27 de noviembre de 2008

ESPERAR

1° DOMINGO DE ADVIENTO- B



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
Tengan cuidado y estén prevenidos, porque no saben cuándo llegará el momento. Será como un hombre que se va de viaje, deja su casa al cuidado de sus servidores, asigna a cada uno su tarea, y recomienda al portero que permanezca en vela. Estén prevenidos, entonces, porque no saben cuándo llegará el dueño de casa, si al atardecer, a medianoche, al canto del gallo o por la mañana. No sea que llegue de improviso y los encuentre dormidos. Y esto que les digo a ustedes, lo digo a todos: ¡Estén prevenidos!.


Mc 13,33-37

Tiempo litúrgico nuevo, nuevo año litúrgico. Hemos terminado el ciclo ordinario del año pasado y ahora comenzamos el año “B”, esto es, durante los domingos de este año el evangelista que nos acompañará será Marcos. El hecho que él nos acompaña desde ahora no debiera dejarnos indiferentes: Cada uno de los evangelistas nos da una perspectiva de Cristo; cuatro caminos para llegar al corazón del Evangelio.


Marcos es el Evangelio más antiguo y más breve de los cuatro. De él se servirán Mateo y Lucas. El Evangelio de Marcos es una catequesis, un manual básico para los catecúmenos. Es decir: es un Evangelio hecho para esos miembros de la comunidad que comenzaban su itinerario cristiano. Marcos se propone escribir el “principio” de la Buena Nueva de Jesucristo y levantar el velo sobre la identidad de Jesús. Hizo falta mucho tiempo para que esta identidad sea reconocida por los discípulos y por el pueblo, pues esperaban un Mesías triunfante y no sufriente. Marcos quiere despertar en el catecúmeno, y en nosotros, la misma profesión de fe que Pedro dirá (cf. Mc 8, 29) frente a Jesús que revela su identidad con los hechos de su autoridad, de sus milagros y de sus actitudes. La consigna de silencio que Jesús impone (secreto mesiánico) es para decirnos que quiere recorrer el camino, no de la gloria, sino de la humillación y de la cruz, para salvar a los hombres.

Con esta breve introducción, vayamos al comentario de este domingo: comenzamos el adviento, palabra que viene del latín adventum, que significa venida. ¿La venida de quién? La venida del Mesías, del Hijo de Dios hecho hombre, que celebraremos en Navidad, al final de este tiempo santo.

Pero las lecturas no nos quieren anticipar nada, porque es cierto que ahora, como discípulos del Maestro, se nos invita en este tiempo a esperar, pero no está asegurado que todos hagamos el camino de una manera satisfactoria... podemos llegar muy llenos de Dios y vivir la Navidad “como Dios manda” o dejarnos llevar, como veletas, por los vientos del consumismo y vivir la Navidad muy llenos de deudas que deberemos comenzar a pagar en marzo, sin pie ni intereses, con las tasas más bajas del mercado... pero deudas al fin, como el “precio del espíritu navideño”. Por eso, es clave hacer un camino, que comenzaremos a hacer hoy.

Adviento es el tiempo propicio para tomar conciencia que toda la vida es una espera constante –no sólo el esperar en Dios, que se nos propone desde hoy-, o mejor, en el ser humano hay internamente una constante hambre y sed, una insatisfacción insuperable. Podemos estar viviendo los momentos más felices de nuestra vida y, en el mismo instante, añorando algo más... podemos estar trabajando en algo que nos encanta, pero la mirada está puesta en un “plus”, y nuestros sueños son nuestras esperanzas más fervientes, convertidas en imágenes o en situaciones que deseamos. Es que estamos hechos así: de niños la primera cosa que tuvimos que aprender para sobrevivir en la vida que se nos presentaba como nueva era aprender a esperar en nuestros padres... esperar en ellos, como un gesto de confianza absoluta, porque ellos serían nuestro vínculo más profundo con la vida, nos enseñarían, nos arroparían cuando haría frío y nos darían todo lo necesario para crecer. Esperar en alguien significa confiar en alguien. Confiar que ese alguien no me hará daño y en quien puedo vaciar mi carga de sentimientos, ideas y pensamientos porque hay algo profundo entre la otra persona y yo.

Después, nuestros sueños dependen de la esperanza de poderlos cumplir, que la vida abrirá generosa sus puertas para que yo me realice como persona... la esperanza es como una brújula que apunta constantemente hacia el buen puerto que no he visto aún, pero que sé que existe... la esperanza es la testarudez más saludable que un ser humano puede poseer, que nos hace tener la pretensión de la gota de agua que, a fuerza de golpeteos insistentes, conseguirá horadar la dura roca. Y su esperanza invencible la hace vencer, aunque el esfuerzo permanezca invisible en el continuo devenir de los días. Lo mismo sucede cuando miramos a nuestra sociedad, y observamos quiénes la gobiernan, con cuáles ideas me siento identificado, y qué quisiera yo para el país hacia el futuro. La aparición de un nuevo político, con sus promesas y proyectos, hace reavivar nuestra esperanza y apostamos por él, porque detrás de él vemos la promesa de tiempos nuevos, especialmente para quienes no siempre –o nunca- son favorecidos por las políticas ni públicas, ni privadas. La esperanza en este caso viene acompañada con las promesas de paz, justicia, igualdad, libertad, oportunidades y trabajo, entre otros conceptos.

