3 de noviembre de 2009

Juan Pablo II: La bala que no llegó a su destino (1° Parte)

De Temas de Historia de la Iglesia

de Alberto Royo Mejía

"UNA MANO DISPARÓ Y OTRA GUIÓ LA BALA"

Era el día 13 de mayo de 1981 y había audiencia general a las cinco de la tarde en la plaza de San Pedro. Ese día, Juan Pablo II comió con dos amigos, el profesor Jéróme Lejeune y su mujer. Lejeune, distinguido genetista francés que había identificado la anomalía cromosómica que causa el síndrome de Down, tenía un papel destacado en el movimiento internacional a favor de la vida. A las cinco en punto, con puntualidad intachable, el pequeño papamóvil, un jeep, pasó por el arco de las Campanas y penetró en la plaza con Juan Pablo II en la parte trasera, sonriendo y saludando a la multitud. La costumbre era dar un par de vueltas a la plaza antes de llevar al Papa al sagrato, la plataforma colocada delante de la basílica, desde donde se dirigiría a la multitud.
El vehículo avanzó con lentitud entre las vallas de madera, por encima de las cuales era frecuente que algunos padres levantaran a sus bebés para que los cogiera el Papa y los bendijera. Juan Pablo acababa de devolver a una niña a sus padres y se dirigía a las Puertas de Bronce del Palacio Apostólico cuando, a las 17’13, se oyó algo extraño: De repente, en el cielo de la tarde, habían echado a volar cientos de palomas. Una fracción de segundo más tarde, gracias a la acústica peculiar de la plaza se supo el motivo.
Colocado detrás de la primera fila de peregrinos, junto a una de las vallas de madera, Mehmet Ali Agca acababa de disparar dos tiros al Papa con una pistola semiautomática Browning de nueve milímetros. Juan Pablo recibió el impacto en el abdomen y cayó hacia atrás, en brazos de su secretario, monseñor Dziwisz. La imagen del Papa inerte, transmitida poco después al mundo entero, recordó inmediatamente a millones de personas las representaciones artísticas de Cristo en su descenso de la cruz .
Juan Pablo fue llevado a toda prisa a una ambulancia cercana, y lo condujeron por el tráfico vespertino de Roma hasta el policlínico Gemelli, que estaba a seis kilómetros. En circunstancias normales, el trayecto se habría cubierto en unos veinticinco minutos, pero la ambulancia lo hizo en ocho. El Papa permaneció consciente a lo largo del recorrido, musitando breves oraciones. Más tarde recordaría que “justo en el momento de caer [...] tuve un presentimiento muy fuerte de que me salvaría”. Quedó inconsciente en el hospital, y reinó la confusión durante unos instantes que pudieron ser nefastos. El aviso del Vaticano al Gemelli se había limitado a las palabras “II Papa é stato colpito”, frase que podía tener múltiples significados (un «golpe», un «ataque» o una «impresión»), relacionados con cuadros igual de múltiples: una caída, un ataque de corazón, una apoplejía, una herida de bala... La decisión inicial fue llevarlo a las habitaciones de la planta décima, siempre preparadas para someterlo a un examen preliminar.
En el caos de la décima planta, no tardó en quedar claro que el paciente, cuyas heridas no estaban a la vista, se encontraba in extremis, con rápido declive de la presión sanguínea y un pulso cada vez más débil. Juan Pablo fue llevado a toda prisa a la sala de operaciones, donde fue preparado para someterle a una intervención inmediata, mientras monseñor Dziwisz administraba a su inconsciente superior los últimos sacramentos de la Iglesia
Uno de los tres cirujanos jefes del Gemelli, el doctor Francesco Crucitti, se había enterado del atentado en el hospital de Via Aurelia. Subió corriendo a su coche, cruzó la ciudad en dirección prohibida por una calle de dos carriles, aplacó con palabras a un airado policía armado con metralleta e irrumpió en el Gemelli, donde “un genio desconocido” (son sus palabras) había pensado en llamar a todos los ascensores de la entrada en previsión de su llegada. Subió a la novena planta y fue asaltado por las enfermeras y los ayudantes, quienes le arrancaron la ropa y le pusieron la bata y el calzado esterilizado, mientras el doctor se lavaba con la máxima rapidez. Otro médico gritó desde la sala de operaciones: “Presión 80, 70, sigue bajando.” Crucitti entró en el quirófano, donde el Papa estaba siendo anestesiado, y puso manos a la obra.
