HOMILÍA
2º DOMINGO DE ADVIENTO- B
Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios.
Está escrito en el Profeta Isaías: Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino.
Una voz grita en el desierto: Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos.
Juan bautizaba en el desierto: predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán.
Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y proclamaba:
—Detrás de mí viene el que puede más que yo y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias.
Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.
Mc 1,1-8
Dice hoy S. Marcos que comienza el EVANGELIO de Jesucristo, es decir, que comienza la BUENA NUEVA DE JESUCRISTO. Que comience la Buena Nueva de Jesucristo es, sin duda, una buena noticia como lo fue cuando Marcos escribió su libro.
Los judíos habían esperado demasiado tiempo que la Buena Noticia llegara, se hiciera vida, se hiciera hombre y diera un vuelco espectacular a sus vidas. Esperaban, en una palabra, que se cumpliera el vaticinio de Isaías, tan maravillosamente expresado en la Primera Lectura de hoy: se acabó el desierto y en lo alto de la montaña aparece Dios acompañándole el salario y precediéndole la recompensa. El pueblo judío era un pueblo en espera tensa, caminando siempre hacia la promesa hasta que la viera cumplida.
Veinte siglos después, nuestro mundo no puede decirse que haya salido definitivamente del desierto; inmerso en sus propias contradicciones, víctima de su soberbia y de su debilidad, aprisionado entre su poder y su necesidad, incapaz de dar sin reservas una felicidad que promete constantemente, los hombres parecen caminar de nuevo por el desierto, un desierto en el que la libertad no es patrimonio de todos los hombres ni lo es siquiera la comida y el vestido necesario para vivir con una mínima dignidad humana.
Urgidos por el famoso y antiguo slogan "comamos y bebamos que mañana moriremos", nuestro hombre se ha lanzado desesperadamente a la satisfacción inmediata de cuanto el mundo puede ofrecerle que es mucho, variado y atractivo pero que vuelve a dejarlo, inevitablemente, frente a la inmensidad desolada de un desierto en el que no florece precisamente la esperanza y la alegría de vivir.
Siglos de civilización y de historia apenas han sido capaces de cambiar al hombre. Han modificado sus hábitos de vida, su entorno social, lo han hecho sofisticado y poderoso, pero no han conseguido que mire al otro como hermano y sea capaz eficazmente para compartir con él una casa común en la que todos tengamos cabida y en la que nadie, cualquiera que sea su raza, su color, su religión o su categoría social, sea expulsado y arrinconado. Y eso aunque lo proclamen todas las Constituciones que en el mundo son. Hoy cuando las fronteras se achican, traspasadas por las comunicaciones, conocemos de primera mano la injusticia de nuestro Planeta y el dolor que somos capaces de infligir a nuestros semejantes. Hoy, como en la época que describe Marcos en la primera página de su Evangelio, necesitamos a gritos la BUENA NUEVA, una noticia que sacuda al hombre y lo saque de su tendencia a mirar hacia arriba, ignorando que existe un mundo nuevo y una tierra nueva que tiene que construir diariamente con sus manos.
Juan, austero, ascético y solitario gritó en el desierto esa BUENA NUEVA diciendo que ya estaba entre los hombres, unos hombres que acabarían por intentar borrarla de la faz de la tierra o, algunos otros, por intentar conocerla a fondo hasta tal punto que su propia vida quedaría marcada para siempre por ella. Fiel a su misión que había recibido, Juan no retrocedió ni un paso en su cumplimiento porque estaba absolutamente convencido de que Aquél para quien trabajaba y a quien quería dar a conocer porque en El estaba la verdad y sin duda, la auténtica vida del hombre, estaba justamente detrás de él. Una voz tronante, la de Juan, quizá áspera pero absolutamente sincera que ha llegado hasta nosotros y vuelve a sonar en este 2º Domingo de Adviento en el que la Iglesia nos pone a los cristianos frente a frente con la venida cercana de la BUENA NUEVA.
Cada cristiano, cada uno de nosotros, ha recibido una misión semejante a la de Juan. En soledad o en compañía, en el desierto o en medio del ruido diario, sencillo o sofisticado, desconocido o importante, vulgar o refinado, cada cristiano tiene una misión indiscutible: gritar que el Señor está detrás de nosotros, que ya ha llegado y que nos ruge encontrarnos con El porque de ese encuentro depende, nada menos, un cambio radical en nuestra vida que haría posible un cambio en el mundo, porque el gran reto del cristiano es hacer que el mundo gire sobre sí mismo, conseguir eso tan difícil (lo sabemos por experiencia) que es enderezar lo torcido e igualar lo escabroso: Indudablemente tenemos por delante una tarea capaz de desanimar al más animoso de los mortales. Pero esa tarea es la nuestra y a ella nos tenemos que dedicar con especial ahínco.
Claro que Juan gritaba porque esperaba, porque su vida interior estaba tensa, despierta, dirigida a lo que constituía su norte: encontrarse con Jesucristo para mostrarlo a los demás.
Posiblemente no sea patrimonio de todos los cristianos ese estilo de vida, pero examinándonos sinceramente quizá tendríamos que aceptar que nuestro grito anunciando a Jesucristo, se pierde entre el griterío de otros anuncios que llaman a los hombres a buscar realidades inmediatas, tangibles y atractivas, quizá porque nuestro grito es un grito tenue, débil, apagado, dicho con poco entusiasmo, con tan poco que apenas lo oímos nosotros mismos.
Quizá por eso convenga que en este momento especialmente entrañable del Adviento repasemos cuál es nuestra tensión interior, cuál es nuestro grado de espera de Jesucristo, cual el tono del grito que esparcimos alrededor, con nuestra vía diaria, diciendo a los hombres que el Señor está detrás de nosotros, que la trae la alegría, la justicia, el salario y la recompensa.
Muchos de los que vieron a Juan conocieron a Jesús. La gran pregunta que podemos hacernos en estos días expectantes de Adviento es cuántos de los que nos conozcan descubrirán a Jesús porque ese y no otro es el sentido de la Navidad que se anuncia.
ANA Mª CORTES
DABAR 1993/02
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