16 de agosto de 2007

LA GUERRA Y LA PAZ





XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!
¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra».

Dijo también a la multitud: «Cuando ven que una nube se levanta en occidente, ustedes dicen en seguida que va a llover, y así sucede. Y cuando sopla viento del sur, dicen que hará calor, y así sucede. ¡Hipócritas! Ustedes saben discernir el aspecto de la tierra y del cielo; ¿cómo entonces no saben discernir el tiempo presente? ¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?


Lc 12,49-57


Interesantes las palabras del Evangelio de hoy…
Podríamos recordar otras, sacadas del mismo Evangelio, y que parecen haber sido dichas por otra persona, totalmente distinta:

Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré (Mt 11,28), o tal vez: Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella, diciendo: «¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos” (Lc 19,41-42). El mismo Jesús, cuando el Profeta Isaías lo preanunció, casi ocho siglos antes, señaló:

Porque un niño nos ha nacido,
un hijo nos ha sido dado.
La soberanía reposa sobre sus hombros

y se le da por nombre:
“Consejero maravilloso, Dios fuerte,
Padre para siempre, Príncipe de la paz”.


(Is 9, 5).

Y hoy, escuchamos palabras que no vienen a anunciar la paz. ¿Se está contradiciendo la Biblia? ¿Realmente Jesús dijo esto?

Después de todo, el Reino de Dios no es cuestión de comida o de bebida, sino de justicia, de paz y de gozo en el Espíritu Santo (Rm 14,17). Deseamos ardientemente que el Señor nos regale la alegría y la paz de su Reino, como lo meditábamos hace unas semanas a propósito del Padre Nuestro. La palabra “paz” está continuamente en nuestra mente cuando pensamos en nuestra fe, en Cristo, y muchas veces hemos sido testigos del esfuerzo de muchos hombres de fe para asegurar la paz entre los pueblos, o entre bandos enemigos…

Sin embargo, la paz verdadera es algo profundamente complicado. Rara vez la verdad es pura, y nunca sencilla, decía el gran Oscar Wilde. Miremos un paisaje imaginario: un gran árbol, frondoso, bajo cuya copa se despliega un bellísimo prado verde y una banca nos invita silenciosamente a sentarnos… es una bella imagen de paz, ¿no? O tal vez, algo parecido: un cementerio estilo parque, con sus prados prolijamente cortados, y las lápidas que sobresalen discretamente desde el verde, mientras unos cipreses campean en el fondo… otra imagen muy pacífica. ¿Es esa la paz que nos viene a prometer el Maestro?

Si pensamos en una paz como una eterna siesta, donde estamos permanentemente inmóviles y en una pasiva ensoñación, estamos terriblemente equivocados. La paz del Reino de Dios no es la paz de los cementerios, o la paz de la inmovilidad, sino que es una paz distinta: una paz que nace desde el esfuerzo cotidiano de ser mejor, de superar mis defectos, de no conformarme con lo poco que di hoy, habiendo podido dar mucho más… la paz es la dulce somnolencia del que se ha fatigado, podríamos decir sin temor a equivocarnos. La paz se conquista, como resultado del esfuerzo por vencer a la oscuridad… por eso cuando dos naciones están en estado de completa tensión, aun cuando no intercambien un solo disparo, no podemos decir que están en paz. La paz requiere el querer conseguirla. No solo el no hacer el mal.

Desde aquí debemos comprender las palabras del Señor esta semana, uniéndolas con la primera lectura y el rechazo que vive el profeta Jeremías cuando anuncia desgracias al pueblo: lo tildaron de traidor a la patria, de pesimista, de cualquier cosa… simplemente porque estaba anunciando y denunciando las situaciones que en la nación se vivían, en contraste con la Palabra de Dios. Una experiencia que vivieron los profetas de aquel tiempo y también los de hoy: ¿Cómo no recordar, por ejemplo, a Martin Luther King, apóstol de la igualdad y de la coexistencia entre seres humanos de diversas razas en los Estados Unidos de los años cincuenta y sesenta, asesinado porque su voz era incómoda? ¿Cómo no recordar a San Alberto Hurtado, –fundar el Hogar de Cristo fue sólo un aspecto de su apostolado, debiendo recordar también sus esfuerzos para que los empresarios otorgaran un trato más humano a los trabajadores y obreros de su tiempo- que fue tan incomprendido en su época? ¿O el Papa Juan Pablo II en tiempos más recientes, y sus esfuerzos por conseguir la paz y la libertad en tantas naciones que sufrían guerras? ¿O cuando en nuestro continente fueron perseguidos y aun asesinados quienes en nombre de Dios no dudaron en ayudar a quienes eran perseguidos por los organismos de seguridad de los regímenes militares por sus preferencias políticas?… incluso hoy en día muchos miran con sospecha a grandes hombres como Monseñor Oscar Romero, Dom Helder Cámara o el Cardenal Raúl Silva Henríquez… porque se pusieron del lado de los perseguidos, y muchas veces fueron la voz de los que no la tenían. Vale la pena pensar y tratar de comprender, sin apasionamientos políticos de por medio, en la gran obra de estos hombres, que nació no de simpatías ideológicas, sino del mismo Evangelio que estamos leyendo y compartiendo en este momento.

