Queridos hermanos y hermanas:
Tras
la pausa de los ejercicios espirituales de la semana pasada, hoy
volvemos a presentar la gran figura de san Agustín, sobre el que ya
he hablado varias veces en las catequesis del miércoles. Es el Padre
de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras, y de ellas
quiero hablar hoy brevemente. Algunos de los escritos de san Agustín
son de fundamental importancia, no sólo para la historia del
cristianismo, sino también para la formación de toda la cultura
occidental: el ejemplo más claro son las Confesiones,
sin duda uno de los libros de la antigüedad cristiana más leídos
todavía hoy. Al igual que varios Padres de la Iglesia de los
primeros siglos, aunque en una medida incomparablemente más amplia,
también el obispo de Hipona ejerció una influencia amplia y
persistente, como lo demuestra la sobreabundante
tradición manuscrita de sus obras, que son realmente numerosas.
Él
mismo las revisó algunos años antes de morir en
las Retractationes y
poco después de su muerte fueron cuidadosamente registradas en
el Indiculus ("índice")
añadido por su fiel amigo Posidio a la biografía de san
Agustín, Vita Augustini.
La lista de las obras de san Agustín fue realizada con el objetivo
explícito de salvaguardar su memoria mientras la invasión de los
vándalos se extendía por toda el África romana y contabiliza mil
treinta escritos numerados por su autor, junto con otros "que no
pueden numerarse porque no les puso ningún número".
Posidio, obispo de una ciudad
cercana, dictaba estas palabras precisamente en Hipona, donde se
había refugiado y donde había asistido a la muerte de su amigo, y
casi seguramente se basaba en el catálogo de la biblioteca personal
de san Agustín. Hoy han sobrevivido más de trescientas cartas del
obispo de Hipona, y casi seiscientas homilías, pero estas
originalmente eran muchas más, quizá entre tres mil y cuatro mil,
fruto de cuatro décadas de predicación del antiguo retórico, que
había decidido seguir a Jesús, dejando de hablar a los grandes de
la corte imperial para dirigirse a la población sencilla de Hipona.
En
años recientes, el descubrimiento de un grupo de cartas y de algunas
homilías ha enriquecido nuestro conocimiento de este gran Padre de
la Iglesia. "Muchos libros —escribe Posidio— fueron
redactados y publicados por él, muchas predicaciones fueron
pronunciadas en la iglesia, transcritas y corregidas, ya sea para
confutar a herejes ya sea para interpretar las sagradas Escrituras
para edificación de los santos hijos de la Iglesia. Estas obras
—subraya el obispo amigo— son tan numerosas que a duras penas un
estudioso tiene la posibilidad de leerlas y aprender a conocerlas"
(Vita Augustini, 18,
9).
Entre
la producción literaria de san Agustín —por tanto, más de mil
publicaciones subdivididas en escritos filosóficos, apologéticos,
doctrinales, morales, monásticos, exegéticos y contra los herejes,
además de las cartas y homilías— destacan algunas obras
excepcionales de gran importancia teológica y filosófica. Ante
todo, hay que recordar las Confesiones,
antes mencionadas, escritas en trece libros entre los años 397 y 400
para alabanza de Dios. Son una especie de autobiografía en forma de
diálogo con Dios. Este género literario refleja precisamente la
vida de san Agustín, que no estaba cerrada en sí misma, dispersa en
muchas cosas, sino vivida esencialmente como un diálogo con Dios y,
de este modo, una vida con los demás.
El
título Confesiones indica
ya lo específico de esta autobiografía. En el latín cristiano
desarrollado por la tradición de los Salmos, la
palabra confessiones tiene
dos significados, que se entrecruzan. Confessiones indica,
en primer lugar, la confesión de las propias debilidades, de la
miseria de los pecados; pero al mismo tiempo, confessiones significa
alabanza a Dios, reconocimiento de Dios. Ver la propia miseria a la
luz de Dios se convierte en alabanza a Dios y en acción de gracias
porque Dios nos ama y nos acepta, nos
transforma y nos eleva hacia sí mismo.
Sobre
estas Confesiones,
que tuvieron gran éxito ya en vida de san Agustín, escribió él
mismo: "Han ejercido sobre mí un gran influjo mientras
las escribía y lo siguen ejerciendo todavía cuando las vuelvo a
leer. Hay muchos hermanos a quienes gustan estas obras"
(Retractationes, II,
6): y tengo que reconocer que yo también soy uno de estos
"hermanos". Gracias a las Confesiones podemos
seguir, paso a paso, el camino interior de este hombre extraordinario
y apasionado por Dios.
Menos
difundidas, aunque igualmente originales y muy importantes son,
también, las Retractationes,
redactadas en dos libros en torno al año 427, en las que san
Agustín, ya anciano, realiza una labor de "revisión"
(retractatio) de toda
su obra escrita, dejando así un documento literario singular y
sumamente precioso, pero también una enseñanza de sinceridad y de
humildad intelectual.
De civitate Dei,
obra imponente y decisiva para el desarrollo del pensamiento político
occidental y para la teología cristiana de la historia, fue escrita
entre los años 413 y 426 en veintidós libros. La ocasión fue el
saqueo de Roma por parte de los godos en el año 410. Muchos paganos
de entonces, y también muchos cristianos, habían dicho: Roma
ha caído, ahora el Dios cristiano y los apóstoles ya no pueden
proteger la ciudad. Durante la presencia de las divinidades paganas,
Roma era caput mundi,
la gran capital, y nadie podía imaginar que caería en manos de los
enemigos. Ahora, con el Dios cristiano, esta gran ciudad ya no
parecía segura. Por tanto, el Dios de los cristianos no protegía,
no podía ser el Dios a quien convenía encomendarse. A esta
objeción, que también tocaba profundamente el corazón de los
cristianos, responde san Agustín con esta grandiosa obra, De
civitate Dei, aclarando qué es
lo que debían esperarse de Dios y qué es lo que no podían esperar
de él, cuál es la relación entre la esfera política y la esfera
de la fe, de la Iglesia. Este libro sigue siendo una fuente para
definir bien la auténtica laicidad y la competencia de la Iglesia,
la grande y verdadera esperanza que nos da la fe.
