24 de agosto de 2007

LAS CUENTAS DE DIOS







21 DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando.
Uno le preguntó:
-Señor, ¿serán pocos los que se salven?
Jesús les dijo:
-Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo: «Señor, ábrenos» y él os replicará: «No sé quiénes sois.» Entonces comenzaréis a decir: «Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas.» Pero él os replicará: «No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados.»
Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios.
Mirad: hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos.

Lc 13,22-30



Jesús, decepcionado, ha dejado Nazaret y se dirige a Jerusalén, enseñando en la ciudades y aldeas que encuentra por el camino.



En este simbólico viaje, que abarca gran parte de su evangelio (Lc 9,51 al 19,27), Lucas nos va narrando enseñanzas importantes de vida cristiana.



El tiempo disponible para llamar a su propio pueblo a la conversión es cada vez menor para Jesús y va pasando rápidamente sin encontrar verdaderas respuestas a sus llamadas. Los discípulos se acercan a la hora del gran escándalo, ante un Jesús cada día más desconcertante; los judíos no parecen tener más alternativa que deshacerse del molesto profeta, que ni respondía a los esquemas religiosos tradicionales ni a las expectativas nacionalistas y políticas del pueblo. Todos tenían la impresión de estar viviendo unos tiempos decisivos y fundamentales de su historia personal y comunitaria. La misma predicación de Jesús así lo indicaba.



Los textos evangélicos siguen confirmando las diferentes perspectivas que existen entre Dios y los hombres. Entre un Dios que no hace acepción de personas, que lee en el corazón de ellas y unos hombres que juzgan por lo exterior, por las apariencias, por el puesto que se ocupa, que buscan seguridades y se aferran a ritos y parentescos para asegurarse su salvación; entre un Dios que quiere que vivamos la verdadera vida y unos hombres desencantados, faltos de alegría y de valentía, que renuncian a combatir, que se soportan y que buscan remedios en caminos divergentes de la verdadera fe.



Aunque la vida de fe es un don de Dios, no podemos olvidar el esfuerzo del hombre. Sólo corriendo se gana una carrera. El esfuerzo personal es el raíl paralelo a la gracia de Dios.



1. Una pregunta acuciante
"¿Serán pocos los que se salven?" ¿Cuántos serán? Un oyente que ha escuchado el mensaje de Jesús, le pregunta sobre el número de los que se salven. Tiene curiosidad por saberlo y se sitúa desde fuera del problema. Su pregunta era normal en el ambiente fariseo de aquel tiempo.



Es una pregunta que no ha dejado de plantearse a lo largo de la historia de la Iglesia. Durante siglos los predicadores tendieron a aterrorizar a los oyentes para obligarles, por miedo, a la práctica de los ritos cristianos, para lograr que fueran dóciles a sus enseñanzas moralizantes. De ahí esas ideas aberrantes sobre la eternidad para infundir pavor en los oyentes: un encerado lleno de ceros con un uno delante eran siglos que, cuando pasaran, la eternidad no habría dado un paso ni el fuego del infierno habría disminuido en lo más mínimo; o la bola de acero macizo del tamaño de nuestro planeta que un pájaro, rozándola con el ala una vez al año, desgastaría algún día, pero la eternidad seguiría como al principio...



Es lamentable que todas las religiones del mundo hayan procedido más o menos de la misma manera, lo que indica la falta de verdaderos conocimientos religiosos de los hombres, siempre incapaces de ir un poco más allá de sus miopes horizontes. Actualmente la tendencia más general es la contraria: que la misericordia de Dios no puede permitir que nadie se condene por toda la eternidad, que no hay infierno o que, si lo hay, está vacío.



También entre nosotros son muchos los que quieren tener una respuesta precisa sobre el número de los que entrarán en el cielo. Por eso siguen discutiendo sobre la necesidad del bautismo de los niños, la suerte de los no bautizados..., a pesar de la clara actitud de Jesús evadiendo las respuestas concretas.



Son muchas las preguntas que se nos pueden ocurrir sobre este punto: ¿Qué es la salvación?, ¿quién nos salva y de qué?, ¿qué hace falta para salvarse?, ¿qué pasa con los que no se salvan?



