21 de junio de 2007

PEREGRINO




XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO- C


Un día en que Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él, les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos le respondieron: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado». «Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?». Pedro, tomando la palabra, respondió: «Tú eres el Mesías de Dios». Y él les ordenó terminantemente que no lo dijeran a nadie. «El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día».
Después dijo a todos: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará.


Lc 9,18-24



Nuestra fe es un camino. Un sendero que nos hace transitar por muchos paisajes, experiencias, experimentando el dolor, la alegría, el cansancio, la esperanza… y la vida pasa, más rápida o lentamente conforme nuestro tiempo se va construyendo, de acuerdo con nuestras opciones, pequeñas y grandes. La semana pasada hablábamos del motor, el eje y las ruedas del “automóvil” de nuestra fe, con el que vamos transitando por este sendero. Para San Agustín nuestra condición de vida es la de ser un peregrino. Como hemos visto, o nosotros mismos hemos hecho la experiencia, el hombre o la mujer que realizan un largo camino hacia un santuario saben lo que es caminar y cansarse, andar ligeros de equipaje para que la mochila no pese tanto, y enfrentarse a menudo con las propias aprehensiones, cansancios, rabietas interiores porque se quiere llegar pronto a destino pero la realidad indica que faltan muchos kilómetros para llegar al lugar santo. En esas experiencias límites, como en otro tiempo el pueblo de Israel en el desierto, uno aprende a conocerse más, a medir las propias fuerzas y a descubrir que un momento largo de descanso puede suponer el perder todas las ganas de retomar el camino. Y nuestra vida, surcada por los días, también puede parecerse a un camino.


Hay experiencias que marcan la vida, mientras caminamos: los paisajes de la patria, las personas que nos han acompañado durante la vida, los buenos y los malos años, las posibilidades que se nos dan para crecer interiormente… y sin duda, la búsqueda que más nos hace gustar lo sabroso de la vida es esa que se libra dentro de nosotros mismos. Como la cocinera que no sabe dónde está la sal en la cocina, y la busca con pasión porque la comida está casi lista pero no tiene sal, así pasa con la vida de fe. Buscar el por qué de la vida le da más sabor, más sustancia a la propia existencia. Quienes están en ese camino comienzan a descubrir que la vida no está hecha de pequeños momentos que llegan y se van, sino que hay algo que todo lo unifica, que hay una cierta coherencia, un cierto hilo que es capaz de unir el placer con el dolor, la vida y la muerte, la luz y la sombra, el gozo y la desesperanza. Es una vida que se vive “sabrosamente”.


¿No es verdad esto? ¿No descubres que en tu vida algo ha pasado desde que el Señor está más presente en ella? O tal vez eres de los que aún están dando los primeros pasos en la fe… no tengas vergüenza: siempre estamos dando pasos en la fe. Un maestro espiritual no es maestro porque ya llegó a la meta, sino porque, simplemente, va un poco más adelante que nosotros. Pero tiene que caminar igual que tú, que tal vez has dado uno, dos, cinco pasos… y como tú, él podría detenerse demasiado en un momento y comenzar a retroceder.


Ahora bien: por el camino comenzamos a descubrir una verdad que se graba como fuego en el alma, y que el hombre que sólo se limita a mirar desde la razón no lo descubrirá con tanta facilidad: no estás solo en este camino. Comienzas a mirar lo que te rodea, y haces tuyas las palabras que, por ejemplo, cito a continuación, del poeta español Leopoldo Panero:

Ahora que siento mi corazón como un árbol derribado en el bosque,

y aun el hacha clavada en él siento,

y el golpe en mi alma,

y la savia cortada en mi alma,

Tú que andas sobre la nieve.

Ahora que alzo mi corazón,

y lo alzo vuelto hacia Ti mi amor,

y lo alzo como arrancando todas mis raíces,

donde aun el peso de tu cruz se siente.

Ahora que el estupor me levanta desde las plantas de los pies,

y alzo hacia Ti mis ojos, Señor,

dime quién eres, ilumina quién eres,

dime quién soy también, y por qué la tristeza de ser hombre,

Tú que andas sobre la nieve.

Toda nuestra vida es búsqueda. El ser humano es un ser inquieto, y mientras seas inquieto estarás vivo. Por el contrario, quien se detuvo y dejó de buscar, comenzó a morir por dentro.


La Palabra de este domingo es una verdadera ayuda para nuestra vocación de peregrinos: en la primera lectura el Señor nos promete por boca del profeta Zacarías un espíritu de gracia y de súplica; y ellos mirarán hacia mí. En cuanto al que ellos traspasaron, se lamentarán por él como por un hijo único y lo llorarán amargamente como se llora al primogénito (Za 12,10). Miraremos, por ese Espíritu, a Dios mismo. Y a aquél que hemos traspasado -¿cómo no ver en estas palabras una profecía sobre Cristo, traspasado por los clavos en la cruz?- lo lloraremos como se llora al hijo único. Descubriremos por ese Espíritu, por ese compañero de camino que nos ayudará a ampliar nuestra mirada –como hemos reflexionado los domingos anteriores- y nos recordará que hay un Dios que nos ha amado sin límites y que nos invita a amar sin límites.