No en pocas ocasiones, mientras avanzamos con la brújula de la esperanza en la mano, nos vemos desilusionados o angustiados porque nos parece que todas las puertas se cierran ante nuestros ojos: que una persona nos desilusionó, que no me dio el puntaje para acceder a tal o cual carrera, que el amor de mi vida no era lo que decía ser, que no encuentro trabajo en ninguna parte... no pocas veces nos topamos con la esperanza en retirada. Y sin embargo, la porfía nos hace probar y seguir golpeteando la roca, como dice el poeta francés Arthur Rimbaud (1854-1891) después de describir el otoño como la angustia de la vida misma en su poema Adiós: Nada de cánticos: mantener el paso ganado. ¡Dura noche! La sangre reseca humea sobre mi rostro, y no tengo nada tras de mí, ¡salvo este horrible arbolillo!... El combate espiritual es tan brutal como la batalla entre los hombres; pero la visión de la justicia es sólo placer de Dios.
No obstante, es la víspera. Recibamos todos los impulsos de vigor y de ternura real. Y, a la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.
Ardiente paciencia... pero, si la vida nos da tantos golpes, ¿Desde dónde plantear la esperanza cuando todo resulta oscuro?, o mejor, ¿desde dónde renacer cuando se desvela mi misterio personal y aparezco incluso débil ante mí mismo? Llega un momento en que la vida me interpela y me mira con ojos indulgentes: en realidad la voluntad no lo resuelve todo, porque el cansancio y la debilidad me recuerda que soy un cuerpo, que la mente no está serena, que el deseo de hacer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo. Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero (Rm 7,18-19). Me recuerdo a mí mismo que soy un ser finito, con enormes dones y defectos... que pertenece a una especie que ha elevado catedrales grandiosas, elucubrado las más intrincadas teorías físicas y matemáticas, ha compuesto la música más maravilosa... pero es frágil. Soy frágil. Y cuando el dolor nos toca, somos conscientes de la parte que no aparece tan nítida a la hora de la victoria: mi debilidad. Soy un ser humano.


Un ser humano que tiene dentro de sí un enorme pozo infinito. Una enorme hambre y sed de algo que parece que no se sacia nunca, y que pensamos de saciarla con un collar de perlas, un abrigo de piel, un reloj automático de oro, el celular de moda o las soñadas vacaciones en un paraje exótico... pero no. La fe sirve en este punto a observarnos desde una perspectiva nueva: que este pozo profundo es un ansia de algo, una nostalgia de un sentido... de ser un corazón inquieto que no encuentra descanso. La primera lectura de hoy nos habla de la historia del pueblo de Israel, que mira desde la lejanía del tiempo su propio caminar, y su confianza en su Dios como garantía de felicidad: Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en el. Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos. Estabas airado, y nosotros fracasamos: aparta nuestras culpas, y seremos salvos. Hay una certeza nueva, en el creyente, que tiene experiencia de Alguien, en quien ha puesto su esperanza... y poner la esperanza en Dios significa confiar en Dios; creer, en la vida, que mi destino no está condenado al fracaso, por más escollos que halle en el camino –y no porque Dios se ha transformado en el gasfiter, o en el plomero, o el fontanero de mi vida, a quien llamo sólamente en caso de emergencia-. La fe no es el salvavidas en tiempo de tormentas, sino que la certeza que Alguien camina conmigo cada minuto de mi vida. Esperar en Dios es creer en Él, como san Agustín, que, consciente de las cosas buenas y las cosas difíciles de la vida, pone su esperanza más allá de él mismo:
¿Acaso no está el hombre en la tierra cumpliendo un servicio militar?
¿Quién hay que guste de las molestias y trabajos? Tú mandas tolerarlos, no amarlos. Nadie ama lo que tolera, aunque ame el tolerarlo. Porque, aunque goce en tolerarlo, más quisiera, sin embargo, que no hubiese qué tolerar.
En las cosas adversas deseo las prósperas,
en las cosas prósperas temo las adversas.
¿Qué lugar intermedio hay entre estas cosas,
en el que la vida humana no sea una lucha?
¡Ay de las prosperidades del mundo,
pues están continuamente amenazadas
por el temor de que sobrevenga la adversidad y se esfume la alegría!
¡Ay de las adversidades del mundo, una, dos y tres veces,
pues están continuamente aguijoneadas por el deseo de la prosperidad,
siendo dura la misma adversidad y poniendo en peligro la paciencia!
¿Acaso no está el hombre en la tierra cumpliendo sin interrupción un servicio militar?
Pero toda mi esperanza estriba sólo en tu muy grande misericordia.
¡Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras!
(Confesiones X, 29,40).

Esa es la certeza que nos regala nuestra fe: más allá de nosotros mismos una Fuente está viva, para beber la esperanza necesaria para seguir adelante. Que este tiempo de Adviento sea un momento propicio para mirar dentro de nosotros mismos y preguntarnos: ¿Cuáles son mis esperanzas más profundas? ¿Cuáles han sido mis desilusiones más profundas a lo largo de mi vida? Y, de la mano con las esperanzas y las desilusiones, podamos hacer este camino de Adviento. Pidamos al Señor que nos haga cada día más descubrirlo vivo y presente, para que nuestra esperanza en Él crezca cada vez más, y podamos decir desde nuestro interior, con San Agustín, toda mi esperanza estriba sólo en tu muy grande misericordia. ¡Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras!




Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañado por las buenas obras, para que colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino eterno.

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