25 de enero de 2008

LUZ QUE LLAMA, LUZ QUE INVITA





III DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO- A


Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el Profeta Isaías:
«País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande;a los que habitaban en tierra y sombras de muerte,una luz les brilló.»
Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo:
-Conviértanse, porque está cerca el Reino de los cielos.
Paseando junto al lago de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores.
Les dijo:
-Vengan y síganme y les haré pescadores de hombres.
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también.
Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.


Mt 4,12-23

Como sucede a menudo, los textos que nos trae la liturgia se reiteran con cierta monotonía, como poniendo a prueba nuestra capacidad de reflexión. Así, casi toda la temática que nos presentan las lecturas bíblicas de hoy ya apareció en anteriores reflexiones nuestras, especialmente en el segundo domingo de Adviento. Por otra parte, el evangelio de hoy, que recoge íntegramente la cita de la primera lectura, es como una visión introductoria que hace Mateo de toda la actividad de Jesús a lo largo de sus escasos tres años de vida pública.
Tratemos, pues, con una epístola que parece ignorar la temática general de los otros textos bíblicos, de ahondar en las reflexiones ya iniciadas. En primer lugar, nos llama la atención la manera que tiene Mateo de usar la Sagrada Escritura, casi forzando los textos en función de cierta idea o mensaje que él quiere sugerir. En efecto, cuando Isaías habla de las regiones de Galilea, semi-paganas y verdaderas fronteras entre el judaísmo y el paganismo, se refiere a la triste situación de aquella zona devastada por los ejércitos asirios. Su situación era de sombras de muerte... Sin embargo, tienen motivo para alegrarse, pues una gran luz ya se cierne sobre ellos. ¿Qué es esta luz? Es la paz que ahora le llega por un «niño que nos ha nacido, un hijo que se nos ha dado.
El tendrá todo y será llamado: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Siempre Padre, Príncipe de Paz. Su poder es grande y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino, pues lo restaurará y consolidará en la equidad y en la justicia» (Is 9,1ss). Pues bien, cuando Mateo comienza a describir la actividad misionera de Jesús en Galilea, se acuerda del texto de Isaías y presenta entonces a Jesús como la realización de aquellos oráculos.
A Mateo le llama la atención que Jesús inicie su predicación no en Judea ni en Jerusalén, sino en la despreciada Galilea, la Galilea de los paganos, frontera entre la ortodoxia y la heterodoxia. Para él, Galilea es el mismo pueblo pagano evangelizado por Cristo, si bien en la realidad los galileos evangelizados pertenecían a la raza judía. Se insinúa así, aun forzando los textos, hacia dónde apunta el Evangelio de Jesús, cuyas primeras predicaciones parecerían estar más cerca de los paganos que de los judíos.
Fácil le resulta ahora al evangelista ver en Jesús esa «gran luz» anunciada por Isaías, al rey del trono davídico, Príncipe de la Paz, Dios con nosotros... que instaura su reinado de paz y de justicia.
Dos ideas, pues, subyacen a estos pocos renglones de Mateo: Primera: Que Jesús llega como Luz de los pueblos sometidos a las sombras de la muerte.
Segunda: Que son los paganos, es decir, los que no pertenecen visiblemente al pueblo elegido, los primeros destinatarios de esa luz liberadora.
A partir de aquí, podemos entresacar dos interesantes elementos de reflexión: Primero: A Mateo le preocupa el presente de la Iglesia y el sentido de su misión en el mundo. Sólo desde esta perspectiva los textos bíblicos cobran vida y pueden sugerir algo, transformándose en mensaje de Dios. Quizá Mateo emplee un método de análisis bíblico no muy aceptable bajo la lupa de los especialistas de la Biblia. Poco importa. Para él la Biblia no es un libro muerto en cuyas páginas está la Palabra de Dios como una joya encerrada en una caja de seguridad. No lee la Biblia para encontrar datos históricos o científicos, ni siquiera para atarse a una tradición religiosa infalible e inamovible.

