26 de agosto de 2011

Acercarse a él



Homilía 
Solemnidad de N.P. S. Agustín
28 de agosto

Celebramos hoy a uno de los grandes santos que nos han acompañado en la historia de la Comunidad de Jesús, esta comunidad que llamamos Iglesia. Agustín es recordado como uno de los Padres de ella, ya que desde el inicio de los siglos hombres como él la nutrieron con su pensamiento y sobre todo, con el ejemplo de su vida. Precisamente estos son los aspectos que la liturgia de esta solemnidad nos vienen propuestos. 
No nos son extraños los datos de su vida: desde siempre, en nuestras comunidades, se nos transmiten como fórmulas dignas de un prócer de la Independencia, que aprendemos de memoria: 354-430, Tagaste está en el África del Norte, estudia allí y luego en Madaura, luego Cartago, profesor de Retórica en Milán, en Roma por un corto tiempo, la conversión, el bautismo a los 33 años, luego la primera experiencia de comunidad con los amigos y la Madre Mónica, la ordenación presbiteral muy a pesar suyo y luego, obispo en Hipona. Hechos, momentos, que condimentamos con algunas frases de sus escritos y ya lo tenemos. Sin embargo, al mismo tiempo, se nos escapa. 
Se nos escapa porque ante tantos libros que escribió, con un lenguaje tan de su época y los juegos de palabras que usaba, nos provoca recelo. Nos lo imaginamos como la iconografía cristiana más solemne nos lo ha transmitido: en efluvios de mármol, grandioso, como un gran señor de barba larga, con un volumen gigante en sus manos, con palabras que son capaces de cambiar la historia... y ante figuras como éstas –hechas con la noble intención de manifestar la grandeza del personaje en cuestión- el estupor nos juega malas pasadas: nos genera respeto, y una lejanía reverencial. 
¿Cómo aventurarnos a conocer a Agustín, y no morir en el intento? No pretendo con estas líneas agotar el tema, ya que estamos ante uno de los personajes más brillantes de todos los tiempos –y esto lo digo no porque sea fraile agustino, y esté llevando el agua para el propio molino- y permitirnos conocer a cabalidad su pensamiento nos gastará buenos años de nuestra vida. Ni siquiera, para conocer a Agustín, se nos exige eso. 
Se nos exige –una exigencia debida al hecho de decirnos agustinos, por la vida consagrada o por la identificación con su modo de vivir- conocerlo como se conoce a una persona. 
Se nos exige –si aún puedo poner esta palabra, que suena dura- no perdernos entre los árboles y así no privarnos de ver el bosque. 
¿Qué nos recuerda de Agustín la liturgia de hoy? Ante todo, digamos que el recuerdo de un hombre santo consiste en celebrar. ¿qué cosa? Los dones de Dios en su persona. Es reunirnos a decir, todos juntos, gracias Señor, porque este hermano, esta hermana, recibió de ti el don de esta cosa, o de esta otra cosa, y lo hizo fructificar en su vida. En Agustín recordamos hoy cuatro cosas, que podemos reflexionar al calor de la Palabra del Señor:
1. En la primera lectura (Hc 4,32-35) recordamos el anhelo de Agustín por soñar una Iglesia unida bajo el signo de la comunidad, con la lectura que grafica la vida de las primeras comunidades, donde los apóstoles se esforzaban en vivir con una sola alma y un solo corazón, y Agustín más tarde añadirá, para precisar el sentido de la palabra del Señor, la frase orientados hacia Dios. Pero si recordamos al Agustín hermano, bajo el signo de la comunidad, no podemos dejar de recordar que la vida de Agustín estuvo marcada por la vida compartida con otros. Desde niño, cuando andaba por todas partes con los amigos, robando peras de las huertas ajenas o buscando nidos de pajaritos en los árboles, conversando, leyendo buenos libros y discutiendo serenamente, sintiendo nostalgia de los ausentes y recibiéndolos con alegría a su llegada, o sintiendo un profundo dolor ante la muerte de un querido amigo de la juventud, a quien consideraba la mitad de su alma. Agustín nació para estar con otros, y su legado fue