De Radio Vaticana
Viernes, 19 jun (RV).- El Santo Padre Benedicto XVI ha presidido esta tarde la celebración de las segundas vísperas de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús en la Basílica de San Pedro en ocasión de la apertura del Año Sacerdotal. Durante su homilía el Pontífice ha recordado que “nada hace sufrir más a la Iglesia que los pecados de sus pastores, sobre todo de aquellos que se convierten en ‘ladrones de ovejas’ (Jn 10, 1ss), o porque las desvían con sus doctrinas privadas, o porque las atan con los lazos del pecado y de muerte”.
En este sentido, Benedicto XVI ha recordado que también para los sacerdotes, vale el llamado a la conversión y al recurso de la Misericordia Divina, “e igualmente –ha dicho- debemos dirigir con humildad incesante la súplica al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible riesgo de dañar a aquellos a quienes hemos sido llamados a salvar”. El Papa ha finalizado su homilía señalando que la Iglesia “tiene necesidad de sacerdotes santos; de ministros que ayuden a los fieles a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos”.
Texto completo de la Homilía
Queridos hermanos y hermanas,
En la antífona al Magnificat que dentro de poco cantaremos: “El Señor nos ha acogido en su corazón – Suscepit nos Dominus in sinum et in cor suum”. En el antiguo testamento se habla 26 veces del corazón de Dios, considerado como el órgano de su voluntad: respecto al corazón de Dios el hombre es juzgado. A causa del dolor que su corazón experimenta por los pecados del hombre, Dios decide el diluvio, pero después se conmueve ante la debilidad humana y perdona.
Existe también un párrafo veterotestamentario en el cual el tema del corazón de Dios se encuentra expresado en modo absolutamente claro: es en el capitulo 11 del libro del profeta Oseas, donde los primeros versículos describen la dimensión del amor con el que el Señor se dirigió a Israel en el alba de su historia: “cuando Israel era niño lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo” (v.1). En verdad, a la incansable predilección divina, Israel responde con indiferencia y hasta con ingratitud. “Cuanto más los llamaba –constata el Señor- más se alejaban de mí” (v.2). Aun así Él nunca abandonó Israel en las manos de sus enemigos, porque “mi corazón –observa el Creador del universo- se convulsiona dentro de mi, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas”. (v.8).
¡El corazón de Dios se conmueve de compasión! En la solemnidad del Santísimo Corazón de Jesús, la Iglesia ofrece a nuestra contemplación este misterio, el misterio del corazón de un Dios que se apiada y derrama todo su amor sobre la humanidad. Un amor misterioso, que en los textos del Nuevo Testamento nos es revelado como inconmensurable pasión de Dios por el Hombre. Él no se rinde ante la ingratitud y tampoco ante el rechazo del pueblo que eligió; es más, con infinita misericordia, envía al mundo el Unigénito, su Hijo para que tome en sí el destino del amor destruido; para que, derrotando el poder del mal y de la muerte, pueda restituir dignidad de hijos a los seres humanos convertidos en esclavos por el pecado. Todo esto a un elevado precio: el Hijo Unigénito del Padre se inmola sobre la Cruz: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (cfr Jn 13,1). Símbolo de tal amor que va más allá de la muerte es su costado traspasado por la lanza. Sobre esto el testigo ocular, el apóstol Juan, afirma: “Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua” (cfr Jn 19,34).
Queridos hermanos y hermanas, gracias porque, respondiendo a mi invitación han venido en gran número a esta celebración con la que entramos en el Año Sacerdotal. Saludo a los Señores Cardenales y a los Obispos, en particular al Cardenal Prefecto y al Secretario de la Congregación para el Clero con sus colaboradores, y el Obispo de Ars. Saludo a los sacerdotes y a los seminaristas de los distintos seminarios y colegios de Roma; a los religiosos y las religiosas y a todos los fieles. Dirijo un saludo especial a Su Beatitud Ignace Youssef Younan, Patriarca de Antioquía de los Sirios, venido a Roma para encontrarme y significar públicamente la “ecclesiastica comunio” que le he concedido.
Queridos hermanos y hermanas, detengámonos juntos a contemplar el corazón traspasado del Crucificado. Hace poco hemos escuchado una vez más, en la breve lectura tomada de la Carta de San Pablo a los Efesios, que “Dios, rico de misericordia por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo… Y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús” (Ef 2,4-6). En el corazón de Jesús está expresado el núcleo esencial del cristianismo; en Cristo nos ha sido revelada y donada toda la novedad revolucionaria del Evangelio: el Amor que nos salva y nos hace vivir ya en la eternidad de Dios. El evangelista Juan escribe: “Por que tanto amó Dios al mundo que dio su hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (3,16). Su Corazón divino llama nuestro corazón; nos invita a salir de nosotros mismos, a abandonar nuestras seguridades humanas para confiarnos en Él, y siguiendo su ejemplo, a hacer de nosotros mismos un don de amor sin reservas.