Mateo sabe releer la Biblia con perspectiva histórica; y así, a la luz de los nuevos acontecimientos, sabe cargar con nuevo significado textos viejos y hasta anticuados que pueden seguir diciendo algo nuevo al hombre contemporáneo del autor. El caso de hoy ciertamente que no es el único botón de muestra. Todo el evangelio de Mateo, como el de Lucas y demás evangelistas, es una reinterpretación de lo antiguo a la luz de lo nuevo. La verdadera Palabra de Dios no son las letras y renglones grabados en el libro.
La letra es algo muerto y estático. La verdadera Palabra está en los nuevos acontecimientos interpretados, mirados y analizados dentro de todo el contexto de la historia de salvación.
Los cristianos no podemos seguir mirando la Biblia como una especie de depósito del que vayamos extrayendo ciertas verdades.
No es el libro el centro de nuestra fe, sino los acontecimientos a los que se refiere, acontecimientos comenzados en el pasado pero que aún siguen desarrollando su curso. La Biblia alude al comienzo de la historia, a la raíz del proceso; como tal es un libro del pasado. Mas cuando contemplamos lo que hoy sucede, desde aquellos orígenes, sus páginas recobran vida en esa visión más total que vamos teniendo de todo lo sucedido y de lo que aún está por suceder.
Un ejemplo de cuanto vamos diciendo lo tenemos en la misma liturgia: año tras año nos encontramos con los textos bíblicos, a menudo recortados de su contexto y deshilvanados entre sí. Los escuchamos con la paciencia de quien ya sabe a qué se refieren, decimos alguna que otra frase convencional y seguimos adelante convencidos de que «hemos escuchado la Palabra de Dios». ¡Triste imagen de Palabra de Dios!
Sólo hay Palabra de Dios cuando hay historia que hoy se realiza y que se interpreta como dentro de un gran proceso o corriente que, si bien ya nos ofrece en sus orígenes los grandes criterios como para descubrir su sentido, sin embargo deja pendientes aún grandes interrogantes que resolver y revelar.
Ahora entendemos mejor a Mateo: no considera a Isaías como un libro cerrado y definitivo; al contrario, descubre en la Galilea de su tiempo la continuación del hilo histórico iniciado en tiempos del profeta en circunstancias muy distintas; ese hilo es retomado por Jesús, que cubre una nueva etapa de la historia liberadora de Dios, pero que... nos deja a nosotros esos interrogantes que hoy nos acucian y que solamente nosotros podemos resolver con la ayuda, por cierto, de las reflexiones de nuestros antepasados en la fe. Sintetizando: está en nosotros hacer que la Palabra de Dios sea viva y actual. En definitiva, son los acontecimientos actuales los libros que debemos leer. Allí está viva la Palabra de un Dios que no resiste la tentación de seguir manifestándose a los hombres como luz y liberación.
Segundo, y sobre esto ya no insistimos más por eI momento: el aporte nuevo y original que hace Jesús a la historia de salvación, radica, entre otras cosas, en su aproximación a los pueblos marginados por la institución religiosa. La luz llega para aquellos que son considerados tinieblas. El drama, tal como lo presenta el evangelio de Juan, es que quienes se consideran en la luz pueden ser las verdaderas tinieblas.


El anuncio del Reino


Jesús interpreta su misión, antes que nada, como la de un profeta que anuncia la llegada del Dios que salva.
Otras preocupaciones tan típicas de los hombres que hacen de la religión una profesión, quedan relegadas a un plano muy secundario. El mismo Pablo sigue en esta línea, pues se siente enviado por Cristo «no para bautizar sino para anunciar el Evangelio» (segunda lectura).
No le preocupan a Jesús en primer lugar las estructuras de la institución religiosa, siempre secundarias y relativas, sino la esencia de la actitud religiosa: descubrir en el mundo la epifanía de un Dios que está en medio de nosotros como guiando este devenir histórico, aunque en forma tan imperceptible que su presencia nos puede pasar totalmente desapercibida.
De esto también hemos hablado en anteriores oportunidades, por lo que sólo extraemos algunas conclusiones.


