
SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO PASCUAL- C
El que me ama
será fiel a mi palabra,
y mi Padre lo amará;
iremos a él
y habitaremos en él.
El que no me ama no es fiel a mis palabras.
y mi Padre lo amará;
iremos a él
y habitaremos en él.
El que no me ama no es fiel a mis palabras.
La palabra que ustedes oyeron no es mía,
sino del Padre que me envió.
Yo les digo estas cosas
mientras permanezco con ustedes.
Pero el Paráclito, el Espíritu Santo,
que el Padre enviará en mi Nombre,
les enseñará todo
y les recordará lo que les he dicho.
Les dejo la paz,
les doy mi paz,
pero no como la da el mundo.
¡No se inquieten ni teman!
Me han oído decir:
“Me voy y volveré a ustedes”.
Si me amaran,
se alegrarían de que vuelva junto al Padre,
porque el Padre es más grande que yo.
Les he dicho esto antes que suceda,
para que cuando se cumpla, ustedes crean.
sino del Padre que me envió.
Yo les digo estas cosas
mientras permanezco con ustedes.
Pero el Paráclito, el Espíritu Santo,
que el Padre enviará en mi Nombre,
les enseñará todo
y les recordará lo que les he dicho.
Les dejo la paz,
les doy mi paz,
pero no como la da el mundo.
¡No se inquieten ni teman!
Me han oído decir:
“Me voy y volveré a ustedes”.
Si me amaran,
se alegrarían de que vuelva junto al Padre,
porque el Padre es más grande que yo.
Les he dicho esto antes que suceda,
para que cuando se cumpla, ustedes crean.
Jn 14,23-29
Este domingo continuamos con el discurso del Señor Jesús en la Última Cena tal como Juan nos la transmite. Es tan importante, para captar un poco más, tratar de entrar en el ambiente que rodeó esa cena de Jesús con los discípulos. Ya lo decíamos la semana pasada: un ambiente de intimidad, de despedida, de algo de tristeza, porque en pocas horas más Jesús sería entregado a los soldados y comenzaría su Pasión en ese Viernes que no se puede nunca más olvidar. Por eso, pidamos permiso al Señor para tratar de irrumpir en su mesa y tratar de estar junto a Él en esa comida a media luz, con las lámparas encendidas, los apóstoles que no pueden entender plenamente lo que Él está diciendo y, en fin, ese extraño tono de despedida con que el Señor tiñe sus palabras.
Entre la penumbra de la cadencia que dan las luces lánguidas de las lámparas de aceite, el Pan es partido, compartido y ofrecido a los amigos más íntimos con unas palabras que suenan nuevas: Tomen y coman, esto es mi cuerpo… luego la copa, llena del vino, que relampaguea de rojo, como el lucero del ocaso, entre todas las estrellas con que se pinta el cielo vespertino… tomen y beban, este es el cáliz de mi sangre, que será derramada por ustedes y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Aunque, ¿acaso esas palabras no las habíamos escuchado tantas veces, cuando había multiplicado el pan, o cuando cenaba con los cobradores de impuestos, cuando nos decía que debíamos comer la carne del Hijo del Hombre y beber su sangre? ¿Acaso no nos dejó bien en claro el valor del compartir cuando veíamos a un pobre, cuando nos invitaban a cenar, cuando teníamos poco que comer y que, lo que traíamos, se hacía suficiente para todos, e incluso sobraba? Y ahora, nos deja esta cena, realizada, así, en sencillez, en espíritu de compartir, como recuerdo para que la realicemos y renovemos nuestra comunión con Él. Hagan esto en memoria de mí.
Y aquí, tal vez recordemos, como lo decíamos la semana pasada, que el Señor se valió de diversas maneras para entrar en nuestras vidas. La respuesta al ¿por qué yo creo? Es ante todo una respuesta no a una idea lejana, o a una filosofía, o a una ideología a la cual adherir. Es una respuesta a una persona: Jesucristo. El cristianismo no es una ideología, ni una filosofía –aunque alguno estará pensando en “la filosofía cristiana” y está bien, pero eso es tan sólo la piel de la cebolla. Hay que ir más profundo y llegar al centro-; el cristianismo, ante todo, Jesucristo. Es un Alguien. Y a ese Alguien debe cada uno de nosotros dar una respuesta.
El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. Nada nos separará de ti, Señor… si hacemos lo que hoy nos dices. Ahora –pareces decirnos- nos toca a nosotros. Es imposible decir que eres nuestro Maestro si no tratamos de hacer lo que tú hiciste… o, con palabras más desafiantes –porque así te gustaba a ti-, si no tratamos de ser como tú eres. Es imposible decir que somos tus discípulos si aprobamos lo que no te gusta, como el asesinato, el aborto, la eutanasia, que siempre –más o menos adornados- constituye un serio atentado contra la vida. ¿Se puede elegir lo que creeré o no creeré del Evangelio ante tu mirada, como si estuviera en un supermercado? No. Cuando ustedes digan “sí”, que sea sí, y cuando digan “no”, que sea no. Todo lo que se dice de más, viene del Maligno (M7 5,37).
