22 DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO- C
Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: «Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: “Déjale el sitio”, y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: “Amigo, acércate más”, y así quedarás bien delante de todos los invitados. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado».
Después dijo al que lo había invitado: «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!».
Nos encontramos, como en el domingo pasado, en medio de un banquete.
No es casualidad: Jesús compara en muchas ocasiones el Reino de Dios –que es el centro de su Evangelio- con un gran banquete. Una fiesta, que es una expresión de alegría, de compartir, de estar juntos, de celebrar algo hermoso que ha sucedido en el seno de la familia.
Jesús quiere que su Evangelio sea vivido como una fiesta.
Nunca me cansaré de recordar que las palabras que resumen su mensaje, el Sermón del Monte, comienzan ocho veces con la palabra felices. Tenemos entonces una clave para, en primer lugar, chequear la naturalidad con que vivimos nuestra fe en la medida de la alegría en que la vivimos. Mi camino hacia Dios tiene que ser hecho con ritmo alegre, con la paz –de la que hablábamos hace dos semanas- de saber que, en los momentos buenos o en los difíciles, Dios está siempre como compañero de camino. Esta paz es fuente de alegría.
Pero ese no es el tema más importante de esta semana, aunque es bueno ponerlo de manifiesto, ya que estamos en medio de lecturas que, durante estos domingos, nos sugieren la idea de una comida en fiesta, donde hay preparado para nosotros un lugar.
Hoy, la pregunta que parece estar de fondo, en medio del discurso del Maestro Jesús, es la siguiente: además de la paz y la alegría, ¿cómo debo vivir mi camino hacia Dios? Y en esta clave aparece un nuevo elemento, que tal vez debamos ponerlo como la base, como el más importante de los otros tres. ¿Qué puede ser más importante que la paz y la alegría en mi vida rumbo hacia Dios? La respuesta es nada más, y nada menos, que la humildad.
Para San Agustín, la humildad es un asunto muy importante. Una vez un joven le escribió una carta preguntándole cuál es el camino más seguro para llegar a la verdad y Agustín le contestó que no había uno, sino tres caminos: el primero es la humildad, el segundo es la humildad y el tercero, igualmente, la humildad. Nos parece obvio, cuando pensamos en una persona santa, que tenga que ser humilde. Gente soberbia, que considera que los demás son incomparables con él, no nos parecen un modelo a imitar, al menos en lo que se referiría a la santidad. Un buen cristiano es humilde. Pero, ¡cuidado! Porque la humildad es una virtud de la que no sabemos mucho… algunas veces la confundimos con una baja autoestima y pensamos que la persona que siempre anda diciendo que no vale nada y es incapaz de todo es una persona humilde… cuidado, porque podríamos tener ante nuestros ojos una persona depresiva o alguien que no se quiere mucho a sí mismo. Y esto no es humildad.
¿Qué es, entonces, la humildad? O mejor, ¿cómo es? Pensemos la humildad como la define Agustín: como un camino. Es una manera de vivir, de indagar, de consultar, de mirar la vida… como el gran filósofo francés René Descartes, que se preguntó sobre todo, incluso sobre sí mismo, siempre llevando una duda. Su método de hacer filosofía es una gran duda. Despojado de todo prejuicio y de toda seguridad intelectual comenzó a encontrar respuestas ante la vida y sobre sí mismo. Llegó a la famosa conclusión de demostrar su propia existencia por la sencilla razón de hacer aquello que define al ser humano: pensar. Aquella facultad maravillosa, que nos hace mirarnos a nosotros mismos, nuestra vida, y continuamente ofrecernos la posibilidad de andar más profundo en nuestro camino, para él era sinónimo de existir. Pienso, luego existo. A través de la duda, de la sencillez en su búsqueda, el sabio Descartes desarrolló su pensamiento, lo expandió mucho más. Porque se atrevió a preguntar. Se atrevió a salir del pedestal de su sabiduría –porque sin duda que se trataba de un hombre muy sabio- y tuvo la valentía de decir no sé. Esto me recuerda un hecho que me contaba un fraile, que en su primer día de clases como alumno en la carrera de Historia de la Iglesia en la Universidad Gregoriana en Roma, escuchaba estas palabras de un prestigioso profesor: La primera cosa que ustedes deberán aprender en este estudio es a decir “no sé”. Porque el humilde, el valiente, el sensato y el sabio son capaces de reconocer sinceramente su ignorancia. En cambio, el soberbio, el cobarde, el insensato y el estúpido no son capaces de reconocer su ignorancia y nunca tienen la valentía de decir delante de otro “no sé”.
Estamos claros que la humildad es un camino que se hace a partir de lo que reconozco que falta, o no sé, en mi vida. Pero pongamos la pista un poco más complicada: reconocer los defectos puede ser en algún momento fácil, ¿no? Decíamos más arriba que hay personas que se quieren poco, y esto es negativo: no se cuidan, no se preocupan al menos un poco de su apariencia, siempre andan amargados… y el mandamiento más importante dice, en su segunda parte, amarás al prójimo como a ti mismo. Y, si no te amas a ti mismo, ¿Cómo vas a amar al prójimo? No estoy acá promoviendo la vanidad, por favor… sino que un sano y sensato amor por mi persona, reconociendo que soy creación de Dios, salido de sus Manos, como el sol, como la luna, como las montañas y los paisajes que me deslumbran con sus colores y la luz… Dios no creó la basura. Esa la creó el hombre. Por eso, no puedo decir con tanta soltura de cuerpo que todo lo que hay en mí es negativo. El salmo 139, que aparece en nuestras Biblias con el número 138 entre paréntesis, es un canto de acción de gracias al Señor por la obra que el salmista –quien escribió el salmo- ve en… él mismo. Comienza con las palabras Señor, tú me sondeas y me conoces… y luego, observando que el Señor está siempre con él, con cariño reconoce que incluso en el momento en que era bordado en las entrañas de la tierra el Señor velaba por él. Te doy gracias, porque he estado formado de manera estupenda: ¡son estupendas todas tus obras! Y mi alma lo reconoce plenamente (Sal 139,14).