Este
gran libro es una presentación de la historia de la humanidad
gobernada por la divina Providencia, pero actualmente dividida en dos
amores. Y este es el designio fundamental, su interpretación de la
historia, la lucha entre dos amores: el amor a sí mismo "hasta
el desprecio de Dios" y el amor a Dios "hasta el desprecio
de sí mismo", (De civitate Dei,
XIV, 28), hasta la plena libertad de sí mismo para los demás a la
luz de Dios. Este es, tal vez, el mayor libro de san Agustín, de una
importancia permanente.
Igualmente
importante es el De Trinitate,
obra en quince libros sobre el núcleo principal de la fe cristiana,
la fe en el Dios trino, escrita en dos tiempos: entre los años
399 y 412 los primeros doce libros, publicados sin saberlo san
Agustín, el cual hacia el año 420 los completó y revisó toda la
obra. En ella reflexiona sobre el rostro de Dios y trata de
comprender este misterio de Dios, que es único, el único creador
del mundo, de todos nosotros: precisamente este Dios único es
trinitario, un círculo de amor. Trata de comprender el misterio
insondable: precisamente su ser trinitario, en tres Personas,
es la unidad más real y profunda del único Dios.
El
libro De doctrina christiana es,
en cambio, una auténtica introducción cultural a la
interpretación de la Biblia y, en definitiva, al
cristianismo mismo, y tuvo una importancia decisiva en la formación
de la cultura occidental.
Con
gran humildad, san Agustín fue ciertamente consciente de su propia
talla intelectual. Pero para él era más importante llevar el
mensaje cristiano a los sencillos que redactar grandes obras de
elevado nivel teológico. Esta intención profunda, que le guió
durante toda su vida, se manifiesta en una carta escrita a su colega
Evodio, en la que le comunica la decisión de dejar de dictar por el
momento los libros del De Trinitate,
"pues son demasiado densos y creo que son pocos los que los
pueden entender; urgen más textos que esperamos sean
útiles a muchos" (Epistulae,
169, 1, 1). Por tanto, para él era más útil comunicar la fe de
manera comprensible para todos, que escribir grandes obras
teológicas.
La
gran responsabilidad que sentía por la divulgación del mensaje
cristiano se encuentra en el origen de escritos como el De
catechizandis rudibus, una
teoría y también una práctica de la catequesis, o el Psalmus
contra partem Donati. Los
donatistas eran el gran problema del África de san Agustín, un
cisma específicamente africano. Los donatistas afirmaban: la
auténtica cristiandad es la africana. Se oponían a la unidad de la
Iglesia. Contra este cisma el gran obispo luchó durante toda su
vida, tratando de convencer a los donatistas de que incluso la
africanidad sólo puede ser verdadera en la unidad. Y para que le
entendieran los sencillos, los que no podían comprender el gran
latín del retórico, dijo: tengo que escribir incluso con
errores gramaticales, en un latín muy simplificado. Y lo hizo, sobre
todo en este Psalmus,
una especie de poesía sencilla contra los donatistas para ayudar a
toda la gente a comprender que sólo en la unidad de la Iglesia se
realiza realmente para todos nuestra relación con Dios y crece la
paz en el mundo.
En
esta producción destinada a un público más amplio reviste
particular importancia su gran número de homilías, con frecuencia
improvisadas, transcritas por taquígrafos durante la predicación e
inmediatamente puestas en circulación. Entre estas destacan las
bellísimas Enarrationes in Psalmos,
muy leídas en la Edad Media. La publicación de las miles de
homilías de san Agustín —con frecuencia sin el control del autor—
explica su amplia difusión y su dispersión sucesiva, así como su
vitalidad. Inmediatamente las predicaciones del obispo de Hipona, por
la fama del autor, se convirtieron en textos sumamente requeridos.
Para los demás obispos y sacerdotes servían también de modelos,
adaptados a contextos siempre nuevos.
En
la tradición iconográfica, un fresco de Letrán que se remonta al
siglo VI, representa a san Agustín con un libro en la mano, no sólo para expresar su producción literaria, que tanta
influencia ejerció en la mentalidad y en el pensamiento cristianos,
sino también para expresar su amor por los libros, por la lectura y
el conocimiento de la gran cultura precedente. A su muerte, cuenta
Posidio, no dejó nada, pero "recomendaba siempre que se
conservara diligentemente para las futuras generaciones la biblioteca
de la iglesia con todos sus códices", sobre todo los de sus
obras. En estas, subraya Posidio, san Agustín está "siempre
vivo" y es muy útil para quien lee sus escritos, aunque
—concluye— "creo que pudieron sacar más provecho de su
contacto los que lo pudieron ver y escuchar cuando hablaba
personalmente en la iglesia, y sobre todo los que fueron testigos de
su vida cotidiana entre la gente" (Vita Augustini,
31).
Sí, también a nosotros nos
hubiera gustado poderlo escuchar vivo. Pero sigue realmente vivo en
sus escritos, está presente en nosotros y de este modo vemos también
la permanente vitalidad de la fe por la que dio toda su vida.
BENEDICTUS P.P. XVI
20 de febrero de 2008
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