25 de octubre de 2007

¿JUSTO SEGÚN QUIÉN?




XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO- C


Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: «Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba en voz baja: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas”. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”. Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado».


Lc 18,9-14

Una vez más, Lucas nos transporta a los temas que estamos reflexionando cada domingo en la liturgia. Decíamos que estamos pasando propiamente por una serie de temas que tienen que ver con la fe y la oración, temas que son siempre de moda para los creyentes y tal vez un poco más insignificantes para quien está perdiendo el sabor de su relación con Dios y prefiere mirarlo todo desde la razón –mirar las cosas con la razón es algo que todos debemos hacer, pero cuando la razón se transforma en la única medida de todo, la vida se empobrece... quedan algunas cosas fuera del horizonte. Por eso estos domingos son incluso válidos desde la óptica profética para mi vida: ¿Me parece importante lo que plantean como tema en el Evangelio?

Con esta pregunta formulada, pongámonos en más aprietos y comencemos a meditar el Evangelio de esta semana.

Dos hombres subieron al Templo a orar. Conocida es esta parábola, llamada del fariseo y del publicano, dos personas que cumplían dos roles muy definidos en la sociedad de su tiempo. Veamos por qué, para compender por qué debían ser ellos dos los protagonistas de la historia.

El Fariseo: formaba parte de una especie de clase privilegiada a nivel religioso, debido a sus estudios y a su práctica religiosa centrata en el cumplimiento de la Ley de Dios. Ante la situación de la nación judía en la época de Jesús –dominación romana, un rey que no era independiente del poder imperial, la espera del Mesías como quien liberaría el pueblo- ellos vivían una vida centrada en aquello que era lo más importante para la vida de un judío en el tiempo de Jesús: la práctica de la fe, en los 388 mandamientos que registra la Biblia –los diez principales, más el resto, que son pequeñas cosas, como por ejemplo, el impuesto a tal o cual cosa-, y la santidad consistía en observar al pie de la letra aquello que era la Palabra de Dios. Por lo tanto, la justicia y la santidad tenían que ver, para un fariseo, en el esfuerzo que hacías para cumplir escrupulosamente todos los mandamientos. El Señor te miraba y te reconocía como justo según su Palabra. Para aumentar su conocimiento en la Ley del Señor, estudiaban la Palabra de Dios y la enseñaban a la gente. Eran reconocidos como “los hombres religiosos” de su época, aunque muchos de ellos practicaban su religiosidad sin alma: como la santidad consiste sólo en cumplir la Ley, la vida de ellos consistía únicamente en observar esos mandamientos –que siempre eran cosas externas, o sea acciones- pero por dentro pensaban lo que querían o cometían injusticias, seguros que de igual manera serían conocidos por Dios como justos, porque llenaban los requisitos para entrar al Cielo.


Los Publicanos: Para un judío que tuviera una importante cuota de patrotismo y de coherencia con su fe, los publicanos eran la lacra de la sociedad. Claro: un verdadero judío debía estar de espaldas al poder del extranjero que no adoraba a Dios –por lo tanto, no pertenecía al Pueblo Elegido-, y resulta que estos publicanos se dedicaban a recaudar los impuestos para Roma: cobraban a sus hermanos de sangre un dinero que se iba directamente a la capital del Imperio; riquezas que pertenecían a todos se iban a una potencia extranjera y eran recolectadas por manos judías. No podía este hombre ser menos que un traidor... traidor que, a veces, ejercía el oficio como una manera de vivir mejor dentro de la pobreza que existía en la sociedad de su tiempo. Aumentaban –como a ellos les parecía- la cantidad que cobraban como impuesto y así se hacían un sueldo, una vez que entregaban al poder romano la cantidad fija que debían recaudar cada cierto tiempo. Algunos se aprovechaban de la situación y llegaban a vivir como príncipes, mientras que otros eran más honestos y no cobraban de más una cantidad muy elevada. No frecuentaban la sinagoga el sábado porque eran oficialmente “pecadores”.

