20 de junio de 2008

NO TENER MIEDO





XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO- A


En aquel tiempo dijo Jesús a sus apóstoles: "No teman a los hombres. No hay nada oculto que no llegue a descubrirse; no hay nada secreto que no llegue a saberse. Lo que les digo de noche, repítanlo en pleno día, y lo que les digo al oído, pregónenlo desde las azoteas. No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman, más bien, a quien puede arrojar al lugar de castigo el alma y el cuerpo. ¿No es verdad que se venden dos pajarillos por una moneda? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae por tierra si no lo permite el Padre. En cuanto a ustedes, hasta los cabellos de su cabeza están contados. Por lo tanto, no tengan miedo, porque ustedes valen mucho más que todos los pájaros del mundo. A quien me reconozca delante de los hombres, yo también lo reconoceré ante mi Padre del cielo; pero al que me niegue delante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo".

Mt 10,26-33


Por tres veces invita a Jesús a los suyos, en el texto que acabamos de leer, a no tener miedo. Esas palabras suyas, esa insistencia en que perdamos el miedo, no han perdido, en absoluto, vigencia; antes al contrario, son muchos los que, hoy día, viven sumidos en el miedo o, en el mejor de los casos, lo camuflan de mil formas para no hacer frente a esa realidad que, a pesar de todo, sigue estando ahí, minando nuestras alegrías, nuestras seguridades, nuestras confianzas.


Miedo a la cesantía, a la guerra, al desastre nuclear, a perder votos, a no conseguir el poder, a no conservar la categoría social, a no "triunfar" en la vida, a la oposición, al terrorismo, a la inflación, a la sequía, al hambre, a la soledad, al dolor, a la enfermedad y, sobre todo, miedo a la muerte, como síntesis total de todos los posibles fracasos que en la vida se pueden dar.


Hay, ciertamente, muchas más formas y situaciones de temor, de miedo, de pánico. No se trata de hacer una lista completa. Cada uno conoce sus miedos personales y ésos son los que de verdad cuentan.


A estos hombres concretos de nuestro tiempo, con sus nombres y apellidos, con sus problemas y miedos personales, Jesús nos dirige esa invitación tres veces repetida. No se trata de una afirmación abstracta y general. Va dirigida a todos y cada uno de nosotros. Pero, ¿por qué no hemos de tener miedo? Las cosas no están para bromas y la verdad es que el miedo, además de estar frecuentemente justificado por la dura y triste realidad, puede incluso ser un buen mecanismo de precaución y defensa.


Pues bien, a pesar de todas nuestras consideraciones, a pesar de toda la parte de razón que tenemos -o parecemos tener- en nuestra justificación de nuestros miedos, Jesús insiste: "No tengáis miedo." Y nuestra pregunta sigue sin respuesta: ¿Por qué no hemos de tener miedo? Tres razones básicas aparecen en el texto para justificar nuestra confianza:


-Su plan, su mensaje, su anuncio, se cumplirán. Es verdad que habrá oposiciones de todo tipo: religiosas, políticas, económicas, sociales, psicológicas...; habrá -y hay- incomprensiones, y reveses, problemas y fracasos, persecuciones y muerte. Pero, frente a esta historia, aparentemente negativa, hay otra historia, que hay que saber verla, y es que la historia de Dios, la historia que, a veces de forma imperceptible, pero inapelable, va llevando al hombre a las manos de Dios.


Cielo y tierra pasarán, pero no sus palabras. Es la seguridad que da Jesús; una seguridad que no es sólo palabras; es, también, acción; ahí está su propia resurrección proclamando, de antemano, el triunfo final. Claro, esto sólo "lo ve quien saber ver".


La Solidaridad de Jesús: -Una segunda razón, estrechamente unida a la primera: la solidaridad de Jesús. El no ha dudado en asumir nuestra condición, incluidos los miedos a los que quiere dar respuesta.


El se ha hecho hombre para que nosotros podamos alzarnos hasta Dios nuestro Padre. Quien confía en Jesús verá como Jesús sale fiador por él a la hora de la verdad; pero, eso sí; hay que confiar en él de forma incondicional; si recelamos, si dudamos..., entonces seremos nosotros mismos quienes no podremos estrechar esa mano que Jesús nos tiende. El ha estado junto a nosotros y ahora sigue entre nosotros. De una forma todo lo misteriosa que queramos, pero el hecho es que aquí está, y son muchos los que dan testimonio de esto.