recordarnos a todos que necesitamos de los demás para ser nosotros mismos. Por eso soñaba la Iglesia como una comunidad, y hasta la misma sociedad como fruto de los esfuerzos más profundos del hombre por ir más allá, por preocuparse del prójimo no tan sólo bajo el signo de la compasión momentánea, sino a través del empeño político, la acción que da sentido a una sociedad que cada vez más encarne los valores de la justicia, la igualdad, la paz, el orden... una sola cosa es necesaria, para verificar que estamos construyendo el Reino de Dios y no la ciudad de los hombres, y nos lo recuerda al inicio de la Regla: ante todo, que Dios sea amado y también el prójimo, porque estos son los principales mandamientos que se nos han dado. Suena fascinante, pero no está fuera de nuestro alcance –porque cuando se habla de estas cosas relacionadas con la política podemos decir: Esto no me toca, no me interesa la política- si leemos el ideal de Agustín, ¿acaso no es lo que una familia cristiana quiere? ¿qué familia que quiere ser coherente con su fe no desea, por ejemplo, formar una sola alma y un solo corazón orientados hacia Dios? ¿qué familia no desea parecerse un poco al ideal de comunidad? Y al revés: ¿qué comunidad no desea parecerse al menos un poco al ideal de familia? –llamémoslo de diversos nombres, pero cuando una comunidad tiene mística, sentido de pertenencia, armonía y cariño entre los miembros, para mí eso me huele a familia. A fin de cuentas, parece que lo que Agustín quería era fundar la vida en Dios sobre los cimientos del espacio donde el ser humano puede ser plenamente él mismo: la familia, la amistad, el amor. Donde nos reconocemos tal cual somos: con nuestros grandes dones y nuestras grandes imperfecciones, pero donde hallamos la comprensión, el espacio para crecer y caminar juntos en el seguimiento de Jesús. 
2. El salmo responsorial nos recuerda al Agustín que anhela vivir en Dios deseando poder verlo (Sal 84). Mi corazón y mi carne se alegran por el Dios vivo. Desde los inicios de su conversión, Agustín descubría dos grandes anhelos: conocer a Dios y al alma. O sea, los grandes interrogantes de la vida: ¿Quién es Dios? ¿Quién soy yo? Y realiza este camino utilizando dos alas que estaban a su disposición: la filosofía y la autoridad de Cristo. O sea, la razón y la fe. La razón, porque es válida la sabiduría de los antiguos y las capacidades de la mente para escrutar los grandes misterios de la vida, y la fe, porque la razón llega hasta un cierto punto que sólo cuando se acepta la dimensión del Misterio, las realidades racionales desvelan el sentido último de su existencia. Y ese sentido fue siempre para él Cristo, a quien buscó siempre, estando entre los maniqueos y los escépticos. Su norte siempre fue el estar con el Señor, y lo buscó en lugares diversos porque no se conformaba con lo que él descubría al calor de su búsqueda. Hasta que Cristo lo encontró, lo levantó y lo sanó de las heridas del camino. La experiencia de la conversión lo llevó a conocerse profundamente y reconocer la gracia de Dios en su vida. ¿qué podemos llegar a ser, si no está Dios? Parece ser su pregunta fundamental. El libro de las Confesiones es un canto de reconocimiento por la acción de Dios en su vida, historia que se repite en el corazón de los hombres de todas las épocas y que hace que esta obra sea tan actual. Su búsqueda espiritual se resume en una frase que ha quedado impresa en las páginas de la historia de todos los tiempos: nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti. En el escudo de la Orden de San Agustín aparece en primer término un corazón, y en las imágenes de Agustín sostiene siempre un corazón. No un cerebro. Es un corazón, centro de la interioridad del hombre, donde se cocinan los grandes sueños, anhelos y esperanzas. Un corazón de Agustín que se nos viene presentado para ser compartido como el pan, para que lo veamos, lo vivamos y nos descubramos en él.
