2º DOMINGO DE ADVIENTO- A
Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea predicando:
--Conviértanse, porque está cerca el Reino de los cielos. Este es el que anunció el Profeta Isaías diciendo: "Una voz grita en el desierto: preparen el camino del Señor, allanen sus senderos".
Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán.
Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara, les dijo:
--Raza de víboras, ¿quién les enseñado a escapar de la ira inminente? Den el fruto que pide la conversión. Y no se hagan ilusiones pensando: "Abrahán es nuestro padre", pues les digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da fruto será talado y echado al fuego. Yo les bautizo con agua para que se conviertan; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. El les bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene la horquilla en la mano: aventará su era, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga.
Por aquel tiempo, Juan el Bautista se presentó en el desierto de Judea predicando: Conviértanse, porque está cerca el Reino de Dios.
Juan predica la conversión de los pecados. Etimológicamente, la palabra conversión significa lo contrario de diversión; significa «unificación», mientras que diversión es «división». Se trata de vivir, pensar y actuar unificado, cohesionado con uno mismo, sin fisuras o división alguna. Esto es lo que predica Juan, dice: sea usted auténtico, consecuente consigo mismo, no viva en contradicción sistemática que eso es vivir en paradoja. Conviértase de sus contradicciones, de sus pecados. Busque la autenticidad y procúrela con todas sus fuerzas.
Éste es el que anunció el profeta Isaías diciendo: «Una voz grita en el desierto; preparen el camino del Señor, allanen sus senderos».
La conversión de los pecados es previa a la conversión en el Espíritu, al encuentro con Dios. El hombre para divinizarse tiene, previamente, que humanizarse.
Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán.
Se nos describe la vida de Juan en el desierto: austeridad, pobreza, disciplina. Es el hombre bisagra entre el Antiguo y Nuevo Testamento. De él sacamos una gran lección: quien anuncia el sacrificio tiene que ser sacrificado, quien quiera hablar a las conciencias tendrá que ser fiel a su propia conciencia.
Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara les dijo: «Raza de víboras, ¿quién les ha ensenado a escapar de la ira inminente? Den el fruto que pide la conversión. Y no se hagan ilusiones pensando: "Abraham es nuestro padre", pues les digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abraham de estas piedras».
Hay gente que conoce la ley no para cumplirla, sino para podérsela saltar por algún resquicio. (Saben la ley y guardar la ropa). La ley no hace buenos, sólo justos. Siempre es más fácil y cómoda la ley: darle a cada uno lo que le es propio, que vivir la misericordia, vivir corazón a corazón. La ley es más fácil pero es insuficiente. Conocerla, la conocen pero no la cumplen en su espíritu. Son conscientes que en la cárcel o el descrédito nunca dormirán, pero en paz con sus conciencias tampoco.
Estos hombres al conocer la ley suelen reivindicar bien sus derechos. Y en el caso de los saduceos y fariseos Juan les recuerda que Dios, como el amor, no se puede reivindicar como un derecho y menos como un derecho de clase, de casta. Dios no es patrimonio familiar de nadie. Es padre, no un caudal hereditario.
«Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego».
Estoy convencido que al final uno recoge lo que ha sembrado. Lo que le ocurrirá será conclusión lógica de su vida. Quien siembra vientos, recoge tempestades.
«Yo les bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él les bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene la horquilla en la mano: aventará su era, reunirá su grano en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga».
Juan anuncia la conversión que traerá Jesús, la conversión en el Espíritu. Conversión que exige además de vivir unificado, cohesionado y sin fisura alguna contigo mismo que vivas fundido, fusionado con la voluntad de Dios.
La conversión en el Espíritu nos lleva a ser hombres auténticos a imagen y semejanza de Dios. Nos lleva a vivir como Cristo vivió: cumpliendo la voluntad del Padre, haciendo nuestra su voluntad.
La vida cristiana comienza cuando con toda sinceridad, aunque nos duela, preferimos cumplir la voluntad de Dios antes que la nuestra. Y no por un ejercicio de ascesis, sino porque nos fiamos más de la voluntad de Dios que de la nuestra. Uno es cristiano cuando en la búsqueda de la felicidad al optar y decidir lo hace desde la óptica de la voluntad de Dios porque sabe que es más ventajoso. Uno es cristiano cuando encuentra la felicidad en la realización del plan de Dios, cuando asumimos nuestro destino de ser imagen y semejanza de Dios y en ello ciframos nuestra plenitud, felicidad y santidad como personas. Cuando al cumplir su voluntad experimentamos la paz mental y la serenidad de ánimo.
Esta conversión no es fácil, requiere oración remota, disciplina y ascesis porque somos capaces de contradicción y de ponernos a nosotros mismos barreras, obstáculos y dificultades en nuestra realización. San Pablo llegó a decir que sabiendo lo que nos conviene no lo realizamos. Podemos llegar a utilizarnos, manipularnos, incluso vendernos a nosotros mismos; no digamos a los demás.
