29 de noviembre de 2007

¡HORA DE DESPERTAR!


I DOMINGO DE ADVIENTO-A


En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: lo que pasó en tiempos de Noé pasará en la llegada del Hijo del hombre; es decir, lo mismo que en los días antes del diluvio la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca y, estando ellos desprevenidos, llegó el diluvio y arrambló con todos, así sucederá también en la llegada del Hijo del hombre. Entonces, dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán. Por tanto, manténganse des­piertos, pues no saben qué día va a llegar vuestro Señor. Ya comprenden que si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, se quedaría en vela y no lo dejaría abrir un boquete en su casa. Pues estén también ustedes preparados, que cuando menos lo piensen llegará el Hijo del hombre.
Mt 24,37-44

Comienza hoy un nuevo Año Litúrgico. Lo iniciamos por medio de este tiempo, tiempo de espera, tiempo en el que recordamos antiguas profecías que nos preparan para una fiesta muy importante que viviremos hacia fines de diciembre: la Navidad. Estamos iniciando el tiempo del Adviento.


La palabra Adviento significa –en latín adventum- venida. Esperamos, por tanto, la venida del Señor... pero de aquí nace la primera pregunta que nos podemos hacer mientras escuchamos la Palabra del Señor: ¿No estamos siempre esperando la venida del Señor? O mejor –para que la pregunta suponga una tarea por hacer-: ¿No debería ser la espera algo fundamental en la vida nuestra? Espera del Señor, claro. Espera del gran día en que Él retornará. Y la respuesta a las dos preguntas anteriores es siempre sí: los cristianos debemos estar siempre en actitud de espera, en actitud “vigilante”, podemos decir –por eso hoy, en muchos templos, se bendicen las mujeres embarazadas... porque ellas comprender mejor que ninguno de nosotros el valor de la espera- y así como una mujer que espera su hijo que va a nacer, nosotros también estamos esperando la vida. O más bien, en cada una de las cosas que hacemos –levantarse a trabajar, a estudiar, a compartir con los seres queridos, a usar mi tiempo para ayudar al que lo necesita, orar y todo el resto de las cosas que hacemos durante nuestras jornadas- estamos siempre aspirando a la vida, a la plenitud, al llenarme de felicidad. Es por eso que nosotros, discípulos de Cristo, aparte de vivir con pasión todo lo que hacemos para hacer de este mundo un lugar más feliz para vivir, celebramos la Eucaristía y nos ponemos en la órbita de la espera del Señor. Cuando nos ponemos de pie para escuchar las palabras del Maestro, estamos en actitud de expectativa, listos para vivir algo importante, para recibir con respeto las palabras de Jesús. Una vez que vivimos el momento de la Última Cena con las palabras que convierten el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, decimos: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús!. La Biblia termina con este grito que nace del corazón del que espera impacientemente que el Señor por fin haga justicia en favor de los oprimidos por la Bestia del odio y de la soberbia en el Apocalipsis: ¡Marana Tha! (¡Ven, Señor!, Ap 22,20). El ser cristiano es el ser que anhela un tiempo mejor que el presente, porque sabe... sabemos... que en el futuro de nuestra vida y en la del mundo nos espera Cristo. Dicho de otro modo: Al final del camino nos recibirá el Señor Jesús.


Durante el Adviento caminaremos hacia el recuerdo de la venida del Señor en forma de hombre, en forma de Niño, en nuestra tierra. Celebraremos la maravilla que significa que Dios mismo se hizo hombre, hermano, tomó nuestra naturaleza humana y nos habló con palabras y gestos que podíamos entender. Dios hecho hombre, Jesús –si lo pensamos, es una realidad maravillosa- y por eso, cada primera lectura que escucharemos durante este tiempo la tomaremos de las profecías del Antiguo Testamento cuando anunciaban la venida del Mesías. Reviviremos la expriencia que el Pueblo de Dios del pasado –porque nosotros somos el Pueblo de Dios del presente- tuvo en la espera del Señor. La primera lectura de hoy nos introduce en este camino: esperamos a quien nos dará la paz, quien nos enseñará lo que vale la pena de ser vivido, para no mirar al hermano como enemigo... por eso, de las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor (Is 2,1-5). Caminemos a la luz del Señor... qué diferente sería si los que cargan armas verdaderas contra otros países, o quienes cargan armas contra sus seres queridos, contra el extranjero que viene a probar suerte a nuestro país o contra el que piensa diferente, caminaran a la luz del Señor. Es un anhelo del pasado que también lo hacemos nuestro.