En Dios hemos recibido la gran respuesta para nuestra vida. El Salmo es expresión de esta búsqueda y sed de Dios, constante, siempre presente en el hombre. Parece que Dios sacia por un momento y luego nos da más sed… porque dentro de nosotros hay un pozo infinito, al que si nos acercamos nunca veremos el fondo. Por eso, hay que llenarlo con algo que no se termine jamás. Mejor dicho, con Alguien:

Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte. Dame la gracia de que yo ansíe siempre ver tu Rostro. Dame fuerzas para la búsqueda, tú que hiciste que te encontrara y que me has dado esperanzas de un conocimiento más perfecto. Ante ti está mi firmeza y mi debilidad. Sana ésta, conserva aquélla. Ante ti está mi ciencia y mi ignorancia. Si me abres, recibe al que entra. Si me cierras el postigo, recibe al que llama. Haz que me acuerde de ti, que te comprenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones,hasta mi cambio completo. Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin comprenderlas, y tú permanecerás todo en todos, y entonces, viviremos siempre, alabándote unánimemente, Y hechos en ti también nosotros una sola cosa (SAN AGUSTÍN).

Así llegamos al Evangelio. Jesús pregunta a sus discípulos quién dice la gente que es él. Los apóstoles le refieren lo que han escuchado: unos dicen que es Juan el Bautista –resucitado, porque ya lo habían matado- para otros algún profeta… y nosotros podríamos referir las respuestas que a lo largo del camino: unos dicen que es un profeta sabio; otros dicen que durante los años en que no se sabe nada de Él, emprendió un viaje al Tíbet donde conoció los senderos de la iluminación; otros lo consideran un líder político; otros, un extraterrestre… a continuación, el Señor pregunta directamente: Y tú, ¿qué dices que soy yo? Detengámonos un momento, porque no se trata ahora de responder algo un poco apresurado. ¿Repetirías la última teoría del último libro de moda sobre Jesucristo? ¿Darías tu opinión así como darías tu opinión sobre el programa de TV que viste anoche? Perdona si soy un poco duro, pero es verdad: has buscado y sigues buscando a Dios no sólo con la razón –que es muy importante, pero tu vida no se resume solamente en lo que piensas… la vida es algo más compleja y completa-, sino con la vida. Por eso, antes de responder a esa pregunta, mira tu vida: ¿Qué has buscado? ¿A quién has buscado? Y, lo más importante: ¿Quién ha tocada a la puerta de tu corazón? Desde ahí, responde a la pregunta sobre quién es Jesús para ti. Y créeme, te sorprenderás.


Otra cosa que hay que tener en cuenta para responder es la siguiente: no eres llamado a creer y vivir aislado de los demás: mira a los discípulos. No creyeron para vivir solos. Habían doce, más cercanos a Jesús, que eran los apóstoles, que vivían con Él; habían muchos más discípulos que se reunían y, luego de la Resurrección y Ascensión del Señor, estaban juntos, celebrando la fracción del pan –la Eucaristía- cada domingo, día del Señor. ¿Qué quiero decir con esto? Recordar una canción que conozco desde que tenía tres años: Yo soy la Iglesia, tú eres la Iglesia, somos la Iglesia del Señor… al responder a Jesús recuerda lo que crees: formas parte de la comunidad de los discípulos de Jesús hoy –la Iglesia-, que puede tener detalles bellos, cosas muy criticables… pero, en sí guarda un tesoro: el Evangelio. Y luego de la homilía cada domingo dices: Creo en Dios… haces tuya la fe de la comunidad de Jesús. Porque eres parte de ella. Dejémonos de pensar en “la Iglesia” como sólo el Papa, los Obispos, los curas y las monjas… ellos son también parte de la Iglesia, pero tú también eres la Iglesia. Como dice Pablo hoy, en la segunda lectura: todos ustedes, por la fe, son hijos de Dios en Cristo Jesús… todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús (Gal 3, 26.28). Responde con la Iglesia, de la cual formas parte. Mira lo que celebras cada domingo, y encontrarás, además, la brújula para siempre apuntar hacia el Norte y no aceptar ideologías que van contra lo que tú has recibido de Dios, y de lo que has creído. Mira tu fe, defiéndela y consérvala.


Podríamos sacar muchas más enseñanzas del evangelio de hoy, pero por el momento es suficiente. Es hora de seguir caminando, iluminados por nuestra fe. Que el Señor a todos nos dé fuerzas mayores para seguirlo buscando y sobre todo, darlo a conocer no queriendo imponer nuestra Verdad, sino de acuerdo a las palabras del Maestro: El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Una vida con espíritu cristiano es mil veces más elocuente que mil palabras sin una vida coherente. ¿Sigamos caminando?


Concédenos vivir siempre, Señor, en el amor y respeto a tu Santo Nombre, porque jamás dejas de dirigir a quienes estableces en el sólido fundamento de su amor.

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