Pan vivir convertidos, unificados, cohesionados y fundidos con la voluntad de Dios necesitamos rezar insistentemente el: «Hágase tu voluntad».
La oración, el encuentro con uno mismo y con Dios, es un arte que se aprende con la práctica y que transforma la voluntad del hombre y la hace coincidir con la de Dios. La Iglesia, madre y maestra, madre de nuevos hombres, matrona del futuro y maestra que enseña con dos mil años de experiencia apostólica, dice en su Misal:
«Para que nos concedas lo que deseamos,
haz que supliquemos lo que te agrada» y
«Haz, Señor, que amemos cuanto mandas
y deseemos lo que prometes».
Quien consigue esto alcanza la paz mental y la serenidad de ánimo. Esto es el arte de vivir a Dios y como Dios manda, vivir lo que Él quiere, ser imagen y semejanza suya. Ésta es la clave de la felicidad para el cristiano: Saber hacer su voluntad, lo que le agrada y promete. La llave de la felicidad está en la forma de pensar, la de la paz en la de actuar. Configurar tu forma de pensar y actuar a la de Dios es la conversión que nos trae Jesús. Es nacer de nuevo del agua y del Espíritu, es permitir que nazca en nosotros ese hombre nuevo del Evangelio. Porque nadie nace con la vida hecha y resuelta, nadie nace cristiano, ni imagen histórica de Dios.
Nada de esto se nos da por nacimiento o naturaleza. La vida es don y tarea, en ella todo es elección. Saber elegir y acertar es lo que interesa, porque al final, somos lo que elegimos ser. Somos la elección de un modo de pensar y de actuar.
Se nos recomienda la penitencia, la austeridad, la disciplina para elegir lo que nos conviene y no lo que nos viene en gana; para saber «Hacer su voluntad y no la nuestra». Orar el «Hágase tu voluntad» y «Bautizarse en el Espíritu» es dejarse habitar por Dios, prendar por Dios, es dejar que Dios nos haga nacer de nuevo. Ese segundo nacimiento es fruto de la conversión en el Espíritu.
Señor todopoderoso, rico en misericordia, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo; guíanos hasta Él con sabiduría divina para que podamos participar plenamente del esplendor de su gloria.
--Conviértanse, porque está cerca el Reino de los cielos. Este es el que anunció el Profeta Isaías diciendo: "Una voz grita en el desierto: preparen el camino del Señor, allanen sus senderos".
Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán.
Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara, les dijo:
--Raza de víboras, ¿quién les enseñado a escapar de la ira inminente? Den el fruto que pide la conversión. Y no se hagan ilusiones pensando: "Abrahán es nuestro padre", pues les digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da fruto será talado y echado al fuego. Yo les bautizo con agua para que se conviertan; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. El les bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene la horquilla en la mano: aventará su era, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga.
Mt 3,1-12
Por aquel tiempo, Juan el Bautista se presentó en el desierto de Judea predicando: Conviértanse, porque está cerca el Reino de Dios.
Juan predica la conversión de los pecados. Etimológicamente, la palabra conversión significa lo contrario de diversión; significa «unificación», mientras que diversión es «división». Se trata de vivir, pensar y actuar unificado, cohesionado con uno mismo, sin fisuras o división alguna. Esto es lo que predica Juan, dice: sea usted auténtico, consecuente consigo mismo, no viva en contradicción sistemática que eso es vivir en paradoja. Conviértase de sus contradicciones, de sus pecados. Busque la autenticidad y procúrela con todas sus fuerzas.
Éste es el que anunció el profeta Isaías diciendo: «Una voz grita en el desierto; preparen el camino del Señor, allanen sus senderos».
La conversión de los pecados es previa a la conversión en el Espíritu, al encuentro con Dios. El hombre para divinizarse tiene, previamente, que humanizarse.
Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán.
Se nos describe la vida de Juan en el desierto: austeridad, pobreza, disciplina. Es el hombre bisagra entre el Antiguo y Nuevo Testamento. De él sacamos una gran lección: quien anuncia el sacrificio tiene que ser sacrificado, quien quiera hablar a las conciencias tendrá que ser fiel a su propia conciencia.
Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara les dijo: «Raza de víboras, ¿quién les ha ensenado a escapar de la ira inminente? Den el fruto que pide la conversión. Y no se hagan ilusiones pensando: "Abraham es nuestro padre", pues les digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abraham de estas piedras».
Hay gente que conoce la ley no para cumplirla, sino para podérsela saltar por algún resquicio. (Saben la ley y guardar la ropa). La ley no hace buenos, sólo justos. Siempre es más fácil y cómoda la ley: darle a cada uno lo que le es propio, que vivir la misericordia, vivir corazón a corazón. La ley es más fácil pero es insuficiente. Conocerla, la conocen pero no la cumplen en su espíritu. Son conscientes que en la cárcel o el descrédito nunca dormirán, pero en paz con sus conciencias tampoco.
