Queridos amigos:
Después
de la Semana de oración por la unidad de los cristianos volvemos hoy
a hablar de la gran figura de san Agustín. Mi querido
predecesor Juan Pablo II le dedicó, en 1986, es decir, en el
decimosexto centenario de su conversión, un largo y denso documento,
la carta apostólica Augustinum
Hipponensem (cf. L'Osservatore
Romano, edición
en lengua española, 14 de septiembre de 1986, pp. 15-21). El mismo
Papa definió ese texto como «una acción de gracias a Dios por el
don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera,
gracias a aquella admirable conversión» (n. 1).
Sobre el tema de la conversión
hablaré en una próxima audiencia. Es un tema fundamental, no sólo
para su vida personal, sino también para la nuestra. En el evangelio
del domingo pasado el Señor mismo resumió su predicación con la
palabra: "Convertíos". Siguiendo el camino de san
Agustín, podríamos meditar en lo que significa esta conversión:
es algo definitivo, decisivo, pero la decisión fundamental debe
desarrollarse, debe realizarse en toda nuestra vida.
La catequesis de hoy está
dedicada, en cambio, al tema de la fe y la razón, un tema
determinante, o mejor, el tema determinante de la biografía de san
Agustín. De niño había aprendido de su madre, santa Mónica, la fe
católica. Pero siendo adolescente había abandonado esta fe porque
ya no lograba ver su racionalidad y no quería una religión que no
fuera también para él expresión de la razón, es decir, de la
verdad. Su sed de verdad era radical y lo llevó a alejarse de la fe
católica. Pero era tan radical que no podía contentarse con
filosofías que no llegaran a la verdad misma, que no llegaran hasta
Dios. Y a un Dios que no fuera sólo una hipótesis cosmológica
última, sino que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y
que entra en nuestra misma vida. De este modo, todo el itinerario
intelectual y espiritual de san Agustín constituye un modelo válido
también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo para
hombres creyentes, sino también para todo hombre que busca la
verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo ser
humano.
Estas
dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse,
sino que deben estar siempre unidas. Como escribió san Agustín tras
su conversión, fe y razón son "las dos fuerzas que nos llevan
a conocer" (Contra academicos,
III, 20, 43). A este respecto, son justamente célebres sus dos
fórmulas (cf. Sermones, 43,
9) con las que expresa esta síntesis coherente entre fe y
razón: crede ut intelligas ("cree
para comprender") —creer abre el camino para cruzar la puerta
de la verdad—, pero también y de manera inseparable, intellige
ut credas ("comprende para
creer"), escruta la verdad para poder encontrar a Dios y creer.
Las dos afirmaciones de san
Agustín expresan con gran eficacia y profundidad la síntesis de
este problema, en la que la Iglesia católica ve manifestado su
camino. Históricamente esta síntesis se fue formando, ya antes de
la venida de Cristo, en el encuentro entre la fe judía y el
pensamiento griego en el judaísmo helenístico. Sucesivamente, en la
historia, esta síntesis fue retomada y desarrollada por muchos
pensadores cristianos. La armonía entre fe y razón significa sobre
todo que Dios no está lejos: no está lejos de nuestra razón
y de nuestra vida; está cerca de todo ser humano, cerca de nuestro
corazón y de nuestra razón, si realmente nos ponemos en camino.
San
Agustín experimentó con extraordinaria intensidad esta cercanía de
Dios al hombre. La presencia de Dios en el hombre es profunda y al
mismo tiempo misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la
propia intimidad: no hay que salir fuera —afirma el
convertido—; "vuelve a ti mismo. La verdad habita en lo más
íntimo del hombre. Y si encuentras que tu naturaleza es mudable,
trasciéndete a ti mismo. Pero, al hacerlo, recuerda que trasciendes
un alma que razona. Así pues, dirígete adonde se enciende la luz
misma de la razón" (De vera religione, 39,
72). Con una afirmación famosísima del inicio de
las Confesiones, autobiografía
espiritual escrita en alabanza de Dios, él mismo subraya: "Nos
hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta
que descanse en ti" (I, 1, 1).
