24 de mayo de 2007

EL COMPAÑERO DE CAMINO



PENTECOSTÉS- C


Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos.
Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito
para que esté siempre con ustedes.
El que me ama
será fiel a mi palabra,
y mi Padre lo amará;
iremos a él y habitaremos en él.
El que no me ama no es fiel a mis palabras.
La palabra que ustedes oyeron no es mía,
sino del Padre que me envió.
Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes.
Pero el Paráclito, el Espíritu Santo,
que el Padre enviará en mi Nombre,
les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.


Jn 14, 15-16.23b-26


Celebramos hoy el final del tiempo pascual. Hemos estado por cincuenta días celebrando la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y, una vez que la semana pasada hemos dejado a los apóstoles esperando en oración en Jerusalén en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos (Hc 1,14) –y así también nosotros haciéndonos partícipes de esta oración pidiendo el Espíritu- hoy reciben el don que viene de lo Alto. De hecho, la primera lectura es fuerte: es el relato que conocemos de la venida del Espíritu el día de Pentecostés, fiesta que no es inventada por este hecho sino que, como la Pascua, los judíos ya lo celebraban… otra cosa, por cierto. ¿Qué celebraba el Pentecostés judío? Cincuenta días después de la fiesta de la Pascua, el pueblo judío celebraba la fiesta de las Cosechas o de las Primicias que los campos habían producido (Ex 23,16). Esto ocurría en el tercer mes judío (en nuestro actual mes de mayo). Pentecostés viene del griego pentékonta, que significa cincuenta. Es decir, el quincuagésimo día (Hé pentekostés heméra) después de la Pascua.


Luego de este acercamiento, quisiera que nos diéramos cuenta de un detalle de la primera lectura: llama la atención el paso inmenso que dan los apóstoles cuando el Espíritu Santo desciende sobre ellos: están en el mismo lugar donde se habían reunido en oración –quizás a puertas cerradas por miedo a los judíos; no lo dice el texto, pero se puede intuir- y cuando el Espíritu Santo irrumpe, salen a anunciar, y eran entendidos por todos porque hablaban todas las lenguas de los hombres. Por un lado, admira el coraje de estos hombres que en un primer momento eran pescadores, cobradores de impuestos… todos temerosos de lo que podía pasar… y ahora, ¡Se escribe una historia toda nueva! Por otro lado, hablan todas las lenguas de los hombres –un don que a más de uno le gustaría recibir ahora-; más allá de pensar que estaban hablando latín, griego, arameo, persa, egipcio y todas las otras lenguas del mundo antiguo, hay una lengua que todos entienden. Como dice el refrán: las palabras mueven, los ejemplos arrastran. Es la vida que ellos llevaban el testimonio más elocuente de la fe que profesaban, como lo hemos estado reflexionando durante estos últimos domingos. Por tanto, se puede repetir hoy este principio que aparece de nuevo en la primera lectura y lo hemos escuchado en el Evangelio: el barómetro de mi vida cristiana es mi manera de ser. No las veces que oro o cuántas veces leo la Biblia en la semana. ¡Que nadie se escandalice porque a la luz de estas palabras piensa que el autor de estas líneas no quiere que la gente ore ni que lean la Biblia! ¡Todo lo contrario! Sólo que la oración y todas las prácticas espirituales que hagamos son como el alimento que comemos ¿para qué? Para poder caminar, para estar despiertos, para servir… como en Brasil, que en una capilla de una comunidad religiosa había un letrero en la puerta que decía: Entro para orar, salgo para servir. Es decir: la calidad de todo lo que oro, creo, alabo y me conmuevo se verifica en la vida concreta, cotidiana, con sus luces y sus sombras. Si por un lado vives una vida espiritual que te llena el corazón de amor, pero no eres servicial y aún tienes en el corazón un egoísmo que te paraliza, podemos pensar dos cosas, juntas o separadas: Una, te falta más oración; dos, haz el esfuerzo de servir y tómate la molestia de renunciar a tu tiempo: da el paso. Tal vez sea sólo eso lo que te falta.


Es que la vida cristiana, si lo pensamos bien, consiste en una sola cosa. Digámoslo en otras palabras: la petición más importante del Padre Nuestro parece que es: venga a nosotros tu Reino. Sí, sí, porque el hecho que queramos que Dios venga a reinar a nuestra vida significa que deseamos que el Amor –Dios es Amor- tome la primera palabra en nuestro ser. O sea, en la oración pedimos llenarnos de Dios. O debiéramos pedir que Él venga. Y sin embargo, hay tanta gente que sólo pide cosas, y más cosas, y más cosas en la plegaria, cuando lo único que debiera pedir es que Dios mismo viniera a su vida. Cuando él viene… algo profundo cambia en la vida. Como decía el Señor en el Sermón del Monte: Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura (Mt 6,33). Busquen, en otras palabras, que Dios reine en la vida de ustedes y lo demás ni tendrán que pedirlo. Pero, ¿Cómo es posible que Dios se derrame en la vida de cada uno?