La bala de Agca había hecho estragos en el interior del abdomen del Papa. Cuando efectuó la primera incisión, Crucitti encontró “sangre por todas partes”, tres litros que fueron succionados para que pudiera identificarse la fuente de la hemorragia (la amenaza inmediata a la vida del pontífice). Cortada la hemorragia, e iniciadas las transfusiones, la presión sanguínea y el pulso de Juan Pablo aumentaron y fue posible seguir operando, en palabras posteriores de Crucitti, “con más calma”. A1 explorar el abdomen del Papa el cirujano encontró heridas múltiples, algunas de ellas por impacto directo y otras por el efecto explosivo de la bala al penetrar en el cuerpo. El colon estaba perforado, y en el intestino delgado había cinco heridas. Hicieron falta unas cinco horas de cirugía para cerrar las heridas del colon, extirpar cincuenta y cinco centímetros de intestino y realizar una colostomía provisional.
A las ocho de la tarde se emitió un comunicado preliminar para la prensa y los miles de personas que seguían esperando en la plaza de San Pedro, o que habían acudido a ella una vez hecha pública la noticia del atentado. El comunicado era vagamente tranquilizador, pero no definitivo. Un grupo de peregrinos polacos había llevado a la audiencia una imagen de la Virgen Negra (que, como se dice en Polonia, siempre está presente cuando ocurre algo). Después de que la ambulancia saliera a toda prisa hacia el Gemelli, cogieron el icono y lo colocaron en la silla vacía desde donde Juan Pablo habría pronunciado su mensaje catequístico. Lo derribó una ráfaga de brisa primaveral, y uno de los presentes tuvo ocasión de leer la inscripción del dorso, escrita días antes, quizá semanas: “Que Nuestra Señora proteja del mal al Santo Padre.” A la una menos cuarto de la noche se emitió un segundo boletín en que se informó de que la operación había tenido éxito, y que el estado del paciente era satisfactorio. La multitud, que llevaba más de seis horas rezando el rosario en la plaza, fue dispersándose.
Posteriormente Juan Pablo diría que “una mano disparó y otra guió la bala”. Era la confesión de una intervención milagrosa que hasta el más descreído habría tenido tentaciones de reconocer. Agca, asesino profesional, había disparado a bocajarro, y a pesar de ello la bala que hirió al Papa pasó a pocos milímetros de la arteria principal del abdomen. De haber penetrado en ella, Juan Pablo habría muerto desangrado antes de ser trasladado a la ambulancia desde el papamóvil. Además, la bala, que podría haberlo paralizado, no había afectado la columna vertebral ni ninguno de los centros nerviosos importantes de su posible ruta. Con toda claridad, el disparo de Agca se había desviado al chocar con el dedo del Papa, que estaba roto. Al salir de su cuerpo, la bala cayó al suelo del papamóvil, de donde sería recuperada. Otro disparo, el segundo, rozó el codo de Juan Pablo antes de herir a dos peregrinas estadounidenses.
El Papa permaneció otros cuatro días en la unidad de cuidados intensivos del policlínico. Al día siguiente de la operación recibió la Sagrada Comunión y, el 17 de mayo, empezó a concelebrar desde la cama. El 14. volviendo en sí, preguntó a monseñor Dziwisz si ya habían rezado completas, la última oración del día litúrgico. Dziwisz explicó con dulzura que ya era la tarde siguiente, pero desde ese momento Juan Pablo siempre rezó la liturgia completa de las Horas, recitada por otro en su lugar hasta que tuvo fuerzas para rezarla con Dziwisz o su otro secretario, el padre John Magee.
El 17 de mayo, los peregrinos de la plaza de San Pedro oyeron un mensaje grabado de Juan Pablo II, que estaba decidido a no saltarse su cita de todos los domingos al mediodía. Las últimas palabras eran: “Me siento especialmente próximo a las dos personas que resultaron heridas junto a mí. Rezo por el hermano que me disparó, y a quien he perdonado sinceramente. Unido con Cristo, Sacerdote y Víctima, ofrezco mis sufrimientos a la Iglesia y al mundo. A ti, María, te repito: Totus tuus ego sum.”

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