Por muy solos que nos parezca estar, no lo estamos; él nos acompaña, él sigue siendo solidario con nosotros; nada de lo que nos suceda le es ajeno; a veces no comprendemos el porqué de muchas situaciones, de muchos acontecimientos; pero él sigue a nuestro lado, dándonos la fuerza necesaria y suficiente para seguir confiando en él, incluso cuando más difícil nos puede resultar.


El Miedo: - Y hay una tercera razón. Más arriba decíamos que en ocasiones la verdad es que el miedo está perfectamente justificado. Si ese miedo es a la muerte, que es el fin de todo lo que tenemos y somos, que es el fracaso culmen de todos los fracasos que en la vida podamos experimentar, entonces sí que parece que no hay ninguna duda: lo más normal, lo más lógico, es tener miedo.


A este "miedo definitivo" también Jesús da una respuesta. Una respuesta que consiste en hacernos conscientes de cuál es la realidad del hombre. Hay una realidad más amplia, más profunda, más definitiva que la realidad que vemos cuando contemplamos la muerte. Y esa realidad más amplia y más profunda es que la muerte física no es, de ninguna manera, el fin de la persona.


La integridad de la persona no se agota con la integridad física; la integridad de la persona no muere a manos de la enfermedad, del accidente o del arma asesina. La integridad de la persona va mucho más allá de la integridad física. El único que puede destruir esa integridad personal es Dios. ¡Pero Dios está de nuestra parte! Por eso no hay lugar al miedo.


La muerte, la destrucción física de la persona, también tiene un sentido, una razón de ser. En la muerte, Dios no está ausente: está presente, y lo está dando vida, recogiendo en su regazo a la persona, que conserva así su integridad personal para siempre, participando de la misma vida de Dios.


Es verdad que en estas palabras muchas cosas nos pueden sonar a misteriosas; es verdad que a veces nos es difícil o imposible comprender todo esto. Pero no podemos olvidar que lo que se nos pide es trabajar y confiar. Jesús no nos invita a comprender, sino a perder el miedo. Y para ello nos da una razón, no oscura, sino tan luminosa que nos desborda: ¡Dios es nuestro Padre, Dios está de nuestra parte; no temamos! Si hacemos el esfuerzo de leer el Evangelio no como un manual de ascética, de moral o de disciplina eclesial, sino como el lugar donde se nos revela el rostro de Dios, encontraremos insistentemente esta invitación; no ya sólo en el pasaje que hoy hemos leído, sino a lo largo de todo el Nuevo Testamento: "no temáis; paz a vosotros; vuestra alegría no os la quitará nadie; tened confianza; el que teme no es perfecto en el amor; soy yo, no tengáis miedo; no tengáis miedo, os traigo una buena noticia; no tengáis miedo, os haré pescadores de hombres"; etc.


Es una constante: Dios es vuestro Padre; por tanto, no tengáis miedo. Nuestro mundo tiene muchos problemas; el mucho miedo que ha acumulado no es el menor de ellos. Es cierto que hay muchos motivos para tener miedo; pero no es menos cierto, ni menos real, el aprender a confiar; es, justamente, lo que nos propone Jesús: ser realistas, conocer la verdad de nuestra situación; y la verdad de nuestra situación no se queda en los problemas y dificultades; nuestra verdad va mucho más allá; la verdad de nuestra situación es que somos hijos de Dios. Y esa verdad nos debe llevar a confiar. Ahora sólo falta una cosa: que seamos capaces de creernos, de verdad, lo que Jesús nos dice. Y la paz, esa paz que él se empeña en ofrecernos, nacerá y crecerá en nuestro corazón. Incluso aunque sean muchos y muy serios los motivos que pudiéramos tener para sentir temor. Siempre será más fuerte el motivo que tenemos para confiar: Dios está de nuestra parte.

LUIS GRACIETA
DABAR 1987/34


Padre misericordioso: tú que nunca dejas de tu mano a quienes has hecho arraigar en tu amistad, concédenos vivir siempre movidos por tu amor y un filial temor de ofenderte.

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