3 y 4. Quisiera fusionar los dos últimos aspectos que nos ofrece la Palabra del Señor hoy, para que los comprendamos mejor, porque están íntimamente unidos –bueno, todos están íntimamente unidos entre sí, pero quisiera subrayar la unión íntima. En la segunda lectura, tomada de la segunda carta a Timoteo (4,1-8) el Apóstol exhorta a su discípulo a proclamar la Palabra de Dios, insistir con ocasión o sin ella, a argüir, reprender, exhortar, con paciencia incansable y con afán de enseñar. ¿Por qué? El mismo Agustín descubrió esta vocación cuando, luego del momento culmen de su conversión, acaricia el proyecto de vida común para buscar a Dios y el alma en compañía de sus amigos. La fama de aquel brillante maestro de retórica convertido al cristianismo había trascendido los límites de Milán y había llegado al norte de África. La Iglesia lo necesitaba para un servicio mayor, mientras él, nos cuenta, aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mi miseria, había tratado en mi corazón y pensado huir a la soledad mas tú me lo prohibiste. En el momento en que, con lágrimas en los ojos tuvo que aceptar humildemente el ministerio del sacerdocio, Agustín descubrió que era Cristo mismo que lo llamaba a compartir con el pueblo de Dios toda su historia de fe y los dones con que Él, en su gracia, lo había enriquecido. Continúa contándonos: y me tranquilizaste, diciendo: Por eso murió Cristo por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió por ellos (2Cor 5,15; Conf X,43,70). No vivir para sí, sino que ofrecer la vida para que otros vivan. Este es el sentido de toda la actividad de Agustín: actividad pastoral y actividad literaria. Disponible siempre para visitar a un enfermo, alguna viuda, aconsejar a sus monjes, celebrar la eucaristía, viajar para hablar con algún joven que deseaba entrar en su comunidad, comprando la libertad de un grupo de esclavos –que una vez llegaron a Hipona- con el dinero obtenido por la puesta en venta de los cálices de su catedral, y todos los escritos que, no obstante la intensa actividad pastoral, se permitía realizar de preferencia durante la noche, movido por un tal que le escribe porque necesita una aclaración en la fe, porque hay un grupo que se está desviando del mensaje de Cristo, o porque le solicitan que escriba la historia de su vida. Todos los escritos de Agustín nacen por exigencia de los otros, que le piden que incluso lo que se fragua en lo más profundo de su intimidad sea compartido con los demás. Ciertamente el mejor evangelio que podemos escuchar hoy es el que nos propone la liturgia: el Buen Pastor. Una sorpresa, tal vez, si nos quedamos sólo con la imagen del Agustín intelectual; pero si nos asomamos poco a poco al interior de este gran hombre, descubriremos que el amor fue la raíz de todas sus obras. Antes de enseñar, se prepara con una oración. ¿Qué cosa le pide al Señor: ser elocuente, riqueza en el lenguaje, una dicción perfecta? ¿Él, que conocía perfectamente las reglas de la Retórica clásica y se había quemado las pestañas leyendo a Cicerón, Varrón y muchos otros pensadores de lo más granado de la cultura latina? No. No pide sino esto: Que sea siempre humano, Señor. Que comprenda a los hombres y sus problemas. Hombre soy, como ellos; hombres son, como yo. Que sepa compartir lo que yo mismo he aprendido. Y la genialidad de Agustín la hallamos en el mismo lenguaje que utiliza en sus obras: cuando quiere hablar de filosofía, utiliza un latín elegante, al nivel de Cicerón; mientras que en sus sermones se adapta a su querida gente de Hipona –pescadores, marineros, gente del campo, curtida por el calor y apasionada en el carácter- con un latín sencillo. Y es capaz de explicar lo más sublime con palabras simples, en lo que radica el genio de un verdadero maestro. Hablar “en difícil” puede ser la cosa más fácil del mundo, pero adaptar las palabras para que te entienda incluso la viejita que se sienta en el último banco de la iglesia, que va de su casa al templo y del templo a la casa, y que no sabe de términos rimbombantes, eso demuestra la maestría de quien transmite un mensaje. Demuestra que, quien habla, no está pensando en sí mismo –para ganar aplausos por la elocuencia de sus palabras- sino que está pensando en la gente que tiene delante suyo: Los inquietos necesitan corrección; los pusilánimes necesitan ser acogidos; los contradictorios, ser convencidos; los enemigos