17 de mayo de 2007

¿NOS DEJA SOLOS?



ASCENSIÓN DEL SEÑOR- C



Y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto».
Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios.


Lc 24,46-53


Celebramos este Domingo la Ascensión del Señor. Han pasado cuarenta días desde la fiesta más importante para nosotros los cristianos –la Pascua de Resurrección- y hemos caminado junto a los discípulos este tiempo de cuarenta días –número que siempre va unido a la idea de preparación: como el tiempo de Cuaresma o el Adviento, que tienen una duración de cuarenta días- en que hemos disfrutado el recuerdo de las apariciones de Jesús Resucitado a los discípulos, hemos recordado enseñanzas importantes de su Evangelio y nos hemos preparado –siempre por medio de la liturgia, que nos ha conducido a ello- a vivir este día, siempre a la par con la experiencia de los discípulos.


Por eso, vale la pena recordar, junto a las apariciones del Resucitado, que parecen bastante de acuerdo con este tiempo de Pascua, los “otros” evangelios que han marcado este tiempo litúrgico que estamos a punto de finalizar, el día de Pentecostés. La liturgia nos ha ofrecido un camino de conversión durante estos cuarenta días, y vamos a recordarlo antes de dar vuelta la página y celebrar la venida del Espíritu Santo la próxima semana. ¿Miremos un poco hacia atrás, para ver con más claridad lo que tenemos que tener en cuenta para más adelante? Elaboremos, en pequeños puntos, los hitos de este tiempo pascual.


Nacer de nuevo (2° Semana): Durante la segunda semana del Tiempo Pascual reflexionamos largamente con el capítulo 3 del Evangelio de San Juan, específicamente con el diálogo que el Maestro sostiene con Nicodemo. Parece ser que la pregunta estaba en el aire, aun después de haber vivido con gozo el tiempo de Pascua: este Jesús que resucita, ¿me da algún significado, especialmente para mi vida concreta? Lentamente el Maestro desenvolvía su argumento delante de este hombre erudito en la Ley Judía: hay que hacerse pequeños, nacer de nuevo, no según la carne, sino que según el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es Aquél que, cuando entra en nuestra vida, lo revoluciona todo y llena de sentido lo que somos y hacemos. La resurrección no constituye un hecho aislado de la historia pasada de la humanidad si el Espíritu Santo nos une definitivamente con la persona de Jesús.


Ahora bien, la pregunta clave para nosotros hoy es: ¿Estamos unidos definitivamente con la persona de Jesús, sí o no? Y la respuesta es SÍ. Claro, a veces nos encontramos como el autor del salmo 42:


Mis huesos se quebrantan
por la burla de mis adversarios;
mientras me preguntan sin cesar:
“¿Dónde está tu Dios?”.
¿Por qué te deprimes, alma mía?
¿Por qué te inquietas?
Espera en Dios,
y yo volveré a darle gracias,
a él, que es mi salvador y mi Dios.


Sal 42,11-12



Y los adversarios nuestros pueden ser: las aflicciones, las malas noticias, la falta de amor, las muertes repentinas de los seres queridos, el clima de increencia que cuestiona la fe de los creyentes… todos parecen preguntarnos: “¿Dónde está tu Dios?”. Y se nos olvida el tesoro que tenemos en el corazón. Se nos olvida que nuestro destino no será la muerte que se deja entrever, bajo formas de injusticia, indiferencia, falta de solidaridad, falta de esperanza, falta de comprensión, afán por el dinero, etc., etc., signos de muerte que conviven con los signos de vida que nos ofrece la vida, pero claro, en una piel blanca se notan más los lunares, aunque sean pequeños… por eso, un primer punto es recordar que hay que renovar hoy y siempre nuestra conciencia de pertenecer a Jesús para siempre. El Bautismo ha cambiado nuestra vida. Pertenecemos a Dios, que ha vencido la muerte, lo que significa que nuestra muerte también está vencida. Por eso, no será la destrucción de nuestra persona… sólo un paso, para la vida que Dios nos ofrece. Tarea nuestra será, en concreto, derrotar la muerte –el pecado- que todavía anda rondando en nuestro ser.

Jesús es el Pan de Vida (3° Semana): Junto con el Bautismo, el otro Sacramento que nos une definitivamente con Jesús es la Eucaristía, hecho que la Iglesia reflexionó al leer poco a poco el capítulo 6 del Evangelio de Juan. La Eucaristía, según se desprende de este capítulo, no es sólo una acción piadosa, o una comida simbólica… es recibir verdaderamente el Cuerpo y Sangre del Señor. ¿Por qué debemos recibirlo? Él mismo lo ha aclarado con estas palabras: Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente (Jn 6,51). Recibiremos la vida eterna al recibirlo a Él. Comer de la carne del Hijo de Dios es participar en lo más íntimo de su vida. Por eso, escuchando su Palabra podemos obtener sus bendiciones, orientación para la vida… y comer su Carne y beber su Sangre es hacer nuestra su Palabra: es hacer un acto profundo de fe en Él, dejando que su Vida sea nuestra Vida. Es dejar espacio para que Jesús se haga carne en nuestra vida… ¿No es esa la tarea que tiene un discípulo ante sus ojos, cuando decide seguir un determinado maestro? Como decía Pablo en la Carta a los Filipenses: Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Flp 2,5).


Y aquí viene la segunda parte de lo que significa la Eucaristía: no sólo engendrar bellos sentimientos hacia Dios, sino hacia el hermano que está a mi lado: el que está en el templo conmigo y come del mismo Pan, el pobre que me observa por la calle, el marido o la mujer, los hijos, los compañeros de estudio… mejor, dejemos hablar al apóstol Juan, que nos regala una joya en su 1° Carta, más bien, una vacuna para prevenir la hipocresía en nuestro ser cristiano:


Nosotros sabemos que hemos pasado
de la muerte a la Vida,
porque amamos a nuestros hermanos.
El que no ama permanece en la muerte.
El que odia a su hermano es un homicida,
y ustedes saben que ningún homicida
posee la Vida eterna.
En esto hemos conocido el amor:
en que él entregó su vida por nosotros.
Por eso, también nosotros
debemos dar la vida por nuestros hermanos.
Si alguien vive en la abundancia,
y viendo a su hermano en la necesidad,
le cierra su corazón,
¿cómo permanecerá en él el amor de Dios?
Hijitos míos,
no amemos con la lengua y de palabra,
sino con obras y de verdad.
En esto conoceremos que somos de la verdad,
y estaremos tranquilos delante de Dios
aunque nuestra conciencia nos reproche algo,
porque Dios es más grande que nuestra conciencia
y conoce todas las cosas.
Queridos míos,
si nuestro corazón no nos hace ningún reproche,
podemos acercarnos a Dios con plena confianza,
y él nos concederá
todo cuanto le pidamos,
porque cumplimos sus mandamientos
y hacemos lo que le agrada.
Su mandamiento es este:
que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo,
y nos amemos los unos a los otros como él nos ordenó.
El que cumple sus mandamientos
permanece en Dios,
y Dios permanece en él;
y sabemos que él permanece en nosotros,
por el Espíritu que nos ha dado.



1 Juan 3,14-24


Segunda consecuencia: permanecer en Él es permanecer en el amor… si queremos que el Espíritu nos habite más y más, manifestemos nuestro amor por medio de nuestra manera de ser. No tanto por medio de palabras.

El Mandamiento Nuevo (4°- 6° Semanas): El tiempo más largo del camino pascual lo hemos realizado de la mano con el largo discurso que Jesús realiza durante la última cena, según nos lo transmite Juan en su Evangelio (Cap. 14- 16). Decíamos los dos domingos pasados que estos capítulos constituyen el discurso de despedida del Maestro, antes de morir y resucitar. Estos tres capítulos son tan densos y profundos que daría para escribir un libro entero sobre ellos, porque, decíamos, es un verdadero “testamento” de Jesús. Nosotros nos ubicamos tras las cortinas –y con nosotros los creyentes de todos los tiempos- y escuchamos palabras que sirven también para nosotros, que tenemos que caminar entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga (cf. 1 Cor., 11,26). Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas, y descubre fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor (CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, 8). A nosotros nos toca, decíamos… y se nos recuerdan enseñanzas que van sobre todo a profundizar lo que reflexionábamos las pasadas dos semanas: por el amor conocerán que somos discípulos de Jesús.

Si queremos continuar reflexionando sobre esto, sería interesante leer los evangelios de las misas de esta semana, que nos traerán al corazón el capítulo 17 de Juan: la Oración de Jesús. En ella el Maestro pide por sus discípulos, en un largo diálogo de amor entre Él y el Padre, manifestándose la profundidad de su amor por cada uno de nosotros. Piensa sobre todo en la situación que está por comenzar: Él se irá. ¿Cómo quedarán los discípulos luego de su partida?

Y es la gran pregunta, que intentamos responder este domingo: ¿Por qué se tuvo que ir? ¿Por qué hoy recordamos su partida en modo físico? Era necesario que ascendiera al Padre. Su misión estaba terminada y de alguna manera tenía que continuarla: en nosotros, que nos quedamos acá, pero que a veces somos ingenuos si nos quedamos mirando al cielo. Como los apóstoles, que se quedaron observando cómo ascendía, hasta que los ángeles les hicieron despertar del ensueño, como dice la primera lectura de hoy. No. Hay que hacer caso al Señor y permanecer en Jerusalén esperando el Espíritu Santo. ¿Por qué en Jerusalén? Porque en ese lugar estaban todos reunidos, quizás en el cenáculo, juntos, en comunidad. Y esto nos regala otro detalle: sólo cuando vivimos unidos –no sólo reunidos- viene el Espíritu Santo… porque el Espíritu Santo es fundamentalmente Espíritu de Amor. Y si nos encuentra viviendo la comunidad –que es escuela de vida, donde aprendo a vivir, a escuchar, a tolerar al que es distinto, a amar, a trabajar juntos, a ser humildes, etc.- es allí donde me hago capaz de recibir el Espíritu. Por eso la Iglesia es comunidad: un cristiano que se esfuerza en vivir el signo de la comunidad está dejando que el Espíritu Santo fluya en él, y el mismo Espíritu se manifiesta por medio de él. Por eso hay que permanecer en Jerusalén. Y toda misión partirá desde Jerusalén, de ninguna otra parte: y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados (Lc 24,47).


Hagamos nuestra la experiencia de los apóstoles y, con estos tres elementos que hemos recordado del tiempo pascual que hemos celebrado, esperemos en Jerusalén –en el seno de la comunidad- el Espíritu Santo.


Concédenos, Dios todopoderoso,
exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza,
porque la Ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria
y Él, que es la Cabeza de la Iglesia,
nos ha precedido en la gloria a la que somos llamados
como miembros de su Cuerpo.

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