Una pregunta que sintetiza todo: ¿No estamos haciendo a la inversa, relegando el anuncio del Reino ante otras preocupaciones tan secundarias que ya no interesan a la mayoría de los hombres? Nadie puede dudar de que en la Iglesia no se hagan cosas ni se reflexione ni se planifiquen otras. Pero, ¿están encaminadas a hacer presente el Reino de Dios o a sostener nuestras estructuras eclesiásticas, pretendiendo convencernos de que es definitivo lo que sabemos que es transitorio y relativo; más aún, que deben estar al servicio de ese actuar interior de Dios en los acontecimientos humanos? Es increíble el tiempo que dedicamos a cosas de sacristía, transformando en graves problemas lo que es más un juego de niños o de hombres aniñados. Discusiones sobre la jerarquía, sobre la forma de vivir de sacerdotes y religiosas, hasta sobre el vestido y el sombrero; disquisiciones sobre la manera de llevar a cabo un rito o cómo construir un templo, etc., etc., ¿se justifican ante la urgencia del anuncio del Evangelio de puertas abiertas al mundo entero? Y al decir mundo, no nos referimos solamente a la cantidad de pueblos y razas, sino también a la forma de vida moderna, a los nuevos movimientos ideológicos, a los graves y verdaderos problemas que aquejan al hombre de hoy.


¿No suena a veces a ridículo que mientras un país se debate ante un cambio político o ante una crisis social o ante la amenaza de una guerra, nosotros sigamos ensimismados o sacándonos los ojos por una misa sin casulla o con guitarra? No hace falta que ejemplifiquemos más. Bastará por hoy con que nos preguntemos si verdaderamente todo lo que hacemos pastoralmente está en función del anuncio del Evangelio del Reino; y cómo hacer para que esta misión profética sea la primera y la que dé armonía y valor al resto de nuestras actividades.
La pastoral puede tener dos variantes muy distintas: o estar orientada hacia dentro de la Iglesia como institución, con preocupaciones fundamentalmente jurídicas, técnicas, administrativas, normativas o rituales; o bien estar orientada hacia afuera de sí misma, dejando que las estructuras fluctúen serenamente como trampolines para un compromiso cada día más eficaz con lo único que nos caracteriza en un mundo pluralista: el anuncio del Evangelio; no del libro... sino del acontecimiento que fue ayer y que debe ser hoy. Quitemos de nuestro camino esos arbolitos que impiden ver el bosque. Este «no ver» el bosque puede ser muy peligroso. Es el inicio de la ceguera y de las tinieblas a las que alude el evangelio de Mateo. Su alerta hoy nos toca muy de cerca: el Evangelio busca a la Galilea de los gentiles, se acerca a las fronteras de la institución religiosa y cruza la frontera con nosotros o a pesar de nosotros.
Por eso es bueno continuar con el resto del relato.


Pescadores de hombres


Cada vez que hablamos del Reino de Dios y por fuerza soslayamos a las instituciones religiosas, sentimos el temor de ser mal interpretados. El modo occidental de pensar suele ser drástico y tajante: algo es blanco o negro; le cuesta afirmar una realidad sin negar la otra.
Y así el afirmar la primacía del Reino no es para alarmarse de que la comunidad de los «llamados» por Cristo (la Iglesia) no tenga nada que hacer o esté fuera de lugar. Todo lo contrario. Afirmamos que tiene mucho que hacer, aunque no precisamente eso que generalmente suele hacer o en la forma como lo hace. Aunque el evangelio de hoy no use la palabra iglesia, sí expresa su intima realidad: Jesús no se contenta con anunciar el Reino; también llama a algunos en particular y los congrega como grupo de trabajo, formando así una pequeña comunidad, el comienzo de esa gran comunidad que hoy constituye la Iglesia universal.
Es interesante observar que no todos son llamados; sólo algunos, y a estos pocos se les asigna de entrada una tarea muy concreta: «ser pescadores de hombres». Dos elementos nos llaman la atención:

