Queridos hermanos y hermanas:
Con
el encuentro de hoy quiero concluir la presentación de la figura de
san Agustín. Después de comentar su vida, sus obras, y algunos
aspectos de su pensamiento, hoy quiero volver a hablar de su
experiencia interior, que hizo de él uno de los más grandes
convertidos de la historia cristiana. A esta experiencia dediqué en
particular mi reflexión durante la peregrinación
que realicé a Pavía,
el año pasado, para venerar los restos mortales de este Padre de la
Iglesia. De ese modo le expresé el homenaje de toda la Iglesia
católica, y al mismo tiempo manifesté mi personal devoción y
reconocimiento con respecto a una figura a la que me siento muy unido
por el influjo que ha tenido en mi vida de teólogo, de sacerdote y
de pastor.
Todavía
hoy es posible revivir la historia de san Agustín sobre todo gracias
a las Confesiones,
escritas para alabanza de Dios, que constituyen el origen de una de
las formas literarias más específicas de Occidente, la
autobiografía, es decir, la expresión personal de la propia
conciencia. Pues bien, cualquiera que se acerque a este
extraordinario y fascinante libro, muy leído todavía hoy,
fácilmente se da cuenta de que la conversión de san Agustín no fue
repentina ni se realizó plenamente desde el inicio, sino que puede
definirse más bien como un auténtico camino, que sigue siendo un
modelo para cada uno de nosotros.
Ciertamente, este itinerario
culminó con la conversión y después con el bautismo, pero no se
concluyó en aquella Vigilia pascual del año 387, cuando en Milán
el retórico africano fue bautizado por el obispo san Ambrosio. El
camino de conversión de san Agustín continuó humildemente hasta el
final de su vida, y se puede decir con verdad que sus diferentes
etapas —se pueden distinguir fácilmente tres— son una única y
gran conversión.
San
Agustín buscó apasionadamente la verdad: lo hizo desde el inicio y
después durante toda su vida. La primera etapa en su camino de
conversión se realizó precisamente en el acercamiento progresivo al
cristianismo. En realidad, había recibido de su madre, santa Mónica,
a la que siempre estuvo muy unido, una educación cristiana y, a
pesar de que en su juventud había llevado una vida desordenada,
siempre sintió una profunda atracción por Cristo, habiendo bebido
con la leche materna, como él mismo subraya (cf. Confesiones,
III, 4, 8), el amor al nombre del Señor.
Pero
también la filosofía, sobre todo la platónica, había contribuido
a acercarlo más a Cristo, manifestándole la existencia del Logos,
la razón creadora. Los libros de los filósofos le indicaban que
existe la razón, de la que procede todo el mundo, pero no le decían
cómo alcanzar este Logos,
que parecía tan lejano. Sólo la lectura de las cartas de san Pablo,
en la fe de la Iglesia católica, le reveló plenamente la verdad.
San Agustín sintetizó esta experiencia en una de las páginas más
famosas de las Confesiones:
cuenta que, en el tormento de sus reflexiones, habiéndose retirado a
un jardín, escuchó de repente una voz infantil que repetía una
cantilena que nunca antes había escuchado: «tolle, lege; tolle,
lege», «toma, lee; toma, lee» (VIII, 12, 29). Entonces se acordó
de la conversión de san Antonio, padre del monaquismo, y
solícitamente volvió a tomar el códice de san Pablo que poco antes
tenía en sus manos: lo abrió y la mirada se fijó en el pasaje de
la carta a los Romanos donde el Apóstol exhorta a abandonar las
obras de la carne y a revestirse de Cristo (Rm 13,
13-14).
Había
comprendido que esas palabras, en aquel momento, se dirigían
personalmente a él, procedían de Dios a través del Apóstol y le
indicaban qué debía hacer en ese momento. Así sintió cómo se
disipaban las tinieblas de la duda y quedaba libre para entregarse
totalmente a Cristo: «Habías convertido a ti mi ser», comenta
(Confesiones, VIII,
12, 30). Esta fue la conversión primera y decisiva.
El retórico africano llegó a
esta etapa fundamental de su largo camino gracias a su pasión por el
hombre y por la verdad, pasión que lo llevó a buscar a Dios, grande
e inaccesible. La fe en Cristo le hizo comprender que en realidad
Dios no estaba tan lejos como parecía. Se había hecho cercano a
nosotros, convirtiéndose en uno de nosotros. En este sentido, la fe
en Cristo llevó a cumplimiento la larga búsqueda de san Agustín en
el camino de la verdad. Sólo un Dios que se ha hecho «tocable»,
uno de nosotros, era realmente un Dios al que se podía rezar, por el
cual y en el cual se podía vivir.
Es un camino que hay que recorrer
con valentía y al mismo tiempo con humildad, abiertos a una
purificación permanente, que todos necesitamos siempre. Pero, como
hemos dicho, el camino de san Agustín no había concluido con
aquella Vigilia pascual del año 387. Al regresar a África, fundó
un pequeño monasterio y se retiró a él, junto a unos pocos amigos,
para dedicarse a la vida contemplativa y al estudio. Este era el
sueño de su vida. Ahora estaba llamado a vivir totalmente para la
verdad, con la verdad, en la amistad de Cristo, que es la verdad. Un
hermoso sueño que duró tres años, hasta que, contra su voluntad,
fue consagrado sacerdote en Hipona y destinado a servir a los fieles.