La
lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos.
"Porque tú —reconoce san Agustín (Confesiones,
III, 6, 11)— estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí,
y más alto que lo supremo de mi ser" ("interior
intimo meo et superior summo meo"),
hasta el punto de que, como añade en otro pasaje recordando el
tiempo precedente a su conversión, "tú estabas, ciertamente,
delante de mí, mas yo me había alejado también de mí, y no
acertaba a hallarme, ¡cuánto menos a ti!" (Confesiones, V,
2, 2).
Precisamente
porque san Agustín vivió a fondo este itinerario intelectual y
espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta claridad,
profundidad y sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes
de las Confesiones (IV,
4, 9 y 14, 22) que el hombre es "un gran enigma" (magna
quaestio) y "un gran
abismo" (grande profundum),
enigma y abismo que sólo Cristo ilumina y colma. Esto es
importante: quien está lejos de Dios también está lejos de
sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí
mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a sí
mismo, a su verdadero yo, a su verdadera identidad.
El
ser humano —subraya después san Agustín en el De
civitate Dei (XII,
27)— es sociable por naturaleza pero antisocial por vicio, y quien
lo salva es Cristo, único mediador entre Dios y la humanidad, y
"camino universal de la libertad y de la salvación", como
repitió mi predecesor Juan Pablo II (Augustinum
Hipponensem, 21).
Fuera de este camino, que nunca le ha faltado al género humano
—afirma también san Agustín en esa misma obra— "nadie ha
sido liberado nunca, nadie es liberado y nadie será liberado"
(De
civitate Dei X,
32, 2). Como único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la
Iglesia y está unido místicamente a ella, hasta el punto de que san
Agustín puede afirmar: "Nos hemos convertido en Cristo.
En efecto, si él es la cabeza, nosotros somos sus miembros; el
hombre total es él y nosotros" (In
Iohannis evangelium tractatus, 21,
8).
Según
la concepción de san Agustín, la Iglesia, pueblo de Dios y casa de
Dios, está por tanto íntimamente vinculada al concepto de Cuerpo de
Cristo, fundamentada en la relectura cristológica del Antiguo
Testamento y en la vida sacramental centrada en la Eucaristía, en la
que el Señor nos da su Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por
tanto, es fundamental que la Iglesia, pueblo de Dios, en sentido
cristológico y no en sentido sociológico, esté verdaderamente
insertada en Cristo, el cual, como afirma san Agustín en una página
hermosísima, "ora por nosotros, ora en nosotros; nosotros
oramos a él; él ora por nosotros como sacerdote; ora en nosotros
como nuestra cabeza; y nosotros oramos a él como a nuestro Dios; por
tanto, reconocemos en él nuestra voz y la suya en nosotros"
(Enarrationes in Psalmos, 85,
1).
En
la conclusión de la carta apostólica Augustinum
Hipponensem, Juan
Pablo II pregunta al mismo santo qué quería decir a los hombres de
hoy y responde, ante todo, con las palabras que san Agustín escribió
en una carta dictada poco después de su conversión: "A
mí me parece que hay que conducir de nuevo a los hombres... a la
esperanza de encontrar la verdad" (Ep.,
1, 1), la verdad que es Cristo mismo, Dios verdadero, a quien se
dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de
las Confesiones (X,
27, 38): "Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan
nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo
fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre esas hermosuras que
tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me
mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no
existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y
resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la
respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me
tocaste y me abrasé en tu paz".
San Agustín encontró a Dios y
durante toda su vida lo experimentó hasta el punto de que esta
realidad —que es ante todo el encuentro con una Persona, Jesús—
cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en
cualquier tiempo, tienen la gracia de encontrarse con él. Pidamos al
Señor que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz.
BENEDICTUS P.P. XVI
30 de enero 2008
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