Sin embargo, no debemos sólo recordar la venida del Señor en la persona de Cristo como si fuera una fecha histórica que no tiene nada que ver con nuestra vida concreta, o esperar sólo la venida que sucederá en aquel día que nadie conoce la fecha, sino que se puede, y se debe mirar –y este don se adquiere sobre todo con la oración- cómo Dios va pasando, en los diversos momentos del día, por nuestro camino: en una cosa que me dijeron, en una sonrisa, en un gesto, en una caída que me hizo aprender algo... vivir sondeando esas “visitas” de Dios es ser un contemplativo. Como escribía el gran Rabindranath Tagore:

¿No oíste, sus pasos silenciosos? Él viene, viene, viene siempre.
En cada instante y en cada edad, todos los días y todas las noches, él viene, viene, viene siempre.
He cantado muchas canciones y de mil maneras; pero siempre decían sus notas: él viene, viene, viene siempre.
En los días fragantes del soleado abril, por la vereda del bosque, él viene, viene, viene siempre.
En la oscura angustia lluviosa de las noches de julio, sobre el carro atronador de las nubes, él viene, viene, viene siempre.
De pena en pena mía, son sus pasos los que oprimen mi corazón, y el dorado roce de sus pies es lo que hace brillar mi alegría.


(Ofrenda Lírica, 45).

Adviento significa entonces, contemplación, espera, estar vigilante... ¡No dormirse! Es la advertencia que lanza Pablo en la segunda lectura –Rom 13, 11-13-, que es precisamente una lectura muy especial: leyendo este trocito de la carta a los Romanos, San Agustín por fin tomó la decisión de vivir en serio su camino de conversión, a los 32 años, y dejar de llorar desilusionado porque la verdad no se hallaba en ninguna parte... donde él había buscado. Este texto le abrió los ojos en algo muy importante: para dejarse encontrar por la Verdad hay que purificarse de todo lo que no está de acuerdo con ella. Es el esfuerzo que yo tengo que hacer para que el Señor me encuentre. Como cuando espero una visita importante: si estoy en mi casa encerrado, con la música a todo volumen, la casa desordenada y yo me encuentro en el patio, por más que mi visita toque el timbre o la puerta, no voy a escuchar absolutamente nada... y si llegara a abrirle, sería una enorme falta de respeto recibirlo en una casa toda desordenada... con el Señor pasa igual: esperarlo significa tener mi casa ordenada, apagar los ruidos molestos para escuchar cuando Él toque mi puerta y yo estar disponible para abrirle. Y es una visita demasiado importante como para quedarnos nosotros dormidos y perdernos la ocasión de recibirlo.

El Evangelio de hoy nos vuelve a insistir en el mismo tema: Pues estén también ustedes preparados, que cuando menos lo piensen llegará el Hijo del hombre. Y el destino para cada uno será diferente: dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán. En la vida compartimos las mismas profesiones, los mismos ministerios, pero la respuesta y el grado de entrega con que vivo lo que he elegido es distinto. Hay médicos que llegaron a serlo por el dinero, mientras otros son capaces de sacrificar su tiempo para visitar un enfermo en el tiempo destinado para la familia. La misma vocación, diversa manera de vivirlo. Por eso, no es por el hecho de estar en el campo, o de estar moliendo en el molino, o de estar rezando en la Iglesia, o de ser un bautizado... sino por lo que tu vida dice, cómo viviste tu ser bautizado, tu vida de oración, tu compromiso con los más necesitados... eso es lo que ve el Señor, al fin y al cabo... si estás viviendo tu vida durmiendo o despierto.

¿No crees que es hora de comenzar a vivirla en serio, y a entregarse a los demás dejando de ser tú el centro de tu vida? Despierta: hay mucho que hacer. Ordena tu casa, toma un baño, cámbiate de ropa y apaga la música estridente: Tu Señor viene. No tarda. ¡Vive conscientemente!


Pedimos al Señor que avive en sus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino eterno.

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