14 de marzo de 2010

Qué felices éramos


Reproducimos la columna de Tito Matamala del Diario El Sur de Concepción de hoy. Muy interesante:

Unos días atrás había visto la película "Up in the Air", y en ella el personaje que interpreta el actor George Clooney se despacha una filípica sobre el equipaje que debemos llevar en la vida: no más que una mochila de esas que usan los escolares. El resto es siempre pérdida, pero sobre todo es ancla, una estúpida ancla.
Aquí algunos de nosotros los terremoteados recién empezamos a comprender esta preclara idea del equipaje, de las propiedades y del absurdo que es apegarse a los objetos inútiles que se transforman en lastre ante las desconocidas que nos pega la naturaleza.
Le cuento, señora Kika, que debo desocupar mi departamento para permitir la entrada de los maestros que lo van a reparar. Mi edificio ha resistido bien, como un elástico, pero este humilde residente ya casi se quiebra en las rodillas, como una estatua de yeso.
Si me pareciese un poco al personaje de George Clooney, mis propiedades se reducirían a media docena de camisas, dos libros de cabecera y tal vez un cortaúñas. Nada más, y así podría haber arrancado hasta el otro lado de los Andes para no padecer más el pánico de las réplicas, el temor inmediato a la insolvencia económica.
Y el otro temor: no saber cuándo volveremos a recuperar la rutina de penalistas un tanto adormilados por el aire de provincia. Qué felices éramos aquel viernes 26 de febrero. He leído que los sicólogos recomiendan justamente eso, la recuperación de las rutinas, como un paso para sanar las llagas del alma. Vuelva usted a ver su programa favorito de televisión por cable, destape una botella de tinto y mánchese las comisuras de los labios de puro placer, abra el libro en la página que había marcado aquella noche del espanto y regrese a esa novela pendiente. O bese a su amada como si nadie tuviese la culpa de nada.
A mí no me ha resultado, todavía estoy atrapado en un tránsito de gitanos, con un cepillo de dientes en el bolsillo y con los mismos pantalones con que huías noche, ahora entierrados y sebosos.
Lo sé, otros hombres y mujeres valientes han sabido sobrellevar con más entereza el momento amargo que nos ha golpeado, he escuchado voces optimistas y trato de creer en ellas: lo peor ya ha pasado.
Y es posible. Sin embargo, se ve lejano el día en que nosotros los miedosos dejemos de tiritar y volvamos a respirar con algo de tranquilidad. Cada vez que sufrimos una réplica fuerte, un remezón tectónico despiadado, rogamos al azar para que éste sea el último zapatazo del destino. Es una tesis que no prospera.
Tal como usted, señor, ansío llegar el día en que vea noticias en televisión mientras almuerzo, o mis noches cálidas en que espero de madrugada los periódicos por internet, o mi rutina del domingo que consiste en llegar a Chiguayante para un asado con vino y cerveza en la casa de mis amigos que hoy me acogen.
Tal como usted, señor, quisiera ser el mismo de antes, si es que ello fuese posible.

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