HOMILÍA EN LAS VISPERAS DE LA JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
En la Fiesta de hoy contemplamos al Señor Jesús a quien María y José  presentan en el templo “para ofrecerlo al Señor” (Lc 2,22). En esta  escena evangélica se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el  consagrado del Padre, venido al mundo para cumplir fielmente su voluntad  (cfr Hb 10,5-7).
Simeón lo señala como “luz para iluminar a los pueblos” (Lc 2,32) y  anuncia con palabras proféticas su ofrecimiento supremo a Dios y su  victoria final (cfr Lc 2,32-35). Es el encuentro de los dos Testamentos,  el Antiguo y el Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, Él, que es el  nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo, llevando a  cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los últimos tiempos de  la salvación.
Es interesante observar de cerca esta  entrada del Niño Jesús en la solemnidad templo, en un gran ir y venir de  muchas personas, ocupadas en sus asuntos: los sacerdotes y los levitas  con us turnos de servicio, los numerosos devotos y peregrinos, deseosos  de encontrarse con el Dios santo de Israel. Ninguno de estos sin embargo  se entera de nada. Jesús es un niño como tantos otros, hijo primogénito  de dos padres muy sencillos. Tampoco los sacerdotes resultan capaces de  captar los signos de la nueva y particular presencia del Mesías y  Salvador. Solo dos ancianos, Simeón y Ana, descubren la gran novedad.  Llevados por el Espíritu Santo, encuentran en ese Niño el cumplimiento  de su larga espera y vigilancia. Ambos contemplan la luz de Dios, que  viene a iluminar el mundo, y su mirada profética se abre al futuro, como  anuncio del Mesías: Lumen ad revelationem gentium! (Lc 2,32). En la  actitud profética de los dos ancianos está toda la Antigua Alianza que  expresan la alegría del encuentro con el Redentor. A la vista del Niño,  Simeón u Ana intuyen que es precisamente Él el Esperado.
La Presentación de Jesús en el templo constituye un icono elocuente  de la entrega totak de la propia vida para quienes, hombres y mujeres,  son llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los  consejos evangélicos, “los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre  y obediente” (Exhort. ap. postsinod. Vita consecrata, 1). Por ello la  Fiesta de hoy fue elegida por el venerable Juan Pablo II para celebrar  la Jornada anual de la Vida Consagrada. En este contexto, dirijo un  saludo cordial y agradecido a Monseñor João Braz de Aviz, a quien hace  poco he nombrado Prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida  Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, junto a su secretario  (Mons. Tobin) y los colaboradores. Con afecto saludo a los Superiores  Generales presentes y a todas las personas consagradas.
Quisiera proponer tres breves pensamientos para la reflexión en esta fiesta.
El primero: El icono evangélico de la Presentación de Jesús en el  templo contiene el símbolo fundamental de la luz; la luz que, partiendo  de Cristo, se irradia sobre María y José, sobre Simeón y Ana y, a través  de ellos, sobre todos. Los Padres de la Iglesia relacionaron esta  irradiación con el camino espiritual. La vida consagrada expresa ese  camino, de modo especial, como “filocalía”, amor a la belleza divina,  reflejo de la bondad de Dios (cfr ibid., 19). Sobre el rostro de Cristo  resplandece la luz de esa belleza. “La Iglesia contempla el rostro  transfigurado de Cristo, para conformarse en la fe y no correr el riesgo  de perderse ante su rostro desfigurado en la Cruz … ella es la Esposa  ante el Esposo, partícipe de su misterio, envuelta por su luz, [por la  cual] son alcanzados todos sus hijos … Pero una experiencia singular de  la luz que emana del Verbo encarnado la hacen, ciertamente, los llamados  a la vida consagrada. La profesión de los consejos evangélicos, de  hecho, los pone como signo y profecía para la comunidad de los hermanos y  para el mundo” (ibid., 15).
