Comenzaremos hoy a preparar el corazón y la mente para celebrar a uno de los más grandes santos de nuestra fe: San Agustín. Lo haremos recordando las más bellas páginas que el Papa Benedicto XVI le ha dedicado durante su pontificado. Hoy meditaremos sobre la vida de este gran santo, hermano y amigo. Que las palabras del Papa nos ayuden a conocerlo y amarlo más.
Queridos hermanos y hermanas:
Después de las grandes
festividades navideñas, quiero volver a las meditaciones sobre los
Padres de la Iglesia y hablar hoy del Padre más grande de la Iglesia
latina, san Agustín: hombre de pasión y de fe, de altísima
inteligencia y de incansable solicitud pastoral. Este gran santo y
doctor de la Iglesia a menudo es conocido, al menos de fama, incluso
por quienes ignoran el cristianismo o no tienen familiaridad con él,
porque dejó una huella profundísima en la vida cultural de
Occidente y de todo el mundo.
Por su singular relevancia, san
Agustín ejerció una influencia enorme y podría afirmarse, por una
parte, que todos los caminos de la literatura latina cristiana llevan
a Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia), lugar donde era obispo;
y, por otra, que de esta ciudad del África romana, de la que san
Agustín fue obispo desde el año 395 hasta su muerte, en el año
430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la
misma cultura occidental.
Pocas
veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz
de acoger sus valores y de exaltar su riqueza intrínseca, inventando
ideas y formas de las que se alimentarían las generaciones
posteriores, como subrayó también Pablo VI: «Se puede
afirmar que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra
y que de ella derivan corrientes de pensamiento que empapan toda
la tradición doctrinal de los siglos posteriores»
(AAS, 62, 1970,
p. 426: L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 31 de mayo de 1970, p. 10).
San
Agustín es, además, el Padre de la Iglesia que ha dejado el mayor
número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice: parecía
imposible que un hombre pudiera escribir tanto durante su vida. En un
próximo encuentro hablaremos de estas diversas obras. Hoy nuestra
atención se centrará en su vida, que puede reconstruirse a través
de sus escritos, y en particular de lasConfesiones,
su extraordinaria autobiografía espiritual, escrita para alabanza de
Dios, que es su obra más famosa. Las Confesiones, precisamente
por su atención a la interioridad y a la psicología, constituyen un
modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental,
incluida la no religiosa, hasta la modernidad. Esta atención a la
vida espiritual, al misterio del yo, al misterio de Dios que se
esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y
permanece para siempre, por decirlo así, como una "cumbre"
espiritual.
Pero, volvamos a su vida. San
Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África
romana, el 13 de noviembre del año 354. Era hijo de Patricio, un
pagano que después fue catecúmeno, y de Mónica, cristiana
fervorosa. Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su
hijo una enorme influencia y lo educó en la fe cristiana. San
Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en
el catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de
Jesucristo; más aún, dice que siempre amó a Jesús, pero que se
alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial,
como sucede también hoy a muchos jóvenes.
San
Agustín tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, cuyo
nombre desconocemos, la cual, tras quedar viuda, fue superiora de un
monasterio femenino. El muchacho, de agudísima inteligencia, recibió
una buena educación, aunque no siempre fue un estudiante ejemplar.
En cualquier caso, estudió bien la gramática, primero en su ciudad
natal y después en Madaura y, a partir del año 370, retórica en
Cartago, capital del África romana: llegó a dominar
perfectamente el latín, pero no alcanzó el mismo dominio en griego,
ni aprendió el púnico, la lengua de sus paisanos.
Precisamente en Cartago san Agustín leyó por primera vez el Hortensius, obra de Cicerón que después se perdió y que se sitúa en el inicio de su camino hacia la conversión. Ese texto ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá, siendo ya obispo, en lasConfesiones: «Aquel libro cambió mis aficiones» hasta el punto de que «de repente me pareció vil toda vana esperanza, y con increíble ardor de corazón deseaba la inmortalidad de la sabiduría» (III, 4, 7).
Pero, dado que estaba convencido
de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente
la verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, al
acabar de leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Pero quedó
decepcionado, no sólo porque el estilo latino de la traducción de
la sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo
contenido no le pareció satisfactorio. En las narraciones de la
Escritura sobre guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la
altura de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad,
propio de la filosofía. Sin embargo, no quería vivir sin Dios;
buscaba una religión que respondiera a su deseo de verdad y también
a su deseo de acercarse a Jesús.
De esta manera, cayó en la red
de los maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una
religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo se divide en
dos principios: el bien y el mal. Así se explicaría toda la
complejidad de la historia humana. También la moral dualista atraía
a san Agustín, pues implicaba una moral muy elevada para los
elegidos; quienes, como él, se adherían a esa moral podían llevar
una vida mucho más adecuada a la situación de la época,
especialmente los jóvenes.
Por
tanto, se hizo maniqueo, convencido en ese momento de que había
encontrado la síntesis entre racionalidad, búsqueda de la verdad y
amor a Jesucristo. Y sacó también una ventaja concreta para su
vida: la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas
de carrera. Adherirse a esa religión, que contaba con muchas
personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una
mujer y progresar en su carrera. De esa mujer tuvo un hijo, Adeodato,
al que quería mucho, muy inteligente, que después estaría presente
en su preparación para el bautismo junto al lago de Como,
participando en los Diálogos que
san Agustín nos dejó. Por desgracia, el muchacho falleció
prematuramente.
