3 de mayo de 2007

EL DISTINTIVO DEL CRISTIANO



QUINTO DOMINGO DE PASCUA- C


Después que Judas salió, Jesús dijo:
«Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado
y Dios ha sido glorificado en él.
Si Dios ha sido glorificado en él,
también lo glorificará en sí mismo,
y lo hará muy pronto.
Hijos míos,
ya no estaré mucho tiempo con ustedes.
Les doy un mandamiento nuevo:
ámense los unos a los otros.
Así como yo los he amado,
ámense también ustedes los unos a los otros.
En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos:
en el amor que se tengan los unos a los otros».


Jn 13, 31-33a. 34-35


¿Se han preguntado alguna vez por qué la gente conoce a un cristiano? Es una buena pregunta para hacerse. Las respuestas serían muy variadas: lleva una cadenita con una cruz al cuello, hemos visto una Biblia en su casa, tienen alguna imagen en su casa, sabemos que asiste asiduamente a la Iglesia, pertenece a un grupo cristiano… etc. Hay una multitud de “señales” que nos pueden hablar de la identidad cristiana de tal o cual persona, ante lo cual muchos se ríen: en muchos lugares el tema de pertenecer a una determinada fe provoca risa o lástima (sí, sí, lo que se acaba de leer), porque se piensa que la persona que sigue una determinada creencia no es capaz de explicarse todas las cosas por medio de la razón, y tiene que buscar una respuesta a las grandes interrogantes en “algo” que está “arriba” que no se sabe bien qué es. El hombre moderno, se dice, es aquél que toma el mundo en sus manos, lo transforma y lo explica a partir de la razón, la ciencia pura –sin aderezos de ningún tipo, como la fe o los sentimientos-, transformándose en un ser que cree fundamentalmente en el hombre. Es un bello programa que ayuda a vivir en el mundo como un protagonista, tratando de descifrar lo que no se comprende… sin embargo, ¿qué respuesta se puede encontrar a partir de lo puramente científico a ese misterio que siempre nos rodea, como el de la muerte y el dolor? Muchos se resignan y lo ven como la terminación de la vida. Se ha luchado por ser feliz acá, y eso es lo único que cuenta. Después mi ser será comido por los gusanos, y hasta ahí ha llegado mi existencia.


Los creyentes tenemos otra manera de explicar esto mismo, y añadimos el elemento “Dios”, porque un gran distintivo ante los que no creen es, precisamente, creer. Creemos en Dios y… es cosa de recordar el Credo para que vuelva a la conciencia lo que creemos.


Pero vamos más al hueso aún… y metámonos en algo más serio: esto de creer, ¿por qué lo hacemos? ¿Qué cosa ha actuado en mi vida que hizo que, en algún momento, yo haya asumido que soy creyente en esta fe que tengo? En castellano más entendible: ¿Por qué creo? Es posible que esta pregunta nos agarre en blanco y comencemos a pensar: en realidad… ¿por qué creo? Tal vez ha sido una práctica que me viene de la familia y yo la he seguido por inercia… son cuentos que me han ido poniendo en la cabeza mientras pasaban los años… etc. No nos asustemos ni nos engañemos: siempre ha habido una razón para que Dios entrara en tu vida en algún momento de tu vida. Porque creer es, fundamentalmente, esto: hacer que el Señor entrara en tu camino y comenzaras tú a caminar con Él, y Él contigo. Tal vez se valió de tu familia y te bautizaron de niño, y recibiste una educación en tu fe que te hace hoy declararte cristiano; tal vez en algún momento de desazón redescubriste que la “idea” de Dios era mucho más profunda que una mera idea, y te encontraste con un Padre que perdona, un Señor Jesús que murió por ti y que, resucitado, camina contigo y el Espíritu Santo que habita dentro de tu corazón llenándote de gozo; o tal vez buscaste y buscaste hasta que se abrió esta puerta, que no te desilusionó porque encontraste un Dios que te regala un sentido profundo de vida (o todas estas respuestas a la vez, ¡Dios es muy creativo!). Otra vez resumiendo: ¿por qué creo? ¿Por qué Dios entró en mi vida? Porque te ama. Y la gran respuesta a muchas de las potentes preguntas de la fe tienen esta respuesta: Por amor.


Dios es Amor… y todo lo qué Él hace es expresión de amor. En el evangelio de este domingo dos son las cosas que podemos rescatar:


La primera: la palabra gloria, que aparece en la primera parte del texto, que figura inmediatamente después que Judas sale. Estamos en la última cena, justo en el momento en que Judas va a encontrarse con los sumos sacerdotes con el fin de consumar su traición al Maestro. En ese momento Jesús declara algo que puede parecer extraño: Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto. ¿Glorificado? ¡Pero si viene la traición, la cruz, el dolor, la muerte! En Jesucristo hay una mezcla entre gloria y muerte, que parecen dos cosas opuestas: en la Transfiguración, en el momento más luminoso de la escena, cuando estaban los mismísimos Moisés y Elías conversando con Jesús, vestido de blanco luminoso, lo hacían de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén (Lc 9,31). Además, cuando Pedro confiesa su fe en Jesús («Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», Mt 16, 16) y Jesús le revela la misión que tendría en la comunidad de los creyentes (Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella… Mt 16,18ss), comienza el Señor a explicar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. Pedro lo lleva aparte ¡y le llama la atención! ¡Esto no te puede pasar! Jesús lo reprende, diciendo: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». (Mt 16,23).


