30 de julio de 2010

Ricos... a los ojos de Dios


XVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO- C

En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús:

--Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.

Él le contestó:

--Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?

Y dijo a la gente:

--Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.

Y les propuso una parábola:

--Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: "¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha. Y se dijo: Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años: túmbate, come, bebe y date buena vida”. Pero Dios le dijo: “Necio esta noche te van a exigir la vida Lo que has acumulado, ¿de quien será?” Así será el que amasa riqueza para sí y no es rico ante Dios.

Lc 12, 13-21

En el grupo de discípulos había muchos que seguían a Jesús pero no lo comprendían. Estaban completamente envueltos en las preocupaciones cotidianas y veían al Maestro como un buen mediador para dirimir conflictos familiares. Su deseo no era aceptar la buena nueva sino alcanzar metas personales: la acumulación de riquezas como objetivo último de la vida.

Alguien de entre la multitud llama a Jesús para que le solucione un problema. Su interés es simplemente resolver sus preocupaciones individuales. Jesús con sinceridad y sin rodeos le hace caer en cuenta que su petición está fuera de lugar. Jesús no se siente hombre-orquesta para ir arreglando problemas en todo lado. Además, le hace caer en la cuenta de que su problema no es un asunto de justicia, sino de simple ambición personal. El hombre no veía en Jesús otra cosa que una buena oportunidad para obtener mayor porción en la herencia familiar.

Esta situación es una buena ocasión para instruir a los discípulos acerca del valor de la vida y el valor de las riquezas. La vida es mucho más que una progresiva acumulación de dinero, propiedades, conocimientos y placeres. La búsqueda incesante de seguridades sólo lleva a vivir en un estado de agitación y de angustia existencial. El esfuerzo que es necesario realizar para alcanzar lo que la sociedad nos propone como ideales de vida, generalmente no es proporcional a las satisfacciones. La dinámica de vivir tras las riquezas, el poder y el prestigio termina por convertir la existencia de los seres humanos en una interminable preocupación que nunca se resuelve.

La parábola que Jesús les propone para comprender a fondo esta situación humana recoge una experiencia de la vida cotidiana. Los seres humanos están dispuestos a amontonar riquezas, a transformar la realidad para preservarlas, para sentirse seguros y satisfechos con ellas. Sin embargo, no aprecian el valor de la vida misma. Sus apegos no les dejan ver otra cosa que sus propias ambiciones.

Alguien ha dicho que «todos los hombres somos espontáneamente capitalistas». Lo cierto es que la sed de poseer sin límites no es exclusiva de una época ni de un sistema social, sino que descansa en el mismo hombre, cualquiera que sea el sector social al que pertenezca. El sistema capitalista, dentro de sus límites, lo que hace es desarrollar esta tendencia innoble del hombre en lugar de combatirla y favorecer una convivencia más solidaria y fraterna. Lo estamos viendo todos los días. El móvil que guía a la empresa capitalista es crear la mayor diferencia posible entre el precio de venta del producto y el costo de producción. Pero es que este móvil guía la conducta de casi toda la sociedad. El máximo beneficio posible y la acumulación indefinida de riqueza son algo aceptado por la mayoría de los cristianos como principio indiscutible que orienta su comportamiento práctico en la vida diaria.

Se pretende llenar el vacío interior con la posesión de cosas. La codicia y el afán de poder son «drogas aprobadas socialmente».

Nosotros experimentamos intensamente esta situación. El capitalismo, en su versión neoliberal, lleva a los seres humanos a convertirse en desaforados acumuladores de cosas y en maniáticos del trabajo lucrativo y la eficiencia comercial. En esta sociedad ya no hay espacio para valorar el ser humano como persona. Unicamente existen «clientes», mercado, compraventa, jefes, «hombres de éxito», la gente rica. La demás gente no cuenta...

Por esto, hoy se necesita con mayor urgencia proclamar las palabras de Jesús: «la vida no está en los bienes». La vida tiene valor en sí misma. Es un Don al que todos los seres humanos tienen derecho. Nuestro trabajo no puede ser únicamente la acumulación inconsciente e innecesaria de cosas, de dinero, de placeres. Nuestro trabajo debe ser humanizado. No puede estar en función del éxito comercial sino del crecimiento como personas. No puede ser sólo un mecanismo de sobrevivencia, sino, ante todo, un lugar de realización de un proyecto de vida orientado completamente a alcanzar la plenitud del ser humano a los ojos de Dios.

En el fondo, la situación que vivimos hoy no es de hoy. El capitalismo triunfante lleva ya cinco siglos. Dice Comblin que el cristianismo no ha logrado frenar sus elementos negativos, y que quien se lo va a hacer va a ser la naturaleza, los límites de la naturaleza: la dinámica expansiva, engullidora de recursos humanos, a la macroescala actual, hace ya previsible el agotamiento de los recursos, la desaparición de los bosques, la contaminación de la atmósfera, el agujero de la capa de ozono, la desaparición de las especies biológicas... Llega un momento en que el «tirar abajo los graneros para construir otros más grandes» ya no es viable: se topa con «los límites del crecimiento». La parábola de Jesús, lamentablemente, resulta hoy aplicable no sólo a la desmedida codicia de algunos poderosos que gobiernan de facto nuestro mundo, sino al sistema mismo. ¿Quién pondrá el freno, la naturaleza (sus límites) o la historia (nuestra utopía)? .

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Hoy escuchamos la voz profética del Maestro: tenemos que hacer lugar a Dios en nuestra vida. Lo que contará al final son las buenas obras que hayamos hecho, no el dinero que hemos logrado almacenar. Sería una lástima si se pudiera decir que nuestra única riqueza es el dinero. ¿De qué nos valdrá eso, al final de nuestro camino, cuando nos presentemos ante Dios? ¿No sería llegar con las manos vacías al momento culminante de nuestra vida? Mereceríamos que Jesús nos dijera también a nosotros esa palabra tan fuerte, «¡necios!», si desterramos a Dios de nuestra vida, si no nos preocupamos de los demás, si nos llenamos de nosotros mismos y ponemos la seguridad en las cosas de este mundo, si nos dejamos llevar por la codicia y el afán inmoderado de dinero, de éxito, de placer, de poder. Seríamos estúpidos, como el granjero del evangelio, porque almacenamos cosas caducas, que nos pueden ser quitadas hoy mismo, e irán a parar a otros: mientras que nos hemos quedado pobres delante de Dios.
Señor, tú que eres nuestro creador y quien amorosamente dispone toda nuestra vida, renuévanos conforme a la imagen de tu Hijo y ayúdanos a conservar siempre tu gracia.

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