15 de enero de 2009

¿HABLA O NO HABLA DIOS?

 

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HOMILÍA

II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

En aquel tiempo, estaba Juan el Bautista con dos de sus discípulos y, fijando los ojos en Jesús que pasaba, dijo:
"Este es el cordero de Dios".
Los dos discípulos lo oyeron decir esto y siguieron a Jesús. El se volvió hacia ellos y, viendo que lo seguían, les preguntó:
"¿Qué buscan?"
Ellos contestaron:
"¿Maestro, donde vives?".
El les dijo:
"Vengan lo verán".
Se fueron con él, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; eran como las cuatro de la tarde.
Uno de los dos que siguieron a Jesús por el testimonio de Juan era Andrés, el hermano de Simón Pedro. El primero a quien encontró Andrés fue a su hermano Simón, y le dijo:
"Hemos encontrado al Mesías" (que quiere decir Cristo).
Y lo llevó a Jesús y éste, fijando en él la mirada, le dijo:
"Tú eres Simón, hijo de Juan; en adelante te llamarás Cefas" (es decir Pedro).

Jn 1,35-42

L. GRACIETA: DABAR 1991/10

 

La primera y más sencilla lección que debe aprender cualquiera que quiera tratar cuestiones de comunicación es la de los tres elementos esenciales -además del propio mensaje- sobre los que ésta se apoya: emisor, receptor y medio. Para que haya comunicación tiene que haber una emisión, un receptor en sintonía y un medio adecuado que facilite la transmisión del mensaje. Si la comunicación falla puede ser responsabilidad del emisor (quizás no emite, o emite mal, o de forma ininteligible...), puede ser del medio (interferencias, ausencia de un medio adecuado...), puede ser del receptor (no está a la escucha, sintoniza mal, no saber interpretar la señal...).

En la comunicación entre el hombre y Dios, este esquema cuadra a la perfección. Lo que también cuadra es la constatación de dificultades en la recepción del mensaje de Dios. Al menos ahí está el hecho de que muchas personas se quejan y se lamentan: Dios no habla, Dios guarda silencio, Dios calla...

Lo más fácil es echarle las culpas al otro, como solemos hacer en casi todo; la misma manera de constatar las dificultades en nuestra relación con Dios y ya lleva implícita una cierta acusación: es El quien no actúa: no habla, calla, no dice.

Si queremos escuchar una emisora de radio o ver un determinado canal de televisión, bien sabemos que tenemos que "buscar" hasta sintonizar, que las emisoras no surgen en la frecuencia que nosotros queramos sino en las que tienen asignadas. ¿Por qué no somos capaces de aprender esta sencilla lección y pensar que quizás Dios también tiene su "frecuencia" personal? Es fácil decir que Dios no habla, que no emite; pero en la misma acusación estamos descubriendo nuestra "trampa": no queremos sintonizar con El en su frecuencia sino en la nuestra. Por supuesto que es más trabajoso ponerse a buscar; ¿quién no ha experimentado lo fastidioso que resulta, cuando estamos en un lugar distinto a nuestra residencia habitual, ponerse a buscar emisoras que nos ofrezcan algo que nos interesa? Y cuando ha pasado algún tiempo, ya sabemos dónde tenemos que buscar, ya hemos cogido la costumbre de localizar nuestras emisoras preferidas.

Pues bien, exactamente igual nos pasa con Dios. Tenemos que hacer el ejercicio de buscar. Es imprescindible. Aquí no existe la búsqueda automática. Hay que buscar insistentemente, hay que aprender a localizar su emisión, a veces incluso es menester saber interpretarla. Y, cuando llevemos tiempo ejercitándonos, tendremos ya la costumbre de hacerlo, nos será, relativamente fácil "escuchar" la voz de Dios, sintonizar con El, entenderle.

Si de verdad queremos escuchar a Dios -y hay que reconocer que este es el deseo sincero de muchas personas-, tenemos que ejercitarnos en ese ejercicio de "buscarle". Hay que comprender las dificultades que en esta tarea nos podemos encontrar. Pero una buena parte de ellas las ponemos nosotros mismos y, por tanto, somos nosotros quienes debemos superarlas.

Quizás la primera -y posiblemente la más seria- es la de nuestra falta de decisión para comenzar la búsqueda. Estamos cada día más acostumbrados a que nos traigan el mensaje a casa, a que nos lo den explicado y simplificado, a que nos entre, sobre todo, por los ojos. El mundo de la imagen pretende convencer (piénsese en la publicidad), y sabe que cuanto más facilite la tarea al receptor, más éxito tendrá; y nosotros nos hemos "dejado querer", nos hemos dejado llevar por el primer golpe de imagen, por lo que entra de primeras y sin más por los ojos; y hemos perdido en buena medida la costumbre de buscar, comparar, analizar, reflexionar... Hemos querido que Dios nos hable con el mismo lenguaje que el vendedor de jabones, el de colonias o el de electrodomésticos; y tenemos que reconocer que entre estas voces y la voz de Dios necesariamente tiene que haber algunas sustanciales diferencias.

Nuestras acusaciones a Dios, que muchas veces son muy sinceras, no dicen nada sobre Dios sino más bien sobre nosotros. No es un silencio de Dios lo que revelan, sino una sordera nuestra. Y esto aun admitiendo de nuevo que, en ocasiones, no resulta nada fácil reconocer la voz de Dios.

Ya le pasaba a Samuel, como vemos en la primera lectura de hoy; pero Samuel no sólo nos enseña que a veces cuesta reconocer la voz de Dios. También nos enseña que el camino para superar esa dificultad es el de la constancia, la fidelidad, el empeño en oír su voz y responderle.

Dios nos habla a través de su Hijo, de la Iglesia, de la Biblia, de los hombres, de la creación... Y lo hace con una delicadeza suprema; no quiere herir nuestros oídos con grandes voces, pero tampoco nos obliga a forzar nuestros tímpanos para percibir sonidos casi inaudibles; simplemente nos habla, a diario, con y en las cosas de cada día, y de vez en cuando nos lanza una llamada un poco más especial, en los acontecimientos especiales que nos toca vivir, sea la caída de un muro humillante como el de Berlín, sea la muerte de un ser querido...

Frente a la manía de decir que Dios guarda silencio, la costumbre de buscarle y escuchar allí donde él nos quiere hablar. Y aceptar, sencillamente, que el nos envíe sus mensajes del modo y manera que dentro del respeto que tiene hacia la libertad del hombre, más conveniente vea El para nosotros.

¿Habla o no habla Dios? La respuesta es, sencillamente sí; pero la pregunta clave no es ésa, sino esta otra: ¿Escuchamos o no escuchamos los hombres?


Dios todopoderoso y eterno, que con amor gobiernas los cielos y la tierra; escucha paternalmente las súplicas de tu pueblo y haz que los días de nuestra vida transcurran en tu paz.

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