Gracias, Señor, por mi vida, tenemos que ser capaces de decir. Más aún, ser capaces de decir, como el salmista: Gracias, Señor, por mí. Y esta es la segunda parte de la humildad: reconocer no sólo los propios defectos, sino también las propias virtudes.
Hagamos un ejercicio muy sencillo: tomemos una hoja de papel, y hagamos una línea vertical sobre ella en el medio, quedando dividida en dos. A la izquierda, escribamos todos nuestros defectos, mientras que a la derecha, todas nuestras virtudes. Ahora esperaré unos veinte minutos –para que haya tiempo de sobra para pensar, ¿no?- … bien, ahora que han pasado los veinte minutos, veamos lo que se ha escrito en la hoja. ¿Qué pasó? Tu parte izquierda –los defectos- está llena, incluso hasta falta espacio, mientras que a la derecha se ven sólo cuatro o cinco palabras, como mucho. ¡Cuesta bastante reconocer lo bueno de uno mismo, por miedo a caer en la soberbia! Pero no nos confundamos: se puede reconocer lo bueno que tengo, y después decir: gracias, Señor, porque esto es tuyo. Porque me diste el don de ser bueno para las matemáticas, porque puedo cocinar muy bien, porque puedo hablar en público sin ponerme nervioso, porque ese examen se me hizo muy fácil porque tengo facilidad para ese curso… todo esto viene de Ti. Reconocer que no es tuyo, sino que son regalos que Dios puso en tu vida. Dones para desarrollarlos, y sobre todo, dones para compartirlos.
Compartir… con esta palabra podemos apreciar la segunda parte del Evangelio de hoy. En el banquete, no hay ni superiores ni inferiores. No son inferiores los que ponen el pan a la mesa y nos sirven los platos, o los que están lavando allá adentro en la cocina… esos son más importantes que nosotros. En una de esas, en el banquete del Reino de los Cielos el mismo Señor se levantará de la cabecera de la mesa varias veces para servirnos más pan, para asegurarnos que hayamos comido bien o para lavar los platos…
Decíamos que compartir es una buena palabra para mirar este Evangelio en la parte final: además de la humildad es importante el aprender a dar sin recibir nada a cambio. Una cosa a la que nos estamos desacostumbrando. Porque hoy por hoy todo tiene precio: guardar tu dinero en un banco –donde hay que pagar un dinero extra para la “mantención de la cuenta”- recibir un monto de una financiera –que, no obstante, pregona que ofrece dinero o pagos convenientes, pero a la hora de pagar aparecen en nuestros presupuestos las llamadas “tasas de interés”- o las consabidas cuentas de cosas más simples: agua potable, gas, electricidad… pocas cosas son gratis. Jesús, al pedirnos que cuando hagamos un banquete, invitemos a los que no nos pueden retribuir nada, nos está diciendo que no debemos acostumbrarnos a relacionarnos con el otro de acuerdo a la ganancia que pueda obtener: un empleado con su patrón, un alumno con el profesor, entre dos colegas… será búsqueda de fama, prestigio, éxito, promoción… pero jamás una verdadera amistad o amor.
En fin, podríamos seguir diciendo tantas cosas… pero recapitulemos con esto: humildad es, con las palabras de Santa Teresa, andar en la verdad. Porque me ofrece la perfecta oportunidad de saber quién soy en realidad, con mis auténticos defectos y mis auténticas virtudes, y así pisar firme en la vida y no buscar las cosas demasiado difíciles –como dice la primera lectura-, es decir, las cosas que sobrepasan mis fuerzas… las cosas que no están a mi alcance. Es caminar firme en la vida, como los atletas que miden sus fuerzas en los Juegos Olímpicos con otros y, mientras entrenan, conocen sus flaquezas y sus fortalezas. No por casualidad en la Grecia antigua, sobre el estadio en que se llevaban a cabo las antiguas Olimpíadas, había un enorme cartel que decía: Conócete a ti mismo. San Agustín, tomando esta frase, dice: ¡Conócete a ti mismo, eso es humildad!
Que el Señor nos ayude a conocernos, dejando de lado las ilusiones de creernos lo que no somos, y así podamos vernos tal y como somos delante de nosotros mismos y delante de Dios mismo. Así, nuestra vida será más auténtica, nuestra paz será más auténtica y nuestra alegría será más auténtica, porque me alegraré que Dios ha puesto dones bellos en mi camino mientras que Él mismo va ayudándome en las cosas que me cuestan. Caminando serenamente, siempre.
Dios todopoderoso, de quien procede todo bien, siembra en nuestros corazones el amor de tu nombre, para que, haciendo más religiosa nuestra vida, acrecientes el bien en nosotros y con solicitud amorosa lo conserves.
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