2 de febrero de 2011

2 de febrero: La Presentación del Señor. ¡Corramos al encuentro de Cristo!




Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor (de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor) y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones").

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo.

Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz;
porque mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones,
y gloria de tu pueblo, Israel.
 
José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño.

Simeón los bendijo diciendo a María, su madre:

-Mira: Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma.

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.

Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.


Lc 2,22-40
 
Acojamos la luz clara y eterna  
De los sermones de san Sofronio, obispo de Jerusalén (+639)


En Jerusalén, san Sofronio, obispo, que tuvo como maestro y amigo a Juan Mosco, con quien visitó diversos lugares monásticos, siendo elegido a la muerte de Modesto para la sede de la Ciudad Santa, en la cual, cuando cayó en manos de los sarracenos, defendió valientemente la fe y la seguridad del pueblo.



Corramos todos al encuentro del Señor, los que con fe celebramos y veneramos su misterio, vayamos todos con alma bien dispuesta. Nadie deje de participar en este encuentro, nadie deje de llevar su luz.

Llevamos en nuestras manos cirios encendidos, ya para significar el resplandor divino de aquel que viene a nosotros –el cual hace que todo resplandezca y, expulsando las negras tinieblas, lo ilumina todo con la abundancia de la luz eterna–, ya, sobre todo, para manifestar el resplandor con que nuestras almas han de salir al encuentro de Cristo.

En efecto, del mismo modo que la Virgen Madre de Dios tomó en sus brazos la luz verdadera y la comunicó a los que yacían en tinieblas, así también nosotros, iluminados por él y llevando en nuestras manos una luz visible para todos, apresurémonos a salir al encuentro de aquel que es la luz verdadera.

Sí, ciertamente, porque la luz ha venido al mundo, para liberarlo de las tinieblas en que estaba envuelto y llenarlo de resplandor, y nos ha visitado el sol que nace de lo alto, llenando de su luz a los que vivían en tinieblas: esto es lo que nosotros queremos significar. Por esto, avanzamos en procesión con cirios en las manos; por esto acudimos llevando luces, queriendo representar la luz que ha brillado para nosotros, así como el futuro resplandor que, procedente de ella, ha de inundarnos. Por tanto, corramos todos a una, salgamos al encuentro de Dios.

Ha llegado ya aquella luz verdadera que viendo a este mundo alumbra a todo hombre. Dejemos, hermanos que esta luz nos penetre y nos transforme.

Ninguno de nosotros ponga obstáculos a esta luz y se resigne a permanecer en la noche; al contrario, avancemos todos llenos de resplandor; todos juntos, iluminados, salgamos a su encuentro y, con el anciano Simeón, acojamos aquella luz clara y eterna; imitemos la alegría de Simeón y, como él, cantemos un himno de acción de gracias al Engendrador y Padre de la luz, que ha arrojado de nosotros las tinieblas y nos ha hecho partícipes de la luz verdadera.

También nosotros, representados por Simeón, hemos visto la salvación de Dios, que él ha presentado ante todos los pueblos y que ha manifestado para gloria de nosotros, los que formamos el nuevo Israel; y, así como Simeón, al ver a Cristo, quedó libre de las ataduras de la vida presente, así también nosotros hemos sido liberados del antiguo y tenebroso pecado.

También nosotros, acogiendo en los brazos de nuestra fe a Cristo, que viene desde Belén hasta nosotros, nos hemos convertido de gentiles en pueblo de Dios (Cristo es, en efecto, la salvación de Dios Padre) y hemos visto, con nuestros ojos, al Dios hecho hombre; y, de este modo, habien­do visto la presencia de Dios y habiéndola aceptado, por decirlo así, en los brazos de nuestra mente, somos llamados el nuevo Israel. Esto es lo que vamos celebran­do año tras año, porque no queremos olvidarlo.

Oración

Dios todopoderoso y eterno, te rogamos humildemente que, así como tu Hijo unigénito, revestido de nuestra hu­manidad, ha sido presentado hoy en el templo, nos conce­das, de igual modo, a nosotros la gracia de ser presenta­dos delante de ti con el alma limpia. Por nuestro Señor Jesucristo.
 

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