Italia ha sido tierra fértil donde han surgido abundantes frutos de santidad. Este gran patrimonio humano de fidelidad a Jesucristo es con frecuencia desconocido, y hay hombres y mujeres que han caído en el olvido o sólo se les recuerda en su propia geografía. Es el caso del beato Antonio Patrizi.
Antonio Patrizi nació y vivió en Siena en la primera mitad del siglo XIII, pero se le conoce también como Antonio de Montichiano porque allí murió el año 1311. Ingresó en el convento agustiniano de Lecceto siendo trasladado, más tarde, al de Montichiano donde terminó sus días. Llevó una vida de santidad dedicada al servicio de Dios y de los hermanos.
La dimensión contemplativa –tan importante en la espiritualidad agustiniana– tiene en Antonio Patrizi un exponente claro. Dimensión contemplativa que se traduce en una fuerte pasión por Dios y un incansable servicio a los hermanos, como respuesta a las distintas necesidades de la Iglesia. San Agustín es modelo del abrazo entre la contemplación y la acción. Aunque no dejó nunca de cultivar la interioridad, en cuya intimidad está Dios (cf. La Trinidad, VIII, 7,11), tampoco dejó nunca de lado las exigencias del “Cristo pobre” cada vez que éste llamó a las puertas de su paz (Tratados sobre el Evangelio de San Juan, 57,4).
Dos años después de la muerte de Antonio Patrizi fueron exhumados sus restos y colocados en un altar para la veneración de los muchos fieles que se sentían atraídos por su vida ejemplar. En 1313 se creó una fraternidad que llevó su nombre. Su culto fue confirmado por Pío VII en 1804.
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