Confesiones –realizar un proceso de conversión en el que pasaron tantos años conociendo, desilusionándose e intentando buscar motivos para creer, no basta con sólo recordar mentalmente que Dios está siempre conmigo. Somos mucho más que cerebro, tenemos un corazón que siente, ama, toma decisiones... y sólo ese corazón se mueve por algo que encuentre sentido pleno en nuestra vida. Por eso la oración es el susurro del enamorado y debe nacer del corazón. Desde aquí nace otra consideración: orar no es sólo pedir: es hablar, confiar, dar gracias, reconocer delante de otro mi mundo y mis opciones, manifestar mi tristeza, mi alegría, pedir perdón, perdonar, amar el silencio como el espacio donde me encuentro a mí mismo y a Dios... orar es ante todo amar. Y quien ama, no sólo pide. También abraza y se queda en silencio, delante del misterio del que ama.



El creyente que ora, asimismo, no es el débil de la creación. No es el que baja los brazos –como le estaba pasando a Moisés en la primera lectura- dejando que Dios haga todo en lugar suyo... la oración no es una expresión de flojera. ¿Acaso no dice el Génesis que el Señor plantó un jardín en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado (Gn 2,8) y les mandó: “Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los vivientes que se mueven sobre la tierra” (Gn 1,28)? El plan de Dios sobre el hombre es que encuentre su felicidad en la acción diaria de la vida, trabajando, amando, viviendo en la normalidad de los días. La oración nos abre la perspectiva de Dios en medio de toda la acción. Como dice el refrán popular: a Dios rogando y con el mazo dando.

Y por último, la oración es también una obra social. ¿En qué sentido? En el sentido que el orar por los demás me hace estar sensible a los problemas y angustias del otro y ofrezco la posibilidad de orar al Señor para que Él la toque con su Amor. Junto a eso, por supuesto que debo hacer algo más: si hay algo a mi alcance que pueda yo hacer por esa persona –dar un consejo, ofrecer algo material-, es mi obligación ante el Evangelio de hacerlo. No se trata de ser, como advierte el Apóstol Santiago, como algunos que veía en su comunidad cristiana: ¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: «Vayan en paz, caliéntense y coman», y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está completamente muerta (Stgo 2,15-16). Volviendo al tema de la oración, el tener en ella a otras personas me hace también ampliar mi perspectiva interna, de no orar sólo por mí, sino por los que lo necesitan. Es un servicio que podemos ofrecer por quienes están esperando que la Luz de Cristo los toque un poco más, y que muchas veces pasa un buen tiempo antes que puedan ser más libres interiormente. ¿No podremos ser nosotros un poco como Moisés y levantar los brazos para que las cosas acontezcan según el Señor quiere?

Que el Señor nos regale a todos un espíritu de oración constante, sin dejar de poner el hombro al trabajo y a la solidaria compañía de los que lo necesitan.

Dios todopoderoso y eterno: haz que nuestra voluntad sea siempre dócil a la tuya y podamos servirte con un corazón sincero.

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