23 DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Caminaba con él mucha gente, y volviéndose les dijo:
«Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío.
El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío.
«Porque ¿quién de ustedes, que quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si tiene para acabarla?
No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo vean se pongan a burlarse de él, diciendo:
"Este comenzó a edificar y no pudo terminar."
O ¿qué rey, que sale a enfrentarse contra otro rey, no se sienta antes y delibera si con diez mil puede salir al paso del que viene contra él con veinte mil?
Y si no, cuando está todavía lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz.
Pues, de igual manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.
Lc 14,25-33
Este domingo, comienzan los problemas… el Evangelio de hoy aparece como uno de esos en que el Maestro es demasiado exigente. Nos pide “odiar” al padre y a la madre, a la familia entera y hasta a nosotros mismos. ¿No parece eso estar en abierta contradicción con el cuarto mandamiento de la Ley de Dios, que ordena honrar padre y madre? Como primera cosa, es necesario hacer una salvedad cultural: este odiar es una manera de hablar típica del tiempo de Jesús. En la lengua aramea –la que hablaba Jesús y el pueblo en aquel tiempo en Palestina- la expresión odiar significa “dejar de lado, postponer, poner en un lugar inferior”. Es como cuando en Chile se dice, por ejemplo: donde el diablo perdió el poncho, cosa que sólo en Chile se entiende (que, para los no chilenos que leen estas líneas, significa “un lugar muy lejano”) o cuando en Venezuela se dice: cachicamo llamando conchudo al morrocoy (que significa básicamente: “el roto hablando del descosido”). Son maneras de hablar propias de cada lugar, que en el caso del Evangelio permaneció presente en el texto. Con esta aclaración previa, podemos hablar con mayor tranquilidad del Evangelio de esta semana.
Hemos hablado de la exigencia de seguir al Maestro en total autenticidad, no confiando en la tradición de nuestro camino espiritual, sino que haciéndolo nuestro, porque al Señor se conoce como una persona viva –hace dos semanas atrás- y la humildad, junto con la serenidad y la confianza, son las actitudes básicas para asegurar que conoceremos la verdad –la semana pasada-. Hoy el Evangelio nos propone un nuevo paso –permítanme que les ponga de manifiesto que la Liturgia no inserta los Evangelios al azar, sino que es un camino a lo largo del año, para ayudarnos a vivir y madurar nuestra vida de cristianos- ¿Y cuál es el nuevo paso de esta semana? El paso de la seriedad con el que debemos considerar el hecho de ser cristianos.
Con estos textos del Evangelio es natural que nos quedemos un poco incómodos –ojalá quedemos así- porque nos plantea algo que está un poco más allá de la respuesta que estamos dando hoy al Maestro Jesús, y nos pone de manifiesto lo que nos falta, más allá de lo que hemos caminado. Es como la expedición de montañistas que suben el monte Everest: Hay momentos en que miran hacia abajo –y se dan cuenta que han ascendido cuatro, cinco o seis mil metros, han superado tormentas de nieve y picachos peligrosos- y otras en que miran hacia lo alto y la cima parece tan lejana… a dos, tres o cuatro mil metros más arriba. Hoy estamos mirando a la cima. Cada uno desde su ubicación en la montaña. Y los pasos siempre difíciles nos los indica el Señor: poner a Dios en el primer lugar y renunciar a todos los bienes.
A estas alturas, me pregunto, ¿Es una exigencia optativa –es decir, sólo para algunos- o todos debemos asumir estas palabras del Maestro? Muchos piensan que poner a Dios en el primer lugar, por ejemplo, significa poco menos que hacerse cura o monja, como si hubiera oposición entre el amor a la familia y el amor a Dios… y no es necesariamente así. En este Evangelio, el Maestro nos está pidiendo que amemos a Dios sobre todas las cosas –un mandamiento bastante antiguo- inclusive por sobre los que amo. En el fondo, tener a Dios como Dios. Del resto –del camino que tome como expresión de mi amor a Dios y de mi ser cristiano, sea como padre o madre de familia, o como religioso, religiosa o sacerdote, es otra cosa- es harina de otro costal. Dicho en otras palabras: cristiano es quien ama a Dios por sobre todas las cosas. Incluso sobre los que amo.
Si es así, ¿Sólo debo amar a Dios y no debo amar a mi familia? No. Mira a Jesús, que nació en el seno de una familia, la de María y de José. ¿Podemos imaginar a Jesús como un mal hijo, que no amaba a su madre María y a su padre adoptivo José? Obviamente no. Era una familia que se amaba, y que dentro de su vida sencilla estaba Dios presente siempre. Por ejemplo, lo dice el Evangelio de San Lucas: Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua (Lc 2,42). Desde aquí podemos entender mejor la situación: Dios, para el cristiano, es siempre lo más importante; luego, mi prójimo, a quien amo a mí mismo. Y un lugar especial lo tienen los seres que más amo: mis padres y mi familia. Ese es el orden de cosas a la manera de Jesús, a la manera de Dios. Por lo tanto, el dejar a Dios siempre el primer lugar es una exigencia para todos, laicos, religiosos, sacerdotes, obispos, el Papa… este Evangelio nos habla a todos de acuerdo con lo que tenemos que rescatar en nuestra vida –nuestra fe- y lo que tenemos que dejar de lado –cuando las demás cosas entran en conflicto con mi fe-. Si una persona querida para mí, que no conoce a Jesús, comienza a burlarse de mi fe, ¿qué hago? ¿Me quedo callado y hasta le sigo la corriente en lo que dice, o le pido respeto al menos porque no sabe lo que está diciendo sobre algo que es de capital importancia para mí?