Primero: cuando Jesús evangeliza, se dirige a todos sin distinción; pero sólo llama para una colaboración más estrecha a unos pocos que él mismo elige. A éstos los reúne aparte, les da instrucciones especiales y les asigna un cometido que no parece corresponder a los demás.
Los primeros fueron pescadores y la invitación que les hace a seguirlo es casi una orden; pero los deja en la misma profesión: pescar, echar las redes en lo profundo del mar y en forma indiscriminada.
El simbolismo es claro: los «llamados» deben extender por el mundo la palabra del Evangelio como una gran red que, a ser posible, abarque a todos los peces, no importa su calidad. Discernir sobre la calidad de los peces no es tarea de los pescadores sino de Dios. Lo que ellos deben hacer es echar una y otra vez esta benéfica red que pesca hombres para el Reino universal de Dios.


APOSTOLADO/PESCA: Es posible que la comparación de la pesca no sea tan feliz, al menos para nuestros oídos. Nos puede resultar chocante eso de «pescar hombres», como si éstos tuviesen que ser atrapados por nuestro arte o nuestras mañas.
Por eso no hay que forzar la comparación transformándola en una alegoría cerrada. Sólo, al igual que una parábola, alude a la misión que les corresponde a los «llamados»: que ningún hombre quede fuera del alcance de la palabra liberadora del Evangelio del Reino. Los renglones finales de Mateo aclaran el sentido de la parábola: «Jesús recorría toda Galilea (el mar de los hombres) proclamando el Evangelio y curando las enfermedades y dolencias del pueblo.» Esa es la misión de los llamados por Jesús a la comunidad-iglesia. Segundo: si las anteriores consideraciones tienen cierta validez, parece claro concluir que mientras el Reino está destinado a ser universal, la Iglesia podrá ser siempre un pequeño grupo, más o menos extendido, que no tiene que acomplejarse por tener pocos miembros o por carecer de estructuras de poder. Así lo entendió Jesús cuando sólo eligió a doce apóstoles y luego a 72 discípulos, la mayoría de ellos pobres y carentes de prestigio político o social.
Más aún, ninguno pertenecía a la clase dirigente religiosa de los judíos. Y sólo uno era oriundo de Judea, Judas el traidor. El resto, galileos. Y «¿puede salir algo bueno de Galilea?».
Si aún nuestras reflexiones siguen en pie, podemos concluir que existe una clara diferencia entre convertir a todos los hombres en cristianos (por un lado) y entre llamar a todos los hombres a sentirse partícipes del Reino de Dios (por otro). En el primer caso, la Iglesia trabaja para sí misma, para ensanchar sus fronteras y su poder; en el segundo, la Iglesia sólo procura servir a los hombres, inmersa en las fronteras del mundo, para que el Reino de la justicia y de la paz aflore desde dentro, porque el Reino está dentro como una semilla pequeña pero de fuerza gigantesca.
Que ambas tareas tienden a confundirse es cosa sabida y vivida por largos siglos. Hasta ahora, en general, nos hemos vuelto expertos en pescar gente para la Iglesia. Quizá ha llegado el momento de atender a la consigna de Jesús: pescar para el Reino. Y de paso, meternos dentro de la red...
Resolver este dilema es nuestra tarea. Confundir las dos tareas nos puede llevar a un callejón sin salida.
La Iglesia, sin dejar de atender a sus problemas internos (lógicos y normales como en todo grupo humano), no puede perder de vista su objetivo fundamental: la pastoral del Reino de Dios...


SANTOS BENETTI

CRUZAR LA FRONTERA.

Ciclo A.1º

EDICIONES PAULINAS.

MADRID 1977.

Págs. 208 ss.




Dios eterno y todopoderoso: conduce nuestra vida por el camino de tus mandamientos, para que, unidos a tu Hijo amado, podamos producir frutos abundantes.

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