Ciertamente siguió viviendo con Cristo y por Cristo, pero al
servicio de todos. Esto le resultaba muy difícil, pero desde el
inicio comprendió que sólo podía realmente vivir con Cristo y por
Cristo viviendo para los demás, y no simplemente para su
contemplación privada.
Así,
renunciando a una vida consagrada sólo a la meditación, san Agustín
aprendió, a menudo con dificultad, a poner a disposición el fruto
de su inteligencia para beneficio de los demás. Aprendió a
comunicar su fe a la gente sencilla y a vivir así para ella en
aquella ciudad que se convirtió en su ciudad, desempeñando
incansablemente una actividad generosa y pesada, que describe con
estas palabras en uno de sus bellísimos sermones: «Continuamente
predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de
todos, es una gran carga y un gran peso, una enorme fatiga»
(Serm. 339, 4).
Pero cargó con este peso, comprendiendo que precisamente así podía
estar más cerca de Cristo. Su segunda conversión consistió en
comprender que se llega a los demás con sencillez y humildad.
Pero hay una última etapa en el
camino de san Agustín, una tercera conversión: la que lo llevó a
pedir perdón a Dios cada día de su vida. Al inicio, había pensado
que una vez bautizado, en la vida de comunión con Cristo, en los
sacramentos, en la celebración de la Eucaristía, iba a llegar a la
vida propuesta en el Sermón de la montaña: a la perfección donada
en el bautismo y reconfirmada en la Eucaristía. En la última parte
de su vida comprendió que no era verdad lo que había dicho en sus
primeras predicaciones sobre el Sermón de la montaña: es decir, que
nosotros, como cristianos, vivimos ahora permanentemente este ideal.
Sólo Cristo mismo realiza verdadera y completamente el Sermón de la
montaña. Nosotros siempre tenemos necesidad de ser lavados por
Cristo, que nos lava los pies, y de ser renovados por él. Tenemos
necesidad de una conversión permanente. Hasta el final necesitamos
esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que
el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida
eterna. San Agustín murió con esta última actitud de humildad,
vivida día tras día.
Esta
actitud de humildad profunda ante el único Señor Jesús lo
introdujo en la experiencia de una humildad también intelectual. San
Agustín, que es una de las figuras más grandes en la historia del
pensamiento, en los últimos años de su vida quiso someter a un
lúcido examen crítico sus numerosísimas obras. Surgieron así
las Retractationes («Revisiones»),
que de este modo introducen su pensamiento teológico, verdaderamente
grande, en la fe humilde y santa de aquella a la que llama
sencillamente con el nombre de Catholica, es
decir, la Iglesia. «He comprendido —escribe precisamente en este
originalísimo libro (I, 19, 1-3)— que uno sólo es verdaderamente
perfecto y que las palabras del Sermón de la montaña sólo se
realizan totalmente en uno solo: en Jesucristo mismo. Toda la
Iglesia, por el contrario —todos nosotros, incluidos los
Apóstoles—, debemos rezar cada día: Perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
San
Agustín, convertido a Cristo, que es verdad y amor, lo siguió
durante toda la vida y se transformó en un modelo para todo ser
humano, para todos nosotros, en la búsqueda de Dios. Por eso quise
concluir mi peregrinación a Pavía volviendo a entregar
espiritualmente a la Iglesia y al mundo, ante la tumba de este gran
enamorado de Dios, mi primera encíclica, Deus
caritas est,
la cual, en efecto, debe mucho, sobre todo en su primera parte, al
pensamiento de san Agustín.
También
hoy, como en su época, la humanidad necesita conocer y sobre todo
vivir esta realidad fundamental: Dios es amor y el encuentro con él
es la única respuesta a las inquietudes del corazón humano, un
corazón en el que vive la esperanza —quizá todavía oscura e
inconsciente en muchos de nuestros contemporáneos—, pero que para
nosotros los cristianos abre ya hoy al futuro, hasta el punto de que
san Pablo escribió que «en esperanza fuimos salvados» (Rm 8,
24). A la esperanza he dedicado mi segunda encíclica, Spe
salvi, la
cual también debe mucho a san Agustín y a su encuentro con Dios.
En
un escrito sumamente hermoso, san Agustín define la oración como
expresión del deseo y afirma que Dios responde ensanchando hacia él
nuestro corazón. Por nuestra parte, debemos purificar nuestros
deseos y nuestras esperanzas para acoger la dulzura de Dios (cf. In
I Ioannis,4, 6). Sólo ella nos
salva, abriéndonos también a los demás. Pidamos, por tanto, para
que en nuestra vida se nos conceda cada día seguir el ejemplo de
este gran convertido, encontrando como él en cada momento de nuestra
vida al Señor Jesús, el único que nos salva, nos purifica y nos da
la verdadera alegría, la verdadera vida.
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