Vendan sus bienes y denlos como limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni destruye la polilla. Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón.
Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta. ¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlos. ¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así! Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora va a llegar el ladrón, no dejaría perforar las paredes de su casa. Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada».
Pedro preguntó entonces: «Señor, ¿esta parábola la dices para nosotros o para todos?». El Señor le dijo: «¿Cuál es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor pondrá al frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento oportuno? ¡Feliz aquel a quien su señor, al llegar, encuentre ocupado en este trabajo! Les aseguro que lo hará administrador de todos sus bienes. Pero si este servidor piensa: “Mi señor tardará en llegar”, y se dedica a golpear a los servidores y a las sirvientas, y se pone a comer, a beber y a emborracharse, su señor llegará el día y la hora menos pensada, lo castigará y le hará correr la misma suerte que los infieles.
El servidor que, conociendo la voluntad de su señor, no tuvo las cosas preparadas y no obró conforme a lo que él había dispuesto, recibirá un castigo severo. Pero aquel que sin saberlo, se hizo también culpable, será castigado menos severamente. Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más.
Lc 12,32-48
Cuando emprendemos un viaje, es natural calcular, respecto a los días que estaré en mi lugar de destino, cuánta ropa llevaré, si existirá la posibilidad de lavarla, qué clima habrá –porque será diferente planear un viaje a la playa en verano que a la montaña en pleno invierno-, alguna cosa para entretenerme, material para trabajar y todas y cada una de las minucias que formarán parte del cotidiano en un lugar en el que estoy de paso. Una cosa es importante: que la maleta no pese mucho, para poder llevarla cómodamente. Entre los seres humanos hay quienes necesitan muy poco y llevan pocas cosas en su maleta, y otros que necesitan exactamente lo mismo –poco- pero llenan la maleta con cosas que me podrían servir, pero que no están seguros si las ocuparán durante el viaje. La mayor parte de los casos se verá que, como se dice popularmente, llevó las cosas a pasear, porque hubo algunas que no ocupó.
Por eso es bueno planificar con qué cosas voy a llenar mi maleta para el viaje que debo emprender. Esta semana las lecturas del Domingo nos ofrecen una buena guía sobre lo que puedo llevar en mi equipaje para el viaje de la vida. Es bello definir la vida como un viaje. Nos da la idea de estar de paso, que vivimos experiencias de todo tipo pero siempre, salvo raras excepciones, la alegría y el dolor siempre tienen un principio y un final. Así como la felicidad parece ser pasajera, el dolor también lo es, aunque pareciera ser más duradero que la alegría.
¿Y qué debemos llevar para el gran viaje de la vida? Leamos en esta clave la Palabra para este domingo, que sin duda será de provecho para todos nosotros al descubrir nuevas claves para nuestro día a día.
La primera indicación la recibimos escuchando la primera lectura, recordándonos algo con lo que podríamos llenar páginas enteras de reflexión –y por eso prefiero dejar insinuado el tema, para que después cada uno lo siga pensando… esa es la idea-: la serenidad.
Diste a los tuyos una columna de fuego,
para que les sirviera de guía en un
camino desconocido
y del sol inofensivo en su gloriosa emigración.
Sabiduría 18,3
Serenidad como una manera de mirar la vida –con todos sus momentos, repito, de alegría y de dolor- y de enfrentarla. Como decía el Papa Juan XXIII (1958-1964):
Hay noches que no duermo, pensando en cómo solucionar tal o cual problema en la Iglesia: que este obispo acá, que este otro problema por allá… pero llega un
momento en que me digo: Juan, ¿por qué desvelarse? Tú tienes que hacer tu tarea,
pero… deja que el Espíritu Santo actúe. Él es el que nos guía y abrirá los
caminos para que las cosas se arreglen. Y con este pensamiento consigo dormir”.