¿Por qué esta unión entre gloria y muerte en Jesús? Por algo muy simple: ¿Qué cosa lleva a Jesús a aceptar que, como consecuencia del mensaje de amor, de justicia, de paz, de reconciliación y de verdad que está proclamando, muchos se sientan ofendidos e incomodados y estén tramando la mejor manera de hacerlo callar: mediante la muerte? La respuesta es: por amor. Por amor al Padre del cielo, que le pidió que fuera hasta las últimas consecuencias en su anuncio y que debía dar testimonio de la Buena Noticia con toda su vida (en todo el sentido del término), y por amor a nosotros, para que no quedáramos escandalizados al ver que, si Jesús usaba la violencia para responder a la violencia, estaría traicionando el mensaje que el Padre le encomendó. Por eso se habla de la gloria: será glorificado por medio de su muerte, de su entrega hasta las últimas consecuencias… y Dios mismo será glorificado. El domingo pasado Pedro escuchó del Maestro con qué muerte debía glorificar a Dios (Jn 21,19).


Ahora, otra pregunta: ¿Hay que morir para glorificar a Dios? Mejor, respondamos así: tu vida ha sido cambiada por el Amor que Dios depositó en tu ser. Has descubierto que el creer no es solamente rezar un cierto número de plegarias, sino que esas plegarias tienen un sentido porque converso con Dios que me da un profundo sentido para vivir mi vida… y más allá de ella. Por lo tanto, ¡Tu vida tiene que ser testimonio de esa alegría, de esa luz, de ese amor que has recibido de Dios! Ni siquiera por imposición, sino como consecuencia natural de lo que recibiste. No hay que decirle a una chiquilla enamorada: demuéstranos que estás enamorada, para que lo haga. Se le nota en la cara. Y hay algunos que, por ese testimonio que dan de la fe, entran en conflicto con personas –por lo general poderosas- que encuentran odioso el mensaje de Jesús, y persiguen y… hasta la posibilidad de la muerte. Ese es el testimonio supremo de un cristiano. Dar testimonio con la vida, en el sentido profundo del término. Con todo el ser: dar la vida por amor. Es lo más profundo de algo que hacemos en menor escala en nuestra vida: damos tiempo por amor, damos dinero por amor, damos una hora en la semana –en la Iglesia por amor, dar la vida como consagración (en el matrimonio o en la vida religiosa), por amor… hasta lo más profundo: entregar la vida por amor.


Por amor… la semana pasada hablábamos ya de este tema, respecto a la misión que el pastor debe desempeñar en el rebaño de Cristo. Es cuestión de amor, decía San Agustín. Y el segundo momento del Evangelio de este domingo nos muestra cuál es el signo profundo de lo que significa ser cristiano: el amor.

Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada (1 Cor 13,1-3).

Podemos ampliar estas bellas palabras de Pablo: si yo celebrara una bella liturgia… si yo organizara una misión… si yo me quedara toda la noche dando café a los mendigos… si yo planificara tantas cosas por el bien de los demás… si en el colegio o en la universidad organizara un grupo de estudio para ayudar a mis compañeros que no les va tan bien en este curso… pero me falta el amor, no me sirve de nada.

La gran señal con la que se reconocerá que somos cristianos es única y exclusivamente el amor. La gente dirá: miren cómo se aman, y querrán formar parte de nuestra comunidad. Pero si ven envidias, chismes entre unos y otros, resentimientos, grupos aislados que se oponen a cualquier cambio o innovación… mejor no voy a la Iglesia, enciendo el televisor y veo la telenovela del momento: también ahí hay envidias, chismes, intrigas, ¡pero es más entretenido!

Es cierto que la fe no puede depender de lo bueno o malo que sea el hombre, pero, ¡vaya que ayuda cuando estoy descubriendo mi compromiso cristiano! Y podemos ser motivo de bendición o de escándalo para muchos, que después de ver, sea nuestra manera de amarnos o nuestra manera de tratarnos mal, conocerán el rostro de Jesús y querrán acogerlo en sus vidas o… no querrán saber nada de Él.


Es tan importante entender esto… se basa en este momento solemne de la vida de Jesús: la última cena, la despedida de los discípulos, antes de ir a la cruz y resucitar al tercer día… es el testamento del Maestro. Cuando la intimidad era más profunda que nunca, que las miradas se concentraban en el Amigo, en el Maestro y en el Señor, Él manifestó a sus discípulos el deseo más profundo de su corazón… ámense. ¿Cómo? Como yo los amé. ¿Cómo nos amaste, Señor? Hasta la muerte. Pero… ¿sólo hasta la muerte? No. Mi amor es más fuerte que la muerte… el amor verdadero es más fuerte que la muerte: hasta la vida que no tiene fin. Así les amé. Ámense así.

Por eso, observemos nuestra vida hoy, y nuestro testimonio cristiano, sea en mi familia, lugar de estudio o de trabajo: ¿refleja lo que digo creer? ¿Qué debo cambiar para cumplir cada vez más este mandamiento en la Iglesia, en la familia, en mi ambiente y donde sea? Pongámonos la mano en el corazón y reconozcamos que no siempre es el otro el envidioso, que no me quiere o es problemático… a veces tengo parte en que la Iglesia no sea tan comunidad como debiera ser. Que el Señor nos ayude a expresar el amor que ha depositado en nuestra vida principalmente en el hermano y en la hermana que está a mi lado.


Señor,
Tú que te has dignado redimirnos
y has querido hacernos hijos tuyos;
míranos siempre con amor de Padre
y haz que cuantos creemos en Cristo tu Hijo,
alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna.

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