Estos dos hombres suben al Templo –suben porque el Templo de Jerusalén estaba en una colina, elevado sobre el resto de la ciudad- a orar, y comienzan cada uno a hablar con Dios. La oración del fariseo y la del publicano las conocemos porque el mismo Maestro nos las cuenta. Frente a ellas podemos hacernos otra pregunta: ¿Por qué este último –el publicano- volvió a su casa justificado, pero no el primero –el fariseo-? Observemos las oraciones. El fariseo dice: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas”. Da gracias a Dios –es bueno dar gracias, lo recordábamos hace algunos domingos... estamos bien por el momento- pero da gracias porque no es como los demás... o sea, yo soy mejor. Mejor que los demás, claro: los otros son malos, yo soy bueno. Ya nos parece extraño que esté dando gracias a Dios por esa diferencia que lo favorece a él y deja en la oscuridad a los demás –no es una muy bonita acción de gracias-, mientras que la última parte es más extraña aún: Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas. Muy bien. Entonces no dés gracias a Dios, sino que date gracias a ti, porque esas cosas las estás haciendo tú... o al menos, si tuvieras la idea que es el Señor quien te inspira las buenas obras, ¿no te parecería sospechoso que el resultado de todo ese proceso haya hecho de ti una persona orgullosa de sí misma, capaz de mirar al otro por encima del hombro? El Señor quiere hacer grandes cosas en nosotros, pero si precisamente no quiere hacer algo, es transformarnos en unos orgullosos. Una vida cristiana, que nos lleve al orgullo y a creernos mejores que los demás, es una vida no auténticamente cristiana. El hombre justo a los ojos de todos –el fariseo-, en su oración, juzgó a los demás, se consideró mejor que los demás e hizo un elenco de las cosas que hacía. Se puede ayunar dos veces a la semana y pagar el diezmo, pero... si luego cometes injusticias contra los más pobres que tú, o le pegas a tu mujer, o desprecias a los que no creen lo mismo que tú, no eres muy “santo” que digamos...


En cambio, analicemos la oración del publicano: manteniéndose a distancia –dice el Señor-, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”. No se atreve ni a acercarse ni a mirar el lugar sagrado, porque se consideraba indigno, pequeño, poca cosa. Miraba su vida y descubría cosas que no estaban bien, y que lo alejaban de Dios. Sentía tal vez un deseo de cambiar de vida y pedía perdón al Señor de todo. Se reconoció pecador. Su oración es sencilla y viene desde dentro de su corazón. No eran golpes de pecho meramente externos, sino que sentía verdaderamente lo que oraba y hacía.

Y viene la respuesta de Dios... luego de esa visita al Templo, el publicano volvió a su casa justificado, pero no el primero. Se sentía bien, se había desahogado ante Dios y se sentía aliviado, contento, como dice el Salmo:

¡Feliz el que ha sido absuelto de su pecado
y liberado de su falta!
¡Feliz el hombre a quien el Señor
no le tiene en cuenta las culpas,
y en cuyo espíritu no hay doblez!
Mientras me quedé callado,
mis huesos se consumían
entre continuos lamentos,
porque de día y de noche
tu mano pesaba sobre mí;
mi savia se secaba por los ardores del verano.
Pero yo reconocí mi pecado,
no te escondí mi culpa,
pensando: “Confesaré mis faltas al Señor”.
¡Y tú perdonaste mi culpa y mi pecado!
Por eso, que todos tus fieles te supliquen
en el momento de la angustia;
y cuando irrumpan las aguas caudalosas
no llegarán hasta ellos.
Tú eres mi refugio,
tú me libras de los peligros
y me colmas con la alegría de la salvación.

En cambio, el fariseo... se quedó consigo mismo. Sin ningún cambio, como si no hubiera ido al santuario a orar. Las palabras de la primera lectura son muy interesantes al respecto: La súplica del humilde atraviesa las nubes y mientras no llega a su destino, él no se consuela: no desiste hasta que el Altísimo interviene, para juzgar a los justos y hacerles justicia (Eclesiástico 35,17-18).

Para finalizar esta explicación, quisiera que observáramos las dos figuras de nuevo: el hombre “religioso” que se justifica ante sí mismo y se considera mejor que los otros –que es justo ante los hombres... pero no ante Dios- y el hombre “pecador” que se arrepiente de sus pecados y es humilde cuando mira al Señor –que es pecador ante los hombres... pero justo ante Dios- y nos preguntáramos: en la comunidad cristiana, ¿nos creemos mejores que los demás por el hecho de llevar un cierto tiempo participando? ¿Cómo me siento cuando pienso en los que no van a la Iglesia, los que no creen o los que son indiferentes al tema religioso? ¿Mejor que ellos? ¿Me siento orgulloso de lo que hago como cristiano?

No todo lo que brilla es oro... dice el refrán. Lo que importa es el corazón de quien vive y practica la fe. Tal vez en el cielo –si tenemos la dicha- nos encontraremos con varias sorpresas... los que están y los que no... todo depende del corazón. ¿Cómo está el tuyo?


Señor, tú que iluminas a los extraviados con la luz de tu Evangelio, para que vuelvan al camino de la verdad; concede a cuantos nos llamamos cristianos imitar fielmente a Cristo y rechazar lo que pueda alejarnos de él.

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