Las preocupaciones son fruto de un corazón que vive, ama y lucha. Sobre todo cuando la situación económica no es de las mejores y tenemos una familia que alimentar, vestir y educar. Pero, así como el Papa lo hacía con el peso de toda la Iglesia, ¡recuerda que no vas solo por el camino! Deposita todos tus sudores en el Señor, que va a ayudarte a luchar con tus mejores fuerzas y a obtener lo que deseas en tu día. Tarde o temprano, los frutos de tu confianza se verán con pequeñas puertas que se abren ante tu horizonte.
Serenidad, como certeza que no camino solo sino que hay Alguien que está conmigo y que sólo podemos ver con los ojos de la fe. Es cierto que algunos a nuestro lado encontrarán ridículo que, en plena edad informática, con adelantos nunca antes vistos, el tema de la fe suena algo de tiempos antiguos. El Papa Benedicto XVI lo planteaba de esta misma manera en su mensaje al mundo la pasada Navidad:
Pero, ¿tiene todavía valor y sentido un "Salvador" para el hombre del tercer
milenio? ¿Es aún necesario un "Salvador" para el hombre que ha alcanzado la Luna y Marte, y se dispone a conquistar el universo; para el hombre que investiga sin límites los secretos de la naturaleza y logra descifrar hasta los fascinantes
códigos del genoma humano? ¿Necesita un Salvador el hombre que ha inventado la comunicación interactiva, que navega en el océano virtual de internet y que,
gracias a las más modernas y avanzadas tecnologías mediáticas, ha convertido la
Tierra, esta gran casa común, en una pequeña aldea global? Este hombre del siglo
veintiuno, artífice autosuficiente y seguro de la propia suerte, se presenta
como productor entusiasta de éxitos indiscutibles.
Sin embargo… este hombre, sigue diciendo el Papa,
Se muere todavía de hambre y de sed, de enfermedad y de pobreza en este tiempo
de abundancia y de consumismo desenfrenado. Todavía hay quienes están
esclavizados, explotados y ofendidos en su dignidad, quienes son víctimas del
odio racial y religioso, y se ven impedidos de profesar libremente su fe por
intolerancias y discriminaciones, por ingerencias políticas y coacciones físicas
o morales. Hay quienes ven su cuerpo y el de los propios seres queridos,
especialmente niños, destrozado por el uso de las armas, por el terrorismo y por
cualquier tipo de violencia en una época en que se invoca y proclama por doquier
el progreso, la solidaridad y la paz para todos. ¿Qué se puede decir de quienes,
sin esperanza, se ven obligados a dejar su casa y su patria para buscar en otros
lugares condiciones de vida dignas del hombre? ¿Qué se puede hacer para ayudar a los que, engañados por fáciles profetas de felicidad, a los que son frágiles en
sus relaciones e incapaces de asumir responsabilidades estables ante su presente
y ante su futuro, se encaminan por el túnel de la soledad y acaban
frecuentemente esclavizados por el alcohol o la droga? ¿Qué se puede pensar de
quien elige la muerte creyendo que ensalza la vida?
¿Cómo no darse cuenta de que, precisamente desde el fondo de esta humanidad placentera y desesperada, surge una desgarradora petición de ayuda?
Una desgarradora petición de ayuda, que todos experimentamos, cuando necesitamos un sentido más allá que lo que puede ofrecernos lo material, cuando nos damos cuenta que el sentido de la vida no es sólo lo bien que nos puede ir en nuestra profesión, o cuando descubrimos que vivimos momentos de soledad a pesar de estar rodeados de seres queridos y personas que nos aprecian. ¿Qué se descubre allí? Que tenemos un corazón que no se llena con cualquier cosa. Que tenemos dentro de nosotros un espíritu que grita por algo que lo alimente con más sentido, con respuestas, con confianza, con serenidad de saber que mi camino no lo estoy haciendo en vano y… regresamos al punto de partida. Todo lo que tengo, todo lo que lucho, todo lo que amo, todo lo que vivo, ¿Para qué lo hago? ¿Cuál es el sentido de esta vida en la que estoy?
