Queridos hermanos y hermanas:
Hoy,
al igual que el miércoles pasado, quiero hablar del gran obispo de
Hipona, san Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su
sucesor. Por eso, el 26 de septiembre del año 426, reunió al pueblo
en la basílica de la Paz, en Hipona, para presentar a los fieles a
quien había designado para esa misión. Dijo: «En esta vida
todos somos mortales, pero para cada persona el último día de esta
vida es siempre incierto. Sin embargo, en la infancia se espera
llegar a la adolescencia; en la adolescencia, a la juventud; en la
juventud, a la edad adulta; en la edad adulta, a la edad madura; en
la edad madura, a la vejez. Nadie está seguro de que llegará, pero
lo espera. La vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período
en el que poder esperar; su misma duración es incierta... Yo, por
voluntad de Dios, llegué a esta ciudad en el vigor de mi vida; pero
ahora mi juventud ha pasado y ya soy viejo» (Ep. 213,
1).
En
ese momento, san Agustín dio el nombre de su sucesor designado, el
sacerdote Heraclio. La asamblea estalló en un aplauso de aprobación
repitiendo veintitrés veces: «¡Demos gracias a Dios!
¡Alabemos a Cristo!». Con otras aclamaciones, los fieles aprobaron,
además, lo que después dijo san Agustín sobre sus propósitos para
su futuro: quería dedicar los años que le quedaban a un
estudio más intenso de las sagradas Escrituras (cf. Ep. 213,
6).
De hecho, en los cuatro años
siguientes llevó a cabo una extraordinaria actividad intelectual:
escribió obras importantes, emprendió otras no menos relevantes,
mantuvo debates públicos con los herejes —siempre buscaba el
diálogo—, promovió la paz en las provincias africanas amenazadas
por las tribus bárbaras del sur.
En
este sentido escribió al conde Darío, que había ido a África para
tratar de solucionar la disputa entre el conde Bonifacio y la corte
imperial, de la que se estaban aprovechando las tribus de los moros
para sus correrías: «Acabar con la guerra mediante la
palabra, y buscar o mantener la paz con la paz y no con la guerra, es
un título de gloria mucho mayor que matar a los hombres con la
espada. Ciertamente, incluso quienes combaten, si son buenos, buscan
sin duda la paz, pero a costa de derramar sangre. Tú, por el
contrario, has sido enviado precisamente para impedir que haya
derramamiento de sangre» (Ep.
229, 2).
Por
desgracia, la esperanza de una pacificación de los territorios
africanos quedó defraudada: en mayo del año 429 los vándalos,
invitados a África como venganza por el mismo Bonifacio, pasaron el
estrecho de Gibraltar y penetraron en Mauritania. La invasión se
extendió rápidamente por las otras ricas provincias africanas. En
mayo o junio del año 430, «los destructores del imperio romano»,
como califica Posidio a esos bárbaros (Vida,
30, 1), ya rodeaban Hipona, asediándola.
En
la ciudad se había refugiado también Bonifacio, el cual, habiéndose
reconciliado demasiado tarde con la corte, trataba en vano de
bloquear el paso a los invasores. El biógrafo Posidio describe el
dolor de san Agustín: «Las lágrimas eran, más que de
costumbre, su pan día y noche y, habiendo llegado ya al final de su
vida, vivía su vejez en la amargura y en el luto más que los demás»
(Vida, 28, 6). Y
explica: «Ese hombre de Dios veía las matanzas y las
destrucciones de las ciudades; las casas destruidas en los campos y a
los habitantes asesinados por los enemigos o desplazados; las
iglesias sin sacerdotes y ministros; las vírgenes consagradas y los
religiosos dispersos por doquier; entre ellos, algunos habían
desfallecido en las torturas, otros habían sido asesinados con la
espada, otros habían sido hechos prisioneros, perdida la integridad
del alma y del cuerpo e incluso la fe, reducidos a una dolorosa y
larga esclavitud por los enemigos» (ib.,
28, 8).
Aunque era anciano y estaba
cansado, san Agustín permaneció en la brecha, confortándose a sí
mismo y a los demás con la oración y con la meditación de los
misteriosos designios de la Providencia. Al respecto, hablaba de la
"vejez del mundo" —y en realidad ese mundo romano era
viejo—; hablaba de esta vejez como lo había hecho ya algunos años
antes para consolar a los refugiados procedentes de Italia, cuando en
el año 410 los godos de Alarico invadieron la ciudad de Roma.