La frase que acabo de escribir no es gratuita: la contradicción que aun hoy sufren hombres como los que acabo de señalar hunde su raíz en el signo de contradicción que es el mismo Cristo. ¿Por qué es así? Simplemente recordemos las sabias palabras –realmente sabias, añadiría- del anciano Simeón, cuando llevaron al niño Jesús a presentarlo al Templo:

«Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos» (Lc 2,34-35).


Cristo es la luz del mundo, pero las tinieblas tratan de resistirse… ese el mensaje de este domingo. Las tinieblas quieren seguir siendo oscuras, y la luz es demasiado brillante para ellas… porque así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos. Pensemos en nosotros mismos –mejor que en los demás, en este punto-: uno sabe que tiene sus defectos, virtudes… y quien toma en serio su camino de fe estará de acuerdo conmigo con lo que voy a decir ahora: el ser cristiano es una lucha. Cuando nos preparábamos para la Confirmación todos aprendimos que gracias al Sacramento llegaríamos a ser soldados de Cristo, y realmente no era broma. Tal vez no era, en lo personal, como me lo esperaba: uno cuando tiene quince, o dieciséis años, se imagina escenas de caballeros medievales, cruzadas… o humildemente tratar de convertir al típico compañero de curso que cuestionaba y hasta se reía de la Iglesia Católica, en cosas muy básicas. Lo repito: no era como me lo esperaba. Ser soldado es, quizá más de acuerdo con lo que decía don Bernardo O’Higgins, en una carta a un general argentino:

"Conservo sólo mi honor, la memoria del bien que alcancé, y no me agita pasión alguna. Antes de vencer a mis enemigos, aprendí a vencerme a mí mismo".


Palabras de un hombre de armas que nos pueden bien ilustrar lo que verdaderamente queremos decir cuando somos soldados de Cristo: vencerme a mí mismo como un esfuerzo constante por, en la vida cotidiana, dejar de hacer tanto caso a mi ego y sus berrinches en mi interior; mirar más ampliamente la vida y no tomarla sólo como una ocasión para satisfacer mis propias necesidades; tratar de dominar mi orgullo, mi mal carácter y descubrir que no siempre mis palabras son constructivas… reitero: quien ha asumido su fe como un camino de crecimiento personal estará de acuerdo conmigo que es una lucha, no contra elementos exteriores, sino contra las tinieblas que viven en mi corazón. ¿Cuándo termina esta lucha? No termina. Hasta el último momento estoy tratando de ser mejor. Es lo que se llama conversión. Nunca dejo de convertirme (esto es, cambiar todo lo que no está de acuerdo con el Evangelio y su camino de liberación) pero, a lo largo del camino, una paz brota del íntimo del corazón: la paz de saber que lo que estoy haciendo, los esfuerzos en los que me fatigo y en lo que estoy, los estoy haciendo bien. Bien cansado y bien soñoliento me entrego a la paz que recibo después de haber fatigado tanto. Pero sé que eso no es todo: a pesar del esfuerzo, sé que el ser mejor depende de la fuerza que Alguien me dará, cuando las mías se desvanezcan. Porque Él me da la luz que yo no tengo, para vencer mis tinieblas. Por eso, me entrego a la misericordia de Dios, porque Él es el sentido y el motivo de mi fatiga: siguiendo su camino.

La confianza en Dios debe ser el eje de nuestros pensamientos y de nuestras acciones. Si bien lo miramos, en realidad, los principales personajes de nuestra vida son dos: Dios y nosotros.
Mirando a estos dos, veremos siempre bondad en Dios y miseria en nosotros. Veremos la bondad divina bien dispuesta hacia nuestra miseria, y a nuestra miseria como objeto de la bondad divina. Los juicios de los hombres se quedan un poco fuera de juego: no pueden curar una conciencia culpable ni herir una conciencia recta.

(Albino Luciani [Juan Pablo I]).

Tomemos nuestra fe como un camino válido para crecer, para dejar las tinieblas que no nos dan paz, y ampliemos nuestra mirada para poder ver los signos de vida y de muerte que nos rodean; para hacer crecer la vida y denunciar la muerte. Y si alguna vez creemos que el camino es insuperablemente difícil, recordemos la segunda lectura que hoy la liturgia nos regala, para recordar ante todo que nuestra vida tiene un segundo personaje además de nosotros mismos –como decía más arriba el Papa Juan Pablo I- y que, por lo mismo, no caminamos solos:

Piensen en aquel que sufrió semejante hostilidad por parte de los pecadores, y así no se dejarán abatir por el desaliento.


Oh Dios, que has preparado bienes inefables para los que te aman; infunde tu amor en nuestros corazones, para que, amándote en todo y sobre todas las cosas, consigamos alcanzar tus promesas, que superan todo deseo.

1 comentario:

  1. Exelentes homilías Jose Ignacio... me alegra recirlas cada semana en mi correo... Te sigo agradeciendo...

    GRACIAS


    Ahhh y felicidades por las encustas...

    te invito a ver nuestra nueva web

    www.pastoralsede.com

    Un abrazote

    chau chau

    Pd: En nuestra web también puedes dejar tu msje y una fotito ;) dale

    nos vemooos

    chau chau
    Claudio Fernández Bolton

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