Y es aquí cuando, para el hombre creyente, la repuesta viene fuerte: Dios se propone como la respuesta al sentido de lo que hago… pero más allá aún… como respuesta al sentido de lo que soy. Es la respuesta que encontraron los primeros que comenzaron este camino de fe, como Abraham, su esposa Sara y tantos otros, como lo menciona la segunda lectura de hoy… caminaron a veces con los ojos cerrados, porque no se veía nada, pero… algo, o Alguien, les daba la clave y la fuerza para avanzar hacia algo que en un principio se vio sólo como promesa, pero el Señor siempre cumple sus promesas.
Este domingo, el Evangelio continúa la narración de los domingos precedentes y nos ayuda a clarificar aun más el tema de lo que en la vida es importante: en el viaje de la vida, como hemos visto en los domingos anteriores, lo material lo vemos sólo en términos de utilidad… yo uso un automóvil, uso mi ropa, mi dinero… son cosas que se usan en algún momento, mientras se tienen. Y por eso, hay que mirar bien qué se va a usar en la vida: el evangelio nos invita hoy, más que nada, a vender aquello que podemos vender y acumular tesoros en el cielo. ¿Cómo se hace esto? Lo material lo usamos, en vista de lo que perseguimos en el viaje. Y acá viene la pregunta, otra vez, por el sentido: hemos hablado del valor del ser y el hacer hace unas tres semanas, luego reflexionábamos acerca del valor de la oración, la semana pasada dábamos una mirada a lo material en nuestra vida y… ahora parece todo unirse: tú eres creyente, nos dice el Señor hoy. ¿Esperas el Reino, es decir, estás haciendo lo posible para que yo reine en tu corazón? Sí, pero tú sabes que a veces me alejo un poco, respondemos nosotros. Bueno. Ahora te indico una cosa, continúa diciéndonos el Señor: Tú que crees en mí, vive constantemente preparado. Tú no sabes cuándo vendré con más intensidad a tu vida, o cuándo terminará el viaje de tu vida. Por eso, trata de vivir intensamente cada momento, como yo te he enseñado: no les des tu corazón a las riquezas –sabes que hay cosas más importantes que eso… tus seres queridos, tus amigos, algo por qué luchar, ¿recuerdas?-, ama intensamente, porque para eso te puse aquí. Y cuando veas que en tu familia es difícil amar o hace tiempo que se está enfriando la relación con los tuyos, ¡lucha por los que más amas! No dejes que una relación, un amor que un tiempo fue fuerte y bello, se pierda por la rutina. Te he dado dones: manos para trabajar, un corazón para amar, inteligencia… úsalas, porque te pediré cuentas de cuánto has amado y usado esos dones que te he dado. Recuerda sólo una cosa, en medio de la lucha: yo estoy siempre contigo.
Nuestra tarea de vivir como creyentes es poner atención a lo que realmente vale la pena: el amor, la familia, nuestra fe… conscientes que Alguien está con nosotros en el camino, trabajando, luchando, amando. El mejor homenaje que podemos hacerle es vivir amando, trabajando y luchando, con todos los dones con que Él nos ha enriquecido. Quedémonos con este pensamiento al terminar estas líneas, pidiendo al Señor que nos ayude a purificar nuestro corazón de todas las cosas con que nuestro equipaje está lleno y pesado y a llenar nuestra vida con lo que realmente vale la pena, comenzando con el Único Necesario: Él mismo.
Dios todopoderoso y eterno, a quien podemos llamar Padre, aumenta en nuestros corazones el espíritu de hijos, para que merezcamos alcanzar la herencia prometida.
Ciertamente que la clave está en no querer tener nada, ni estimarse en nada y vivir de la fe y la Caridad. No es utopía, ni una idea abstracta... es la libertad de quien desea seguir al Señor muy a su pesar, pero que está prendido de su mirada de amor y su llamado... qué más puedo hacer, sino amarle y amar a mi prójimo en Su Amor.
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