4 de marzo de 2010

Cinco panes, dos peces


III DOMINGO DE CUARESMA

En una ocasión se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús le contestó:
— ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.
Y les dijo esta parábola:
—Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?” Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.
Lc 13, 1-9




 
Pido disculpas a todos los amigos que no son chilenos y que leerán estas líneas. Es que hoy hablaré de Chile y trataré de hacer lo que cada semana hacemos, quienes ejercemos un ministerio relacionado con la predicación, para hacer carne, vida, alma, alimento, la Palabra del Señor que recibimos cada domingo. Hoy hablaré de Chile, mi tierra, y del Evangelio que hemos recibido. No somos hijos de la noche, ni muertos vivientes que tratan de vivir sombríos en una tierra que cuenta con más de un centenar de volcanes activos en la larguísima Cordillera de los Andes, cuya furia se hace sentir de cuando en cuando. O qué decir de las inundaciones, sequías, o, lo que nos ha golpeado, de un cataclismo que generó tsunami, otros viejos conocidos de nuestros antepasados que conocían de sobra, tal vez mejor que nosotros, el precio de vivir en este pedazo de tierra. Es sólo cosa de recordar a quienes desde otras latitudes pasaron por nuestras tierras en tiempos pasados: recordar a un Charles Darwin que describió en su viaje científico los daños del terremoto de 1835 en la zona central de Chile; Daniel Defoe, que en su Robinson Crusoe menciona un terremoto, recordando desde el pasado que no sólo hoy fenómenos naturales han desolado la bahía de Cumberland y sus alrededores en la isla del célebre náufrago; o Isabel Allende, cuyo cataclismo descrito en La Casa de los Espíritus –poderosamente similar al terremoto de 1960- nos recuerda que el piso se nos mueve, y ese mar que tranquilo nos baña nos alcanza, a veces, con agresiva arrogancia.

Vivir en una tierra así, es claro, no nos deja inmunes ante el fragor de la naturaleza. No somos inmortales: Toda carne es hierba y toda su consistencia, como la flor de los campos: la hierba se seca, la flor se marchita cuando sopla sobre ella el aliento del Señor. Sí, el pueblo es la hierba. La hierba se seca, la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre (Is 40, 6-8). A veces podemos creernos los jaguares, o que somos un país que le está yendo tan bien en la economía, que podemos mirar en menos al resto… o mirar en menos a quien no tiene lo que nosotros tenemos, sólo por motivos económicos. La abundancia de lo material puede hacer que se nos seque el alma, porque todo lo tenemos resuelto, y no necesitamos al otro, ni a Dios…

Por eso, una calamidad como esta nos desnuda. Nos deja en evidencia qué hemos construido como personas y como sociedad. En la concreción de los edificios e infraestructuras dañadas –que hemos podido ver hasta el cansancio en los medios de comunicación por estos días- se manifiesta lo que quedó trizado dentro de cada uno de nosotros. Y se han visto grietas tan grandes que, detrás de la muralla, personas de nuestro propio país se han aprovechado de la situación para justificar, en nombre de la necesidad, saqueos que ni siquiera apuntaban a la satisfacción de necesidades básicas: ¿Alguien me puede decir de qué sirve un flamante televisor LCD cuando no hay agua potable ni electricidad? ¿Qué necesidad se satisface con una botella de whisky escocés de 12 años en tu casa donde ni siquiera hay leche para la mamadera de tu hijo? ¿Cuánto ayuda al resurgimiento de una ciudad derrumbada el incendio de los supermercados y tiendas de vestuario que habían quedado intactos?

¿Es este el Chile del Bicentenario? Se preguntaba un hermano de comunidad hace unos días. ¿Hemos construido una sociedad tan egoísta que, cuando arrecia la necesidad, voy tan campante a robar lo que necesito a la casa del vecino? Y mientras me hago esta pregunta, me viene a la cabeza una multitud de hombres, mujeres y niños, tal vez unos cinco mil, o más, que se hallaron sin lo necesario para comer. De pronto, ante el Maestro preocupado por toda esa gente, y los discípulos sin saber qué hacer, aparece un joven con cinco panes de cebada –ni siquiera de trigo, sino de los más baratos- y dos peces. ¿Qué es esto para tanta gente? Se preguntan los discípulos. Aquel día, todos aprendieron una lección cuando vieron al Maestro que tomó los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron (Jn 6, 11). El compartir los pocos panes y los pocos peces que tengo, junto al aceite que tiene mi vecino, un poco de harina, unos huevos y tenemos la mezcla para hacer pescado frito… alguien tiene agua, otro un jugo en polvo, un poco de fideos… y la mesa se va armando. Tal vez es esa la respuesta que Dios espera de nosotros estos días: la respuesta del joven de los cinco panes y los dos peces. No preguntarnos, como la gente del tiempo de Jesús, como en el evangelio de hoy, si los que murieron en la revuelta contra Pilato o los que murieron aplastados por la torre eran más pecadores que nosotros, que todavía estamos vivos… como si Dios estuviera detrás de la puerta de nuestra vida para hacernos una zancadilla… Les aseguro que no, dice el Señor hoy, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿Acaso porque Dios mismo se encargará de asesinarnos si no nos convertimos? No. La vida no es un momento para tener miedo de Dios, sino para tener confianza en Él. «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: “Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?”. Pero él respondió: “Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás”». Dios confía inmensamente en nosotros, incluso más que nosotros mismos. Y desde esta confianza cree en nosotros, confía en que llegará el bendito momento en que saldrá lo mejor de nosotros mismos, que mañana será mejor, que seremos más fraternos, más solidarios, no pensaremos sólo en nosotros, sino que florecerá el sueño de Dios en nuestra vida.

«Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?» Personalmente he sido testigo, en estos días, cómo muchos amigos y familiares han encarnado a ese joven con sus panes y sus peces: con lo poco de información que tenían, cómo está este sector de Concepción después del terremoto, cómo una amiga hizo posible el primer contacto telefónico con mis padres después del evento, cuando cayeron todas las comunicaciones y debido a mi lejanía física, cómo aparecían muchos viejos compañeros de la pastoral juvenil y, como en los viejos tiempos, se comenzaba a armar una campaña, un fogón de oración, un voluntariado para juntar ropa, medicamentos y comida. Así nos quiere ver el Señor en este momento: no con las manos egoístamente cerradas, sino con las manos abiertas para compartir lo que tenemos.

Agradezco infinitamente a quienes han estado cercanos a mí desde lo lejos, tratando de saber qué pasó con mi gente, las llamadas de apoyo, los mensajes de cercanía y las comunicaciones que artesanalmente se establecían, y ruego ahora por quienes están en el epicentro de los hechos, proponiendo esperanza, compartiendo la Palabra y el pan, escuchando las inquietudes, moviéndose en ráfagas de juventud, más fuertes que el terremoto, cantando el nuevo comienzo de la ciudad nueva, solidaria, que debemos construir. Por mi comunidad religiosa agustina, por las manos que ponen a disposición de este cometido; por los jóvenes que llevan marcado a fuego el carisma de la comunidad en sus corazones inquietos; por nuestra gente que, desde la Iglesia, pequeña comunidad de los discípulos de Jesús, dan de su pobreza y comparten sus cinco panes y sus dos peces.
Fr. José Ignacio Busta, o.s.a.

Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados, mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas.

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