En esas pequeñas cosas se descubre la incidencia que la fe tiene sobre mi vida diaria. Para algunos esto sonará muy radical, pero tiene mucho sentido, sobre todo cuando los que están alejados de la Iglesia dicen de los que van cada domingo a misa: Los católicos que van a misa son unos hipócritas: se golpean el pecho en la iglesia y después salen y siguen igual como siempre. Los que dicen esto no están tan alejados de la realidad. Muchos no se acercan a Jesús porque nos ven –nos ven, a ti y a mí, no sólo a los sacerdotes u obispos, sino a todos los cristianos, a toda la Iglesia- a nosotros, que deberíamos ser los más convencidos de lo que celebramos cada domingo, de lo que oramos, de lo que nos alegramos en creer… nos ven muchas veces como lo contrario de lo que creemos: creemos en el Amor por sobre todo, en la paz, en el Reino de hermandad, de justicia, de igualdad… y en nuestras comunidades cristianas a veces se transparenta lo contrario y vemos doble estándar, conflictos de poder, egoísmos y los últimos chismes sobre la vida de tal o cual hermano o hermana… no nos extrañe, cuando pase esto en nuestra comunidad, que no se acerquen otros a nuestras celebraciones.
Alguno puede estar sonriendo y hasta con deseos de pegar unas palmaditas en la espalda al autor de estas líneas diciendo: Jejejeje, no nos pongamos dramáticos… no es necesario transformarse en un fanático religioso… eso molesta a la gente normal. Pero entendámonos bien: ser coherente con la propia fe no significa colgarse símbolos religiosos y andar con la Biblia debajo del brazo las 24 horas del día –eso dejémoslo para cuando alguien te pida que des testimonio con tus propias palabras-, sino que, ante todo, hacer realidad con las obras lo que creo. ¿De qué sirve una fe sin obras? La mediocridad es un lujo demasiado peligroso que nos podemos dar: ante muchos, y lo más triste, ante los más jóvenes, nuestra fe se ve como algo sin fuerza, sin pasión. Cuántas veces, cuando el Papa se reúne con los jóvenes, se asoma el mismo tema: ¿Se puede ser cristiano en una época como esta? Y aparecen los temas de la droga, del alcoholismo entre los jóvenes, estigmatizándolos como una generación mala, marchita antes de florecer… cuando precisamente –y esto también lo ha hecho notar el Papa- esas vías de evasión son las únicas salidas que muchos encuentran ante una sociedad que les ofrece muchos bienes para consumir, pero pocos valores; muchos modelos bien vestidos, pero pocos modelos de vida; muchas sonrisas en la prensa, pero poca felicidad auténtica… y una vida vivida con pasión, con auténtico sentido, con intensidad, llena de lo más noble y bello es –todavía- el objetivo que perseguimos todos. Y nuestros jóvenes miran las generaciones adultas, a los políticos, a la Iglesia, a los principales actores de la sociedad, y a menudo ven doble estándar, interés por el dinero y los bienes materiales, corrupción, pocos ideales… y no les vienen muchas ganas de ser adultos. No quieren formar parte de lo mismo. Como a veces también nosotros nos cansamos de lo mismo.
¿Quién hará mostrar ante los ojos de los demás que aún existen ideales nobles por qué vivir? ¿Esperaremos eternamente mirando al cielo la venida de otro Mesías, que venga a salvar la humanidad? Creo que el camino es un poco diferente, y la solución es más humilde –con toda la carga que tiene la palabra humildad en sentido cristiano-: basta con que hagas crecer lo noble que hay en ti, y lo compartas. Basta con que calcules bien –como lo dice el Evangelio de hoy- tus opciones de vida, incrementes tu proceso de conversión, siendo mejor, y eso lo manifiestes con tu vida. Las palabras y los testimonios vendrán por añadidura, cuando seas consecuente con lo que crees. Y esas palabras, basadas en una vida vivida con sentido, serán escuchadas. Recuerda: las palabras empujan, pero los ejemplos arrastran. Y tanto tú como yo tenemos la hermosa responsabilidad de dejar mejor este mundo luego de nuestro paso por él. En tu familia, por ejemplo, transmitiendo la fe que profesas a tus hijos y parientes más próximos. La fe no se aprende en la capilla, en el templo o en la parroquia. Se comparte en ella, se profundiza, se celebra en los sacramentos, en el culto dominical… pero son los padres quienes enseñan a sus hijos quién es Dios.
Estamos invitados a considerar nuestra vida a la luz de Dios. Mirar nuestra autenticidad en lo que creo, manifestado en la vida. Lo repito: en esta época no podemos permitirnos ser mediocres. Hay tantos así, que hacen ver nuestra fe como algo falso, como algo sin alma… que no le estamos haciendo ningún favor al Señor con el doble estándar. ¿Vamos a seguir engrosando la larga lista de cristianos mediocres, siempre pensando en sí mismo y no en los demás, no haciendo un esfuerzo mayor en perdonar y entender al que piensa diferente, o eres capaz de ser más, de dar un paso más adelante en tu fe? Como nos ayuda a reflexionar la primera lectura de hoy, que podamos día a día pedir la ayuda del Señor para discernir qué quiere de nosotros, para ser más auténticos y tomemos en serio lo que decimos ser: cristianos. El Señor nos ayudará con toda su Gracia para ser más fieles.
Señor, tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de Padre, y haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna.
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