HOMILÍA
SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como nadie en el mundo podría blanquearlas.
Se les apreció Elías y Moisés conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús:
-- Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Estaban asustados y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube:
-- Este es mi Hijo amado; escuchadlo.
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús los mandó:
-- No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos.
Esto se les quedó grabado y discutían que querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.
Mc 9,2-10
Jesús sube a Jerusalén, a la ciudad que asesina a los profetas. Sólo hace seis días que anunció su pasión y muerte y que reprendió severamente a Pedro, que trataba de apartarle de su camino. Ahora toma consigo a los tres discípulos que serán testigos más tarde de su agonía en Getsemaní, y sube con ellos a la montaña para manifestarles la gloria que esconde en su humanidad. Es un momento solemne. Aparecen con él Elías y Moisés, la ley y los profetas. Pedro toma la palabra y dice: "Maestro, ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Pero no sabe lo que dice. La respuesta del cielo no se hace esperar: Este es mi Hijo amado; escuchadle". El Padre da testimonio de Cristo. Es el Hijo de Dios, el amado, es el Hijo que el Padre entrega a la muerte por amor a los hombres. Es el Hijo obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso Cristo desciende de la montaña, y con él sus discípulos. No ha sido más que un alto en el camino que sube a Jerusalén.
Las palabras de San Pedro son el intento de detener la marcha hacia Jerusalén. Pero no ha llegado aún la hora de complacerse en el triunfo. La Transfiguración del Señor es sólo un anticipo de la Resurrección y un aliento para seguir caminando hasta que todo se haya terminado, hasta que toda la voluntad del Padre se haya realizado en el abandono de la cruz.
Jesucristo, el Señor, el Hijo de Dios, conduce a su Iglesia hoy por el mismo camino. Es preciso que nos atengamos siempre a su palabra: "El que quiera venir en pos de Mí, tome su cruz y sígame".
La Historia de la Salvación es un diálogo con Dios. No es un idilio, aunque sí es un diálogo de amor. Pero el amor es exigente. Ahí tenéis el caso de Abrahán: es un hombre que ha tenido que renunciar a todo su pasado, a su patria y a su parentela. Un hombre que ahora tiene que renunciar también a su futuro. Es un patriarca para quien la felicidad es el único hijo de sus entrañas. Isaac no es solamente un hijo, es todo el futuro de Abrahan, el heredero de todas las bendiciones y de todas las promesas. Y ahora, el mismo Dios que prometió que Abrahán sería el padre de una gran descendencia, es el que le exige el sacrificio de su único hijo. Abrahán, esperando contra toda esperanza, pone a su hijo en las manos de Dios. Es decir, pone todo su futuro en las manos de Dios. Es una prueba. Abrahán demuestra su fidelidad y se convierte en padre de todos los creyentes. Dios está en él y con su descendencia. Dios y su amigo Abrahán marcharán en adelante juntos. Pasarán los años y los siglos, y el descendiente de Abrahán, el verdadero heredero de las promesas, el hijo de Abrahán y el Hijo de Dios, Jesucristo, subirá a otra montaña y allí entregará su vida. La alianza se realizará plenamente en la sangre de Cristo. Dios entrega todo a los hombres. Pero en ese mismo acto supremo se pone también de manifiesto la radical obediencia de uno de nosotros a Dios: Cristo es también el hijo de Abrahan, uno entre nosotros.
El amor de Dios a los hombres sigue siendo para nosotros un compromiso. Dios espera nuestra respuesta. El nos ama, pero no es un paternalista que resuelva todos nuestros problemas sin nosotros. También nosotros tenemos que subir a la montaña, tenemos que seguir el camino de nuestro hermano mayor, Cristo. Es verdad que en nuestra marcha hacia la cruz el Hijo de Dios va delante de nosotros. Es verdad que la fe en el amor de Dios es fuerza, aliento, esperanza y consuelo para el caminante. Hay un "Tabor" también para nosotros en el camino que sube a Jerusalén.
Pero sería una vana ilusión convertir ese "Tabor" en una morada permanente, en un refugio, en una evasión de nuestra responsabilidad ante el amor de Dios. Nuestra respuesta insoslayable ha de ser la de Cristo: fidelidad hasta la muerte a la voluntad del Padre, que no es otra que morir por la salvación del mundo. También nosotros somos hijos de Dios por adopción.
También nosotros tenemos que demostrar al mundo que Dios ama a todos los hombres y tenemos que amar a Dios en nombre de todo el mundo.
La Eucaristía que celebramos se convertiría en una simple ilusión y quizá en un hermoso espectáculo si al celebrar el amor de Dios a los hombres, puesto al descubierto en la desnudez de la cruz, no confesáramos nuestra fe, la fe que han de tener todos los hijos de Abrahán, fe contra toda esperanza, en el Dios vivo.
La Eucaristía que celebramos sería un juego de niños si no comprometiéramos nuestras vidas hasta el final para servir al mundo.
EUCARISTÍA 1970/16
Señor, Padre Santo, tú que nos han mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alimenta nuestro espíritu con tu palabra; así, con mirada limpia contemplaremos gozosos la gloria de tu rostro.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
¿Quieres comentar esta noticia?