Cuando tenía alrededor de veinte
años, fue profesor de gramática en su ciudad natal, pero pronto
regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso
maestro de retórica. Con el paso del tiempo, sin embargo, comenzó a
alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente
desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver
sus dudas; se trasladó a Roma y después a Milán, donde residía
entonces la corte imperial y donde había obtenido un puesto de
prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco,
que era hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.
En Milán, san Agustín adquirió
la costumbre de escuchar, al inicio con el fin de enriquecer su
bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo san
Ambrosio, que había sido representante del emperador para el norte
de Italia. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del
gran prelado milanés; y no sólo por su retórica. Sobre todo el
contenido fue tocando cada vez más su corazón.
El
gran problema del Antiguo Testamento, de la falta de belleza retórica
y de altura filosófica, se resolvió con las predicaciones de san
Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del Antiguo
Testamento: san Agustín comprendió que todo el Antiguo
Testamento es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la
clave para comprender la belleza, la profundidad, incluso filosófica,
del Antiguo Testamento; y comprendió toda la unidad del misterio de
Cristo en la historia, así como la síntesis entre filosofía,
racionalidad y fe en el Logos,
en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.
Pronto san Agustín se dio cuenta
de que la interpretación alegórica de la Escritura y la filosofía
neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las
dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer
contacto con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables.
Así, tras la lectura de los
escritos de los filósofos, san Agustín se dedicó a hacer una nueva
lectura de la Escritura y sobre todo de las cartas de san Pablo. Por
tanto, la conversión al cristianismo, el 15 de agosto del año 386,
llegó al final de un largo y agitado camino interior, del que
hablaremos en otra catequesis. Se trasladó al campo, al norte de
Milán, junto al lago de Como, con su madre Mónica, su hijo Adeodato
y un pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. Así, a
los 32 años, san Agustín fue bautizado por san Ambrosio el 24 de
abril del año 387, durante la Vigilia pascual, en la catedral de
Milán.
Después del bautismo, san
Agustín decidió regresar a África con sus amigos, con la idea de
llevar vida en común, al estilo monástico, al servicio de Dios.
Pero en Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre
repentinamente se enfermó y poco más tarde murió, destrozando el
corazón de su hijo.
Tras regresar finalmente a su
patria, el convertido se estableció en Hipona para fundar allí un
monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de
resistirse, fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con
algunos compañeros la vida monástica en la que pensaba desde hacía
bastante tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio
y la predicación. Quería dedicarse sólo al servicio de la verdad;
no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió
que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así
ofrecerles el don de la verdad. En Hipona, cuatro años después, en
el año 395, fue consagrado obispo.
Al seguir profundizando en el
estudio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana,
san Agustín se convirtió en un obispo ejemplar por su incansable
compromiso pastoral: predicaba varias veces a la semana a sus
fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, cuidaba la formación
del clero y la organización de monasterios femeninos y masculinos.
En poco tiempo, el antiguo
retórico se convirtió en uno de los exponentes más importantes del
cristianismo de esa época: muy activo en el gobierno de su
diócesis, también con notables implicaciones civiles, en sus más
de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona influyó notablemente
en la dirección de la Iglesia católica del África romana y, más
en general, en el cristianismo de su tiempo, afrontando tendencias
religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo,
el donatismo y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe
cristiana en el Dios único y rico en misericordia.
Y
san Agustín se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su
vida: afectado por la fiebre mientras la ciudad de Hipona se
encontraba asediada desde hacía casi tres meses por los vándalos
invasores, como cuenta su amigo Posidio en la Vita
Augustini, el obispo pidió que
le transcribieran con letras grandes los salmos penitenciales "y
pidió que colgaran las hojas en la pared de enfrente, de manera que
desde la cama, durante su enfermedad, los podía ver y leer, y
lloraba intensamente sin interrupción" (31, 2). Así pasaron
los últimos días de la vida de san Agustín, que falleció el 28 de
agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. A sus obras, a
su mensaje y a su experiencia interior dedicaremos los próximos
encuentros.
BENEDICTUS PP. XVI
9 de enero de 2008
Que hermoso... siempre se ha hecho hincapié en la vida desordenada, antes de convertirse, pero nunca había leído que siempre fue educado en la fe y su desviación fue vivida desde su fiel pasión por Jesucristo. Una búsqueda incansable, para llegar a las verdades que hoy, todos conocemos, sin un mínimo de esfuerzo, a él le costo la vida entera.
ResponderBorrarEstamos tan acostumbrados a ingerir el alimento, dolorosamente procesado por él, sin un mínimo de esfuerzo por descubrir la verdad desde la fuente, que nos acomodamos a nuestras pobres visiones y creencia sobre lo magnífico que está ante nuestros ojos y que no brilla en todo su esplendor. El esplendor de la verdad se vive desde la pasión verdadera por Jesús, no desde la pasión ególatra por nosotros mismos... pobre turbia y opaca, como un traste viejo.
Esa es la razón por la que hoy, se vive una tibieza de corazón, una pereza de fe, una ceguera de la VERDAD, que se nos ha regalado desde antes de nacer.