12 de julio de 2008

LA DIVINA AGRICULTURA




XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO- A


Un día salió Jesús de la casa donde se hospedaba y se sentó a la orilla del lago. Se reunió en torno suyo tanta gente, que tuvo que subirse a una barca, donde se sentó, mientras la gente permanecía en la orilla.
Entonces Jesús les habló de muchas cosas en parábolas y les dijo:
"Una vez salió un sembrador a sembrar, y al ir arrojando la semilla, unos granos cayeron al borde del camino; vinieron los pájaros y se los comieron. Otros granos cayeron en terreno pedregoso, que tenía poca tierra; allí germinaron pronto, porque la tierra no era gruesa; pero cuando salió el sol, los brotes se marchitaron, y como no tenían raíces, se secaron. Otros cayeron entre espinos, y cuando los espinos crecieron, sofocaron las plantitas. Otros granos cayeron en tierra buena y dieron fruto: unos, ciento por uno; otros, sesenta; y otros, treinta. El que tenga oídos, que oiga".
Los discípulos se le acercaron y le preguntaron:
"¿Por qué les hablas por medio de parábolas?"
Jesús les respondió:
"A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los cielos, pero a ellos no. Al que tiene, se le dará más y nadará en la abundancia; pero al que tiene poco, aún eso poco se le quitará. Por eso les hablo por medio de parábolas, porque viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden. En ellos se cumple aquella profecía de Isaías que dice: "Oirán una y otra vez y no entenderán; mirarán y volverán a mirar, pero no verán; porque este pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y tapado sus oídos, con el fin de no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni comprender con el corazón. Porque no quieren convertirse ni que yo los salve". Pero, dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen. Yo les aseguro que muchos profetas y muchos justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron. Escuchen, pues, ustedes lo que significa la parábola del sembrador. A todo hombre que oye la palabra del Reino y no la entiende, le llega el diablo y le arrebata lo sembrado en su corazón. Esto es lo que significan los granos que cayeron al borde del camino. Lo sembrado sobre terreno pedregoso significa al que oye la palabra y la acepta inmediatamente con alegría; pero, como es inconstante, no la deja echar raíces, y apenas le viene una tribulación o una persecución por causa de la palabra, sucumbe. Lo sembrado entre espinos representa a aquél que oye la palabra, pero las preocupaciones de la vida y la seducción de las riquezas la sofocan y queda sin fruto. En cambio, lo sembrado en tierra buena representa a quienes oyen la palabra, la entienden y dan fruto: unos, el ciento por uno; otros, el sesenta; y otros, el treinta".


Mt 13,1-23


"Esto dice el Señor: Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo..." (Is 55,10)

Lluvia deseada que humedece la tierra seca, haciendo posible la esperanza de una nueva primavera. Lluvia que baja del cielo limpiando el aire y la tierra, barriendo el polvo que ensució el ambiente, manchándolo hasta el punto de no poder respirar. Lluvia que corre por los mil canales que riegan la tierra pobre de los hombres. Lluvia que llena los cacharros, grandes y pequeños, donde guardamos el agua que nos mantiene con vida, la que nos da energía para iluminar nuestras oscuras noches, para calentar nuestros hogares, para llenarlos de música y de palabras, de imágenes vivas...


Aguas tempestuosas, aguas temidas, aguas que se desbordan, que arrastran con ímpetu imparable cuanto se les pone por delante. Aguas que saben de tragedia, de vidas tronchadas, de cuerpos muertos que flotan junto con mil cosas íntimas. Aguas que se tragan tantas vidas, aguas que absorben furiosas, aguas que crispan las manos que se hunden sin posibilidad de agarrarse a nada. Aguas que pudren la sementera, que se llevan de un solo golpe la ilusión de todo el año, o de la vida entera.


"Así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía..." (Is 55,11)


Así es la palabra de tu boca. Agua que baja del cielo con una potencialidad concreta, con una fuerza determinada, con una misión que cumplir. Unas veces será agua buena que salva y da vida, otras agua fatídica que condena y mata. Sea lo que fuere tu agua, Señor, tu palabra no se quedará baldía, conseguirá el resultado propuesto.


Y todo depende de quien recibe la palabra. Porque tú siempre eres el mismo. Tu palabra es siempre una palabra buena, una palabra de amor que intenta iluminar, encender, serenar, consolar, animar. Nosotros somos los responsables del resultado final. Por eso llegaste a decir que en realidad Tú no juzgarías a nadie, sino que tus palabras serán las que juzguen en el último día.

Las acequias de Dios

"Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida" (Ps 64,10)


La acequia de Dios va llena de agua, dice el texto sacro. El salmista canta emocionado al Señor, impresionado ante el magnífico espectáculo que se extiende ante sus ojos: surcos que abren la tierra y reflorecen en anchos sembrados, verdes plantaciones que se alzan en pleno verano bajo la caricia de las aguas que se deslizan por los arcaduces y canales.


En definitiva es Dios quien hace posible la fecundidad de las tierras. El que ha puesto el latido de la vida en los pequeños gérmenes que encierra toda semilla, ese latido misterioso que se desarrolla independiente de la acción del hombre que sólo tuvo que sembrar... "Tú preparas los trigales -dice también nuestro salmo-, riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes".


Adoración que no encuentra palabras, o que rompe sus sentimientos en canciones. Contemplación gozosa de la grandeza divina, rutilante en los esplendores del verano. En el sol que madura dorando los frutos, en el agua que nos sacia y refrigera, en la brisa fresca del amanecer. Gratitud profunda y sincera ante este Dios que nos ha entregado la tierra, para que trabajando en ella alcancemos el Cielo.


"Coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman abundancia" (Ps 64,12)


Es tiempo de cosechar, de recoger el fruto de muchas horas de afanes y esfuerzos. El cantor de Dios habla hoy de los ricos pastizales del páramo, de las colinas que se orlan de alegría. También nos dice que las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan.


Las imágenes, realidades vivas en nuestros campos, elevan el corazón y la mente de quienes creen en Dios. De un modo o de otro el Señor bendice nuestro trabajo. Hemos de ser conscientes de que cuanto logramos procede en definitiva del Altísimo, porque, como dice san Pablo, ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento.


Seamos humildes para reconocer nuestra impotencia y recurrir a quien todo lo puede, solicitanto confiados su ayuda. Seamos también agradecidos para reconocer que el agua que riega nuestra tierra y nuestro espíritu, procede en último término de las acequias de Dios.

Libertad gloriosa

"Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá..." (Rom 8,18)

Pablo es consciente de lo que pesa el trabajo del hombre sobre la tierra, puesto que él vive una existencia dura de sacrificios y esfuerzos continuos. Aparte de la predicación del Evangelio y de atender a los cristianos recién bautizados, el Apóstol trabaja con sus manos para mantenerse sin ser gravoso a nadie. Sus circunstancias personales le llevan a actuar de este modo peculiar, distinto del modo de hacer de los otros apóstoles, que prácticamente abandonan su profesión para entregarse de lleno a la misión que el Señor les había encomendado.


Y Pablo que sabe de fatigas y penalidades nos dice de forma categórica que todo eso es nada en comparación con la gloria que nos espera. Sí, vale la pena vivir esta gozosa aventura de entregarse en cuerpo y alma al Señor, llevar a cabo esta sublime tarea de divinizar todo lo humano que cada día hacemos. Por mucho que nos cueste ser fieles al Señor, nunca llegaremos a dar más de lo que Él nos entrega ya ahora, de lo que Él nos entregará en el más allá.


"... para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rom 8,21)


Es una realidad comprobable el hecho de que una cierta esclavitud encadena, de un modo o de otro, a todos los hombres. Incluso aquellos que parecen más libres, están en cierta forma mediatizados en el uso de su libertad. A veces lo que les tiraniza les llega de fuera, otras veces son fuerzas internas, pasiones difíciles de controlar.


Y sin embargo, Dios nos quiere libres. Él nos ha traído la única y verdadera liberación que un hombre puede poseer y gozar, no sólo aquí en la tierra sino también allá en el Cielo. Es la gloriosa libertad de los hijos de Dios, la libertad del amor.


En la medida en que amemos a lo divino, en esa misma medida seremos libres y comenzaremos a disfrutar de esa maravillosa liberación cristiana, tan distinta de cualquier otra liberación terrena. Amar a los demás por el amor de Dios, querer a todos por Cristo. Sólo así seremos realmente libres y dichosos.

Qué buena siembra

"Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago..." (Mt 13,1)

La gente se arremolina en torno a Jesús, sus palabras tienen el sabor de lo nuevo, su mirada es limpia y frontal, su gesto sereno y atrayente, su conducta valiente y franca... Por otra parte aparece sencillo, amigo de los niños, inclinado a curar a los enfermos, aficionado a estar con los despreciados por la sociedad de su tiempo, amigo de publicanos y pecadores. Y, sin embargo, su manera de enseñar tenía una especial autoridad, tan distinta de la de los escribas y los fariseos.


La muchedumbre se siente atraída, le sigue por doquier, le gusta verle y escucharle. Por eso en alguna ocasión, como en este pasaje, Jesús se sube a una barca y se separa un poco de la orilla. Era aquella barca una curiosa cátedra, y la ribera del lago una insólita aula, abierta a los cielos, mirándose en el agua. El silencio de la tarde se acentúa con la atención de todos los que escuchan las enseñanzas del Rabbí de Nazaret. Su palabra brota serena e ilusionada, es una siembra abundante, desplegada en redondo abanico por la diestra mano del sembrador. Es una simiente inmejorable, la más buena que hay en los graneros de Dios. Su palabra misma, esa palabra viva, tajante como espada de doble filo. Una luz que viene de lo alto y desciende a raudales, iluminando los más oscuros rincones del alma, una lluvia suave y penetrante que cae del cielo y que no retorna sin haber producido su fruto.


Sólo la mala tierra, la cerrazón del hombre, puede hacer infecunda tan buena sementera. Sólo nosotros con nuestro egoísmo y con nuestra ambición podemos apagar el resplandor divino en nuestros corazones, secar con nuestra soberbia y sensualidad las corrientes de aguas vivas que manan de la Jerusalén celestial y que nos llegan a través de la Iglesia. Que no seamos camino pisado por todos, ni piedras y abrojos que no dejen arraigar lo sembrado, ni permitan crecer el tallo ni granar la espiga. Vamos a roturar nuestra vida mediocre, vamos a suplicar con lágrimas al divino sembrador que tan excelente siembra no se quede baldía. Dios es el que da el crecimiento, Él puede hacer posible lo imposible: que esta nuestra tierra muerta dé frutos de vida eterna.



Señor, tú que iluminas a los extraviados con la luz de tu Evangelio para que vuelvan al camino de la verdad; concede a cuantos nos llamamos cristianos imitar fielmente a Cristo y rechazar lo que pueda alejarnos de él.

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