XVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO- C
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
-Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.
El les dijo:
-Cuando oréis, decid: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación.»
Y les dijo:
-Si alguno de vosotros tiene un amigo y viene durante la medianoche para decirle: «Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle.» Y, desde dentro, el otro le responde: «No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados: no puedo levantarme para dártelos.» Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
Pues así os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide, recibe, quien busca, halla, y al que llama se le abre.
¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra?
¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?
Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?
Lc 11, 1-13
Hoy como ayer hay que seguir haciendo a Jesús la misma petición: enséñanos a orar. Porque hoy como ayer no sabemos probablemente hacerlo. Y no porque desconozcamos el modelo de oración, siempre nuevo y fascinante, sino porque somos indómitamente interesados en nuestra oración. Se impone un cambio de talante y pedir al Padre que nos conceda siquiera algo de su espíritu, a fin de ser unas personas nuevas, capaces de algo más que de estar preocupados de nuestros propios problemas. Cuando el espíritu del Padre entra en una persona, deja de ser problema en ella lo que hasta entonces era un mundo que se le echaba encima.
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El libro del Génesis nos ha presentado a Abrahán en diálogo de amistad con Dios. Como aquel que regatea ante quien tiene más poder que él, intentando beneficiar a un tercero. Aunque parecería que a él ni le va ni le viene, se muestra solidario con los pecadores intercediendo por ellos ante Dios. Y se vale de la bondad de los justos, que aunque pocos, podrán salvar a los injustos, aunque sean muchos. Y con la tenacidad del comerciante oriental que regatea, intentando bajar más y más el precio a pagar, Abrahán presenta a los buenos ante su amigo Dios para que éste olvide la culpa de los malos y los perdone.
Ese regateo ha llegado a su culminación cuando uno solo, Jesucristo, se ha puesto para compensar la balanza de todos los demás, de la humanidad entera pecadora. Uno, el justo, clavado en la cruz, perdonó los pecados de todos. Así lo expresaba san Pablo en la segunda lectura. He ahí dos características propias de la oración cristiana: la intercesión desinteresada, que busca más el bien ajeno que el propio, y la insistencia de quien confía en la bondad del amigo, y no se cansa de aburrirle con su petición. Los que queramos aprender a orar, hemos de imitar el desinterés de Abrahán que intercedía en favor de los habitantes de Sodoma y de Gomorra, a pesar de que nada tenía que perder él. Y su insistencia que no le dejaba rendirse en su petición machacona, confiando en la bondad de su interlocutor, el Señor.
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El amigo acude a su amigo en favor de un tercero. Este dato es importante a la hora de interpretar esa frase: Pedid y se os dará: la insistencia en acudir al Padre deberá tener en cuenta el beneficio de los demás. .....................
En este contexto, el mensaje de Jesús se expresa con gran claridad y belleza: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá, porque quien pide, recibe; quien busca, llama; y al que llama, se le abre».
Y, sin embargo, todos somos conscientes de que las cosas no son tan claras, como parece indicar el relato del evangelio. Todos tenemos la experiencia de que hemos pedido, incluso con insistencia, algún favor de Dios..., y nos hemos quedado con las manos vacías; hemos buscado y no hemos encontrado; hemos llamado a la puerta de Dios y nos parece que nos ha respondido el más absoluto silencio.
El mismo Jesús tuvo esa misma experiencia en su agonía de Getsemaní, cuando pedía con insistencia que pasase de él el cáliz de su pasión y, sin embargo, pocas horas después tenía que beber ese cáliz hasta el final.
La oración de petición no es una especie de recurso mágico a través del cual podemos ver cumplidos nuestros deseos del tipo que sean. Lo expresaba gráficamente san Agustín, cuando afirmaba que «Dios llena los corazones, no los bolsillos».
En este contexto es interesante leer con atención las comparaciones utilizadas por Jesús. Jesús no dice que si le pedimos un pan, se nos va a conceder el pan deseado; lo que nos dice es que no vamos a recibir una piedra. Tampoco dice que el que pide un pescado o un huevo, lo que va a recibir sea lo solicitado, pero afirma claramente que no va a recibir una serpiente o un escorpión. Y su mensaje queda claro en sus últimas palabras: «¡Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden!». La oración de petición no tiene nada que ver con el regateo comercial, insinuado por el texto de Abrahán, sino que debe situarse en un nivel distinto. Lo expresaba espléndidamente el mismo san Agustín: «El hombre no ora para orientar a Dios, sino para orientarse a sí mismo». El fin de la oración no es el de Abrahán: decirle a Dios qué es lo que tiene que hacer, sino el conocer qué es lo que nosotros debemos realizar.
¿No le acontece a nuestra oración que intentamos aturdir a Dios con nuestras palabras y nos falta aquello que decía el mismo Jesús: «No utilicéis muchas palabras, como los paganos que piensan que así serán escuchados..., pues vuestro Padre sabe lo que necesitáis, incluso antes de que comencéis a pedir»? Precisamente en este contexto, Mateo presenta la oración de Jesús, el padrenuestro. Porque, en el fondo, las dos comparaciones de Jesús en el relato del evangelio de hoy no son sino una explicitación del padrenuestro, que es la quintaesencia de la oración cristiana.
Dios ya no es el que discute con Abrahán; es el Padre que Jesús nos ha revelado. Y a ese Padre le pedimos el pan de cada día -el pan que sacia el hambre física y el hambre espiritual de nuestro corazón-; que su nombre sea santificado y su reinado venga sobre nosotros. Y también que nos dé capacidad para perdonar, así como nosotros somos perdonados, para, finalmente, pedirle que «no nos meta en la tentación», que no haga de nuestra vida una prueba intolerable. Esa fue la oración de Jesús que fue escuchada en su agonía de Getsemaní.
Esa gracia de la oración es el don del Espíritu Santo que el Padre bueno no puede negar a aquellos que se lo piden. A nosotros nos gustaría que la oración fuese más eficaz y que respondiese tangiblemente a nuestros deseos, pero, ¿nos parece poco que esta oración nos ayude a asumir la vida y ser capaces de encontrar un gozo que nadie nos podrá quitar?
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Hoy es buen día para aprender a orar. Quizá podríamos hacer una experiencia interesante. Esta: haciendo un alto en nuestra costumbre, decir pausadamente el Padrenuestro, pensar en lo que decimos, detenernos en cada una de sus peticiones, saborear sus frases e intentar que esta experiencia nos impida, en lo sucesivo, repetirlo como si fuéramos cotorras.
Dios Padre Bueno, fuente de toda esperanza, acrecienta en todos nosotros los dones del Espíritu Santo que hemos recibido en el momento de nuestro Bautismo.
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