Aquí viene la gran respuesta. Durante los últimos días del Tiempo Pascual la frase que se repetía por todos lados era: les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo enviaré (Jn 16,7). El gran compañero de camino, que desde ahora en adelante nos acompañará en la vida de todos los días, es el Espíritu Santo. Cuando pedimos que venga a nosotros el Reino de Dios, pedimos que venga el Espíritu Santo, que es Dios mismo que se derrama en nuestra vida. Pasa con el Espíritu Santo que en muchas ocasiones parece el “pariente pobre” de la Santísima Trinidad, porque nuestros puntos de referencia en la oración son, generalmente, el Padre y Jesús. Y, a no ser que participe en un grupo de la Renovación Carismática, el Espíritu no es nombrado a menudo. Ojo, no significa que no lo tengamos, o no venga a nuestra vida. Porque está muy presente, y más de lo que imaginamos. Pablo, de hecho, nos habla en la segunda lectura que ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, es decir, ¡Padre! El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (Rm 8,15-16). Él está presente en la vida y nos hace presente la imagen de Jesús. Él ora en nosotros, nos aconseja, nos ilumina, nos hace reconocer la presencia de lo bueno y de lo malo para que desde ahí podamos elegir… está tan presente, que parece que no estuviera.


Y en la vida de la Iglesia… él hace que la Palabra de Dios rinda fruto y algunas veces te desafíe a hacer cosas nuevas –cuando pasa eso, es que se demuestra que la Palabra es Palabra Viva-; él se derrama para que el Bautismo haga de nosotros verdaderos Hijos de Dios; en la Eucaristía Él transforma los dones del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo; Él perdona los pecados mediante el Sacramento de la Reconciliación; Él se derrama sobre la vida de quienes desean dar un testimonio de Cristo más fuerte en la vida mediante la Confirmación; Él bendice los esposos que consagran a Dios su Matrimonio y piden la fuerza de Dios para ser fieles toda la vida; Él consagra a los sacerdotes para que tengan el poder de bendecir, consagrar, perdonar y enseñar; Él, en fin, fortalece la debilidad y renueva la esperanza de los enfermos mediante la Unción. Y en fin: si Él no estuviera, la Iglesia se hubiera terminado hace muchísimo tiempo, porque somos tantos los discípulos de Jesús, y a lo largo de la historia muchas luces y muchas sombras han sido pan de cada día, de cada generación y de cada siglo. Si Él no estuviera con nosotros, la comunión entre nosotros, la continuación de la misión y la expansión de las bendiciones que se nos regalan en la Iglesia no serían posibles. Por eso se dice popularmente que en Pentecostés nació la Iglesia.


El Espíritu Santo sigue presente hoy; el Maestro mismo lo mostraba como quien les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho. San Agustín lo explica así: ese mismo Espíritu Santo enseña ahora a los fieles todas las cosas espirituales de que cada uno es capaz, mas también enciende en sus pechos un deseo más vivo de crecer en aquella caridad que los hace amar lo conocido y desear lo que no conocen (Tratado 97,1 Sobre el Evangelio de San Juan).


Él es el Paráclito –del griego pará-kletos, “el que llama a su lado”, como la madre que llama al niño que llora para que venga y lo consuele… esa es la idea: por eso “Paráclito” se traduce como “Consolador”- el que nos llama a su lado para darnos fuerza, para consolarnos, confortarnos, darnos valentía y vivir con serenidad nuestra vida, siempre mostrando en ella –como barómetro de la vida espiritual- el amor con que trato a mi prójimo. ¿Pidamos el don del Espíritu Santo para que Él haga realidad en nosotros todo esto que hemos meditado durante este tiempo de Pascua? Que Él nos inunde de sus siete dones –lo que se nos dará por añadidura si buscamos que Dios reine en nuestro corazón: Sabiduría, Entendimiento, Consejo, Fortaleza, Ciencia, Piedad, Temor de Dios- y sus frutos los veremos muy claros en nuestra vida, cuando Dios pueda estar más presente: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia (Ga 5,22-23).


Ven, Espíritu Divino,

manda tu luz desde el cielo.

Padre amoroso del pobre;

don, en tus dones espléndido;

luz que penetra las almas;

fuente del mayor consuelo.


Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.


Entra hasta el fondo del alma,

divina luz y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre,

si tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado,

cuando no envías tu aliento.


Riega la tierra en sequía,

sana el corazón enfermo,

lava las manchas, infunde

calor de vida en el hielo,

doma el espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero.


Reparte tus siete dones,

según la fe de tus siervos;

por tu bondad y tu gracia,

dale al esfuerzo su mérito;

salva al que busca salvarse

y danos tu gozo eterno. Amén.



¡Oh Dios!, que por el misterio de Pentecostés
santificas a tu Iglesia extendida por todas las naciones,
derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra
y no dejes de realizar hoy, en el corazón de los fieles,
aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica.

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