Aquí nos pones en un problema serio, porque tratar de ser como tú, es algo difícil… y sin embargo, nos invitas a hacerlo, como cuando lavaste los pies a tus amigos más cercanos: Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes (Jn 13,14-15). Hemos entendido, Maestro. Tú quieres que expresemos nuestra fe –nuestro ser contigo, nuestro ser en ti- haciendo lo que tú hiciste: lavando los pies a los demás, sirviendo, amando, consolando, diciendo la verdad, anunciando y denunciando como lo hiciste tú… es la diferencia entre creer simplemente lo que dijiste y ser discípulos tuyos. Porque cualquiera puede admirarte y hasta recitar de memoria tus palabras en el Evangelio, como el seguidor de una determinada filosofía puede hablarnos con entusiasmo de las obras del filósofo que lo apasiona, o de la ideología que le hace enarbolar banderas y argumentar con hermosas palabras… pero, un discípulo aprende de ti, para configurar su vida contigo, con tu persona, enseñanzas y acciones. Si nos quedáramos sólo en las palabras, y fuéramos sólo cristianos “a mi manera”, escucharíamos esas palabras tuyas que tanto nos golpean la conciencia: No son los que me dicen: “Señor, Señor”, los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios e hicimos muchos milagros en tu Nombre?”. Entonces yo les manifestaré: “Jamás los conocí; apártense de mí, ustedes, los que hacen el mal” (Mt 7,21-23).
Pero sabemos que las obras nunca deben nacer de un corazón vacío, que el aparentar está mal, porque es una forma de hipocresía, y sabemos que tú te enfurecías cuando encontrabas esos señorones vestidos con ornamentos llamativos, con cara de piedad, que oraban en público y les gustaba ser saludados entre la gente, pero por dentro eran sólo podredumbre. Por eso, no sólo nos llamas a hacer aquello que tú nos dices, sino ante todo, a ser. Porque de un corazón que busca ser tuyo nacen todas las cosas de manera natural, como San Agustín lo diría más adelante: ama, y haz lo que quieras. Porque amo siempre buscaré el bien del amado. Si trato de tener a mi prójimo dentro de mi corazón, todo lo que haga será una expresión de lo que tengo en el corazón.
¿Pero cómo no perderse en tratar de seguir tu ejemplo, Señor, si hasta Moisés, creyendo que estaba haciendo el bien cuando mató el soldado egipcio que maltrataba a un hebreo, se equivocó haciendo algo que tú no aprobabas? ¿Cómo tener una brújula segura en este esfuerzo? el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho. Ayúdanos a mantenernos fieles a ti, para recibir el Espíritu cada vez más… ya lo recibimos en el bautismo y nos ha unido a ti de una manera definitiva, como diría Pedro el día de Pentecostés: Conviértanse y háganse bautizar en el nombre de Jesucristo para que les sean perdonados los pecados, y así recibirán el don del Espíritu Santo (Hc 2,38). Tal vez nosotros no nos recordamos cuando fuimos bautizados, éramos muy niños en esa ocasión… pero necesitamos convertirnos a ti. Cada día. Y necesitamos recordar que tú nos perdonas los pecados… ¡revitalizar el don del Espíritu Santo! Ese don que animó a tus apóstoles, como leemos en la primera lectura, que unidos pudieron sortear la primera gran crisis de la Iglesia -¿Se deben circuncidar los paganos que se convierten a ti?- y con gran acierto escriben a todas las comunidades de los discípulos de Cristo en el mundo conocido: El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido… (Hc 15,28).
Sí, Señor. Durante estos últimos domingos hemos estado escuchando en el evangelio las palabras que dijiste en esa cena definitiva, que repetimos cada domingo en tu Nombre. Algunas cosas quizás han cambiado, pero… en lo esencial es lo mismo, si sabemos leer lo esencial que es invisible a los ojos. El próximo domingo celebraremos la Ascensión. Por eso nos preparamos con tus palabras de despedida, porque el tiempo pascual terminará y la liturgia volverá a la normalidad… danos la fuerza de tu Espíritu. Aunque, ¡Qué estamos diciendo! Sabemos, por tus palabras de hoy, que nunca nos faltará tu ayuda para ser tus testigos y hacer este difícil camino que durará toda la vida: tratar de ser un poco más como tú –a fuerza de dolores de cabeza; renunciar al egoísmo, ese niño malcriado que vive dentro nuestro; dejar espacio al hermano en mi vida y un largo etcétera-. Nunca nos faltará tu paz si nos acercamos a ti: Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman! Porque ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican (Jn 13,17). Nosotros seremos felices, lo prometes. No es un peso. Es una liberación.
Danos, Señor, la gracia, ante todo, de saber responder a tu llamada a ser coherentes. A poner nuestra mente y nuestro corazón, con el contenido que ellos encierran, ante ti y tu Evangelio. Y danos el coraje de barrer la casa interior del corazón para ser más transparentes y ser, en fin… un poco más como tú. Porque,
Cristo, no tiene manos, tiene solamente nuestras manos para hacer el trabajo de hoy.
Cristo no tiene pies, tiene solamente nuestros pies para guiar a los hombres en sus sendas.
Cristo, no tiene labios, tiene solamente nuestros labios para hablar a los hombres de sí.
Cristo no tiene medios, tiene solamente nuestra ayuda para llevar a los hombres a sí.
Nosotros somos la única Biblia, que los pueblos leen aún; somos el último mensaje de Dios escrito en obras y palabras.
¡Ven, Espíritu Santo, para que nuestra vida sea significativa, llena de Dios y llena de amor!
Concédenos,
Dios todopoderoso,
continuar celebrando con fervor
estos días de alegría en honor de Cristo resucitado;
y que los misterios que estamos recordando
transformen nuestra vida
y se manifiesten en nuestras obras.
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