En segundo lugar, el icono evangélico manifiesta la profecía, don del  Espíritu Santo. Simeón y Ana, contemplando al Niño Jesús, ven su  destino de muerte y de resurrección para la salvación de todas las  gentes y anuncian tal misterio como salvación universal. La vida  consagrada está llamada a ese testimonio profético, ligada a su doble  actitud contemplativa y activa. A las consagradas y consagrados se les  ha concedido manifestar el primado de Dios, la pasión por el Evangelio  practicado como forma de vida y anunciado a los pobres y a los últimos  de la tierra.
“En  virtud de este primado nada puede ser antepuesto al amor personal por  Cristo y por los pobres en los que Él vive. La verdadera profecía nace  de Dios, de la amistad con Él, de la escucha atenta de su Palabra en las  distintas circunstancias de la historia” (ibid., 84).En este sentido,  la vida consagrada, en la día a día en los caminos de la humanidad,  manifiesta el Evangelio y el Reino ya presente y activo.
En tercer lugar, el icono evangélico de la Presentación de Jesús en  el templo manifiesta la sabiduría de Simeón y Ana, la sabiduría de una  vida dedicada totalmente a la búsqueda del rostro de Dios, de sus  signos, de su voluntad, una vida dedicada a la escucha y al anuncio de  su Palabra. “Faciem tuam, Domine, requiram: tu rostro Señor, yo busco  (Sal 26,8) … La vida consagrada es en el mundo y en la Iglesia signo  visible de esta búsqueda del rostro del Señor y de los caminos que  conducen a Él (cfr Jn 14,8). La persona consagrada testifica, por tanto,  el esfuerzo gozoso y a la vez laborioso, de la búsqueda asidua y  consciente de la voluntad de Dios” (cfr Cong. Para los Institutos de  Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, Istr. El servicio de la  autoridad y la obediencia. Faciem tuam Domine requiram [2008], 1).
Queridos hermanos y hermanas, ¡escuchad asiduamente la Palabra,  porque toda sabiduría de vida nace de la Palabra del Señor! Escrutad la  Palabra a través de la lectio divina, porque la vida consagrada “nace de  la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma de  vida. Vivir el seguimiento de Cristo casto, pobre, obediente es, en este  sentido, una “exégesis” viviente de la Palabra de Dios. “El Espíritu  Santo, en virtud del que ha sido escrita la Biblia, es el mismo que  ilumina con una luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores y  fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser  expresión cada regla, dando origen a itinerarios de vida cristiana  marcados por la radicalidad evangélica”. (Ex. ap. postsinodal Verbum  Domini, 83)
Vivimos hoy, sobre todo en las sociedades más desarrolladas, una  situación a menudo marcada por un pluralismo radical, por una progresiva  marginación de la religión de la esfera pública, por un relativismo que  afecta a los valores fundamentales. Esto exige que nuestro testimonio  cristiano sea luminoso y coherente y que nuestro esfuerzo educativo sea  cada vez más atento y generoso. Que vuestra acción  apostólica particular, queridos hermanos y hermanas, se convierta en una  tarea de vida, que acceda, con perseverante pasión, a la Sabiduría como  verdad y como belleza, “esplendor de la verdad”. Que sepáis orientar  con la Sabiduría de vuestra vida y con la confianza en las posibilidades  inagotables de la educación verdadera, la inteligencia y el corazón de  los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo hacia la “vida buena del  Evangelio”.
En este momento mi pensamiento se dirige con especial afecto a todos  los consagrados y las consagradas, de todas los lugares del mundo, y los  encomiendo a la Bienaventurada Virgen María:
Oh María, Madre de la Iglesia,
a tí te confío toda la vida consagrada,
para que obtenga la plenitud de la luz divina:
que viva en la escucha de la Palabra de Dios,
en la humildad del seguimiento de Jesús, tu Hijo y nuestro Señor,
en la acogida de la visita del Espíritu Santo,
en la alegría cotidiana del Magnificat,
para que la Iglesia sea edificada por la santidad de vida
de estos tus hijos e hijas,
en el mandamiento del amor. 
Amén
 
 
 
 
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