Estos hombres al conocer la ley suelen reivindicar bien sus derechos. Y en el caso de los saduceos y fariseos Juan les recuerda que Dios, como el amor, no se puede reivindicar como un derecho y menos como un derecho de clase, de casta. Dios no es patrimonio familiar de nadie. Es padre, no un caudal hereditario.
«Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego».
Estoy convencido que al final uno recoge lo que ha sembrado. Lo que le ocurrirá será conclusión lógica de su vida. Quien siembra vientos, recoge tempestades.
«Yo les bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él les bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene la horquilla en la mano: aventará su era, reunirá su grano en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga».
Juan anuncia la conversión que traerá Jesús, la conversión en el Espíritu. Conversión que exige además de vivir unificado, cohesionado y sin fisura alguna contigo mismo que vivas fundido, fusionado con la voluntad de Dios.
La conversión en el Espíritu nos lleva a ser hombres auténticos a imagen y semejanza de Dios. Nos lleva a vivir como Cristo vivió: cumpliendo la voluntad del Padre, haciendo nuestra su voluntad.
La vida cristiana comienza cuando con toda sinceridad, aunque nos duela, preferimos cumplir la voluntad de Dios antes que la nuestra. Y no por un ejercicio de ascesis, sino porque nos fiamos más de la voluntad de Dios que de la nuestra. Uno es cristiano cuando en la búsqueda de la felicidad al optar y decidir lo hace desde la óptica de la voluntad de Dios porque sabe que es más ventajoso. Uno es cristiano cuando encuentra la felicidad en la realización del plan de Dios, cuando asumimos nuestro destino de ser imagen y semejanza de Dios y en ello ciframos nuestra plenitud, felicidad y santidad como personas. Cuando al cumplir su voluntad experimentamos la paz mental y la serenidad de ánimo.
Esta conversión no es fácil, requiere oración remota, disciplina y ascesis porque somos capaces de contradicción y de ponernos a nosotros mismos barreras, obstáculos y dificultades en nuestra realización. San Pablo llegó a decir que sabiendo lo que nos conviene no lo realizamos. Podemos llegar a utilizarnos, manipularnos, incluso vendernos a nosotros mismos; no digamos a los demás.
Pan vivir convertidos, unificados, cohesionados y fundidos con la voluntad de Dios necesitamos rezar insistentemente el: «Hágase tu voluntad».
La oración, el encuentro con uno mismo y con Dios, es un arte que se aprende con la práctica y que transforma la voluntad del hombre y la hace coincidir con la de Dios. La Iglesia, madre y maestra, madre de nuevos hombres, matrona del futuro y maestra que enseña con dos mil años de experiencia apostólica, dice en su Misal:
«Para que nos concedas lo que deseamos,
haz que supliquemos lo que te agrada» y
«Haz, Señor, que amemos cuanto mandas
y deseemos lo que prometes».
Quien consigue esto alcanza la paz mental y la serenidad de ánimo. Esto es el arte de vivir a Dios y como Dios manda, vivir lo que Él quiere, ser imagen y semejanza suya. Ésta es la clave de la felicidad para el cristiano: Saber hacer su voluntad, lo que le agrada y promete. La llave de la felicidad está en la forma de pensar, la de la paz en la de actuar. Configurar tu forma de pensar y actuar a la de Dios es la conversión que nos trae Jesús. Es nacer de nuevo del agua y del Espíritu, es permitir que nazca en nosotros ese hombre nuevo del Evangelio. Porque nadie nace con la vida hecha y resuelta, nadie nace cristiano, ni imagen histórica de Dios.
Nada de esto se nos da por nacimiento o naturaleza. La vida es don y tarea, en ella todo es elección. Saber elegir y acertar es lo que interesa, porque al final, somos lo que elegimos ser. Somos la elección de un modo de pensar y de actuar.
Se nos recomienda la penitencia, la austeridad, la disciplina para elegir lo que nos conviene y no lo que nos viene en gana; para saber «Hacer su voluntad y no la nuestra». Orar el «Hágase tu voluntad» y «Bautizarse en el Espíritu» es dejarse habitar por Dios, prendar por Dios, es dejar que Dios nos haga nacer de nuevo. Ese segundo nacimiento es fruto de la conversión en el Espíritu.
BENJAMIN OLTRA COLOMER
SER COMO DIOS MANDA
Una lectura pragmática de San Mateo
EDICEP. VALENCIA-1995. Págs. 21-24
SER COMO DIOS MANDA
Una lectura pragmática de San Mateo
EDICEP. VALENCIA-1995. Págs. 21-24
Señor todopoderoso, rico en misericordia, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo; guíanos hasta Él con sabiduría divina para que podamos participar plenamente del esplendor de su gloria.
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