En
la vejez —decía— abundan los achaques: tos, catarro, legañas,
ansiedad, agotamiento. Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre
joven. Por eso, hacía la invitación: «No rechaces rejuvenecer
con Cristo, incluso en un mundo envejecido. Él te dice: "No
temas, tu juventud se renovará como la del águila"»
(cf. Serm. 81,
8). Por eso el cristiano no debe abatirse, incluso en situaciones
difíciles, sino que ha de esforzarse por ayudar a los necesitados.
Es
lo que el gran doctor sugiere respondiendo al obispo de Tiabe,
Honorato, el cual le había preguntado si, ante la amenaza de las
invasiones bárbaras, un obispo o un sacerdote o cualquier hombre de
Iglesia podía huir para salvar la vida: «Cuando el peligro es
común a todos, es decir, para obispos, clérigos y laicos, quienes
tienen necesidad de los demás no deben ser abandonados por aquellos
de quienes tienen necesidad. En este caso, todos deben refugiarse en
lugares seguros; pero si algunos necesitan quedarse, no los han de
abandonar quienes tienen el deber de asistirles con el ministerio
sagrado, de manera que o se salven juntos o juntos soporten las
calamidades que el Padre de familia quiera que sufran» (Ep. 228,
2). Y concluía: «Esta es la prueba suprema de la caridad»
(ib., 3). ¿Cómo no
reconocer en estas palabras el heroico mensaje que tantos sacerdotes,
a lo largo de los siglos, han acogido y hecho propio?
Mientras tanto la ciudad de
Hipona resistía. La casa-monasterio de san Agustín había abierto
sus puertas para acoger a sus hermanos en el episcopado que pedían
hospitalidad. Entre estos se encontraba también Posidio, que había
sido su discípulo, el cual de este modo pudo dejarnos el testimonio
directo de aquellos últimos y dramáticos días.
«En
el tercer mes de aquel asedio —narra— se acostó con fiebre:
era su última enfermedad» (Vida, 29,
3). El santo anciano aprovechó aquel momento, finalmente libre, para
dedicarse con más intensidad a la oración. Solía decir que nadie,
obispo, religioso o laico, por más irreprensible que pudiera parecer
su conducta, puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia.
Por este motivo, repetía continuamente entre lágrimas los salmos
penitenciales, que tantas veces había recitado con el pueblo
(cf. ib., 31,
2).
Cuanto
más se agravaba su enfermedad, más necesidad sentía el obispo
moribundo de soledad y de oración: «Para que nadie le
molestara en su recogimiento, unos diez días antes de abandonar el
cuerpo nos pidió a los presentes que no dejáramos entrar a nadie en
su habitación, a excepción de los momentos en los que los médicos
iban a visitarlo o cuando le llevaban la comida. Su voluntad se
cumplió escrupulosamente y durante todo ese tiempo él se dedicaba a
la oración» (ib.,
31, 3). Murió el 28 de agosto del año 430: su gran corazón
finalmente pudo descansar en Dios.
«Para
la inhumación de su cuerpo —informa Posidio— se ofreció a Dios
el sacrificio, al que asistimos, y después fue sepultado» (Vida,
31, 5). Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y,
hacia el año 725, a Pavía, a la basílica de San Pedro en el Cielo
de Oro, donde descansa en la actualidad. Su primer biógrafo da de él
este juicio conclusivo: «Dejó a la Iglesia un clero muy
numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres llenos de
personas con voto de continencia bajo la obediencia de sus
superiores, además de bibliotecas que contenían los libros y
discursos suyos y de otros santos, gracias a los cuales se conoce
cuál ha sido por gracia de Dios su mérito y su grandeza en la
Iglesia, y en los cuales los fieles siempre lo encuentran vivo»
(Posidio, Vida, 31,
8).
Es un juicio que podemos
compartir: en sus escritos también nosotros lo «encontramos vivo».
Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que
se trate de un hombre que murió hace más o menos mil seiscientos
años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un
contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe lozana y actual.
En san Agustín, que nos habla,
que me habla a mí en sus escritos, vemos la actualidad permanente de
su fe, de la fe que viene de Cristo, Verbo eterno encarnado, Hijo de
Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es de ayer,
aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque Cristo es
realmente ayer, hoy y para siempre. Él es el camino, la verdad y la
vida. De este modo san Agustín nos impulsa a confiar en este Cristo
siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida.
BENEDICTUS P.P. XVI
16 de enero de 2008
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