Si es verdad que la invitación de Jesús a “permanecer en su amor” (cfr Jn 15,9) es para cada bautizado, en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, Jornada de Santificación sacerdotal, tal invitación resuena con mayor fuerza para nosotros sacerdotes, de manera particular esta tarde, solemne inicio del Año Sacerdotal, querido por mí en ocasión del 150 aniversario de la muerte del santo Cura de Ars. Me viene de inmediato a la mente una bella y conmovedora afirmación suya, retomada en el Catecismo de la Iglesia Católica: “El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús” (n.1589). ¿Cómo no recordar con conmoción que directamente de este Corazón ha brotado el don de nuestro ministerio sacerdotal? ¿Cómo olvidar que nosotros presbíteros hemos sido consagrados para servir, con humildad y autoridad, el sacerdocio común de los fieles? La nuestra es una misión indispensable para la Iglesia y para el mundo, que requiere fidelidad total a Cristo e incesante unión con Él; exige por tanto que tendamos constantemente hacia la santidad como hizo san Juan Maria Vianney. En la Carta dirigida a ustedes con motivo de este especial año jubilar, amados hermanos sacerdotes, he deseado poner en evidencia algunos aspectos cualificativos de nuestro ministerio, haciendo referencia al ejemplo y la enseñanza del Santo Cura de Ars, modelo y protector de todos los sacerdotes, y en particular de los párrocos. Que ésta mi carta les sea de ayuda y de estímulo para hacer de este año una ocasión propicia para crecer en la intimidad con Jesús, que cuenta con nosotros, sus ministros, para difundir y consolidar su Reino. Y por lo tanto, “con el ejemplo del Santo Cura de Ars - así concluía mi Carta- déjense conquistar por él y serán también ustedes, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, de reconciliación y de paz”.
¡Dejarse conquistar plenamente por Cristo! Ésta ha sido la finalidad de toda la vida de san Pablo, a quien hemos dirigido nuestra atención durante el Año Paulino que llega a su conclusión; ésta ha sido la meta de todo el ministerio del Santo Cura de Ars, que invocaremos de manera particular durante el Año Sacerdotal; que este sea también el objetivo principal de cada uno de nosotros. Para ser ministros al servicio del Evangelio, ciertamente es útil el estudio con una dedicada y permanente formación pastoral, pero es aun más necesaria aquella “ciencia del amor” que se aprende sólo en el “corazón a corazón” con Cristo. Es Él de hecho quien nos llama para partir el pan de su amor, para perdonar los pecados y para guiar la grey en su nombre. Justamente por esto no debemos jamás alejarnos de la fuente del Amor que es su Corazón atravesado sobre la cruz.
Sólo así seremos capaces de cooperar con eficacia con el misterioso “designio del Padre” que consiste en ¡“hacer de Cristo el corazón del mundo”! Designio que se realiza en la historia, cada vez que Jesús se convierte en el Corazón de los corazones humanos, comenzando por quienes están llamados a estarle más cerca, los sacerdotes. Nos vuelven a llamar a este constante compromiso las “promesas sacerdotales”, que hemos pronunciado el día de nuestra Ordenación y que renovamos cada año, el Jueves Santo, en la Misa Crismal. Incluso nuestras carencias, nuestros límites y debilidades deben reconducirnos al Corazón de Jesús. Si de hecho es verdad que los pecadores, contemplándolo, deben aprender el necesario “dolor de los pecados” que los vuelva a conducir al Padre, esto vale aun más para los ministros sagrados. ¿Cómo olvidar a este propósito, que nada hace sufrir más a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que los pecados de sus pastores, sobre todo de aquellos que se convierten en “ladrones de ovejas” (Jn 10, 1ss), o porque las desvían con sus doctrinas privadas, o porque las atan con los lazos del pecado y de muerte? También para nosotros queridos sacerdotes, vale el llamado a la conversión y al recurso de la Misericordia Divina, e igualmente debemos dirigir con humildad incesante la súplica al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible riesgo de dañar a aquellos a quienes hemos sido llamados a salvar.
Hace poco he podido venerar, en la Capilla del Coro, la reliquia del Santo Cura de Ars: su corazón. Un corazón inflamado de amor divino. Que se conmovía al pensamiento de la dignidad del sacerdote y hablaba a los fieles con acentos tocantes y sublimes, afirmando que ¡“después de Dios, el sacerdote lo es todo!... El mismo no se entenderá bien sino en el cielo” (cfr Carta para el Año Sacerdotal, p.2). Cultivemos queridos hermanos, esta misma conmoción, ya sea para cumplir nuestro ministerio con generosidad y dedicación, ya sea para custodiar en el alma un verdadero “temor de Dios”: el temor de poder privar de tanto bien, por nuestra negligencia o culpa, las almas que nos han sido confiadas o de poderlas –¡Dios no lo permita!- dañar. La Iglesia tiene necesidad de sacerdotes santos; de ministros que ayuden a los fieles a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos. En la adoración eucarística, que seguirá a la celebración de las Vísperas, rogaremos al Señor para que inflame el corazón de cada presbítero con aquella caridad pastoral capaz de asimilar su personal “yo” a aquel de Jesús Sacerdote, para así poderlo imitar en la más completa auto donación. Que nos obtenga esta gracia la Virgen Maria, de quien mañana contemplaremos con viva fe el Corazón inmaculado. Es por ella que el Santo Cura de Ars nutría una filial devoción, tanto así que en 1836, en anticipación a la proclamación del Dogma de la Inmaculada Concepción, había ya consagrado su parroquia a Maria “concebida sin pecado”. Y mantuvo la costumbre de renovar a menudo esta ofrenda de la parroquia a la Santa Virgen, enseñando a los fieles que “no había más que dirigirse a ella para ser escuchados”, por el simple motivo que ella “desea sobretodo vernos felices”. Que nos acompañe la Virgen Santa, nuestra Madre, en el Año Sacerdotal que hoy iniciamos, para que podamos ser guías firmes e iluminadas para los fieles que el Señor confía a nuestros cuidados pastorales ¡Amen!
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