Los cristianos que viven dentro de un esquema religioso simplista y reducido, por desconocer los planteamientos evangélicos profundos, suelen ajustar la salvación a lo que ellos hacen o piensan, identificando el plan de Dios con su modo de ser y de vivir. Es lo que hacían la mayoría de los judíos contemporáneos de Jesús: los descendientes de Abrahán estaban llamados a la salvación si cumplían la ley de Moisés; el resto de la humanidad, los paganos, jamás la alcanzarían si no aceptaban esa ley. Y así estos cristianos excluyen de la salvación a los que no están bautizados, a los cristianos no católicos, a los que practican otras religiones y, por supuesto, a los ateos y agnósticos. A la vez que se hacían esas exclusiones, proliferaban las devociones que aseguraban la salvación contra todo riesgo de última hora: los nueve primeros viernes de mes, la devoción a tal santo o virgen..., proporcionaban de un modo infalible la entrada al paraíso. Convertían la religión en una agencia de viajes al cielo, los ritos religiosos eran como el pago de la renta del "chalet celestial".



A pesar de las grandes facilidades y rebajas concedidas para salvarse, suponían que el número de los salvados sería muy reducido, dada la corrupción del mundo y la escasa credibilidad de su cristianismo.



Si profundizamos en los evangelios, estaremos cada vez más en condiciones de comprender por qué pudo introducirse en la Iglesia toda esa mentalidad materialista de la religión, con tan desastrosas consecuencias para su vida interna y para su testimonio ante el mundo. El no situarnos desde la perspectiva de Jesús, que es la perspectiva del reino de Dios, ha traído graves consecuencias para la fe, consecuencias que hemos de profundizar si queremos purificar nuestras actitudes.



2. Elegir "la puerta estrecha"
"Esforzaos en entrar por la puerta estrecha". Jesús no responde directamente a la pregunta que le han hecho. Prefiere no responder a una curiosidad inútil. Aparte de que es muy dudoso que supiera hacerlo. Su mensaje no pretendía aterrorizar pecadores ni tranquilizar justos, sino convertir a todos. El Padre admitirá a su reino a los que vayan hecho el bien.



La respuesta de Jesús debería ser suficiente para terminar con todo cristianismo triunfalista que, mientras hacía fáciles las cosas a los propios cristianos, se las ponía casi imposibles a los demás. Por eso, cuando alguien nos plantee o nos planteemos la cuestión, lo más prudente es respetar el misterio y hacer como Jesús.



La entrada al reino no es más fácil ni más difícil para unos que para otros. Será la consecuencia de una vida vivida con sentido. Si queremos participar de la plenitud de vida que el Padre quiere para todos, es necesario que empecemos a vivirla ahora.



Nadie puede sentirse ya salvado por pertenecer a esta o aquella religión, por pertenecer a una u otra raza..., como pensaban los judíos del tiempo de Jesús y piensan muchos cristianos de ahora.
Tenemos que elegir la puerta estrecha que nos enfrenta con nuestra propia conciencia, la puerta estrecha que consiste en cargar con la cruz de cada día (Mt 10,38), la puerta estrecha de la constante conversión a una vida personal más verdadera y a trabajar por unas estructuras sociales que hagan posible la liberación de los oprimidos.



El camino a la puerta del reino es la misma vida que debemos construir, paso a paso, creándola constantemente, mejorándola, sublimándola a través de tantos actos aparentemente intrascendentes. Es el quehacer diario del obrero solidario en su lugar de trabajo, del ama de casa entre sus cacharros y vecinas, del estudiante entre sus libros y sus compañeros... No hay salvación fácil ni difícil. Es como la vida: a la medida de nuestras capacidades. Una vida que hemos de vivir con sinceridad. La salvación no es tema de curiosidad, sino de compromiso, nos vendría a decir ahora Jesús.



3. La puerta solamente la abre el amor-pobreza
Hay quienes se creen con derechos sobre el reino. Son los que se acercan a la puerta y mandan: "Señor, ábrenos". Sus razones parecen evidentes: han comido y bebido con él y han escuchado sus palabras. Evidentemente, son amigos y pueden exigir. Sin embargo, la respuesta es: "No sé quiénes sois". Jesús no los reconoce porque son obradores de iniquidad. Y es que cuando falla el amor, todo lo demás carece de valor y de sentido. Es el amor lo único que puede abrir la puerta.



Hemos de tener mucho cuidado con el pecado de "equivocación". No todo lo que creemos hacer por el reino es realmente liberador de las masas oprimidas. Y si no es liberador de ellas, no puede ser del reino. La "buena fe" quizá salve al individuo por tonto o engañado, pero por sí sola no construye el reino. Lo que importa son los hechos. No basta confiar en que hemos participado en la eucaristía y en los sacramentos, ni en que hemos escuchado el evangelio... Todo eso es, sin duda, fundamental para quienes creemos en Jesús, pero no nos basta. No vale pretender comulgar después con la plenitud de vida que es el reino de Dios, sin intentar hacerlo ya ahora.



Es inútil pertenecer a la misma raza de Abrahán y de Jesús, inútil escuchar la Biblia y asistir a la eucaristía, inútil pertenecer a esta o aquella asociación religiosa, si no queremos aceptar la conversión constante del corazón y el cambio hacia una religión que toque la misma raíz del hombre.



Las palabras de Jesús no dejan lugar a dudas: ni el templo, ni los sacrificios a Dios, ni la lectura de la Biblia, ni el rosario y la misa diaria, ni estar constantemente con el nombre de Dios en los labios..., son decisivos para la salvación si no van acompañados de las obras de la justicia.



Hemos de evitar hacer ciencia-ficción: quién se salva, quién se condena, cuántos..., y seguir las orientaciones que nos ofrece el evangelio: la prueba decisiva son las obras. Lo que los cristianos debemos interpretar como una llamada a la penitencia y a la conversión.



Ni siquiera debemos pretender que nuestro camino sea el mejor para llegar a Dios. Una verdadera religiosidad está siempre reñida con esas elucubraciones que socavan el mismo fundamento de la fe. Es cierto que para nosotros Jesús es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6), pero ¿podemos afirmar que son sus planteamientos los que vivimos los cristianos? Tenemos el gran peligro de reducir los horizontes del reino de Dios y de la vida humana a nuestras perspectivas personales y a encerrarlo todo en una iglesia prefabricada por nosotros mismos. Una Iglesia aún hoy con muchas murallas -costumbres, lenguaje, ritos, cultura inercias históricas...- lo suficientemente eficaces como para mantener alejados de ella a contemporáneos nuestros que ya están construyendo el reino con su vida, obrando el bien con sudores y fatigas, liberando a los oprimidos de las garras de tantos "cristianos" opresores... Mientras, nosotros podemos estar velando el cadáver de unas comunidades, de unas parroquias, de unas órdenes religiosas y de unas diócesis cerradas en sí mismas, que ya no tienen nada que decir al hombre de hoy. ¿Quién nos puede garantizar que nuestra perspectiva sea la correcta, aunque sea grande nuestra fe?



La Iglesia es abierta, no tiene fronteras ni aduanas, es propiedad pública de todos los que creen en Jesús y lo están demostrando con su vida. No es propiedad privada de nadie. Sólo somos Iglesia en la medida en que tratamos de seguir el camino de Jesús. No basta con afirmarlo: son necesarias las obras de liberación del pueblo.



I/RD: No podemos olvidar que el reino es más que la Iglesia. Hay quienes trabajan por el reino sin ser de la Iglesia, y hay en la Iglesia estructural quienes son antisignos del reino; por lo que debemos saber, descubrir y valorar todo lo que hay de reino fuera de la Iglesia, y descubrir y combatir todo lo que le sea contrario dentro de ella y de cada uno de nosotros.



La Iglesia no puede seguir siendo un coto cerrado que asegura la salvación a sus fieles y condena a los que no piensan como ella. Su pastoral debe volver a evangelizar, a abrir caminos de salvación y de ilusión a todos los hombres. Es necesario que el hombre de hoy vuelva a encontrar en la religión un aliciente para su vida de trabajo, política, cultura... Utilizar la religión sólo para "salvar el alma" la ha convertido en hipocresía y opio al conciliar esa salvación con la miseria y la explotación de millones "de cuerpos", a cuyas "almas" se les promete el cielo siempre que acepten ciertas condiciones, dadas normalmente por los que tienen poder y dinero.



La Iglesia tiene que ser capaz de descubrir a los hombres y a los pueblos de todos los lugares el fermento de reino de Dios que existe dentro de ellos mismos.



4. Dios tiene otras cuentas
"Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos". Parece la dolorosa conclusión de la historia de la evangelización durante el primer siglo. Los judíos, que debían haber sido los primeros en aceptar a Jesús, lo han rechazado, con lo que han quedado relegados al último lugar; mientras, los paganos han ido ocupando progresivamente los primeros lugares en la naciente Iglesia.



Pero la frase no se refiere solamente a aquella época y a una sola categoría de personas; vale para todas las generaciones de creyentes y también para la nuestra. No son los que aparecen como los más importantes los que realmente lo son para Dios: él aplica otros criterios. Lo importante no es preguntarnos por el puesto que ocupamos en la Iglesia, sino la fidelidad en el seguimiento de Jesús. Lo importante no es preguntarnos por el número de los salvados o si estaremos nosotros entre ellos: es preferible dejar todo eso en las manos de Dios, que siempre serán mejores que las nuestras.





FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ


ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 2


PAULINAS/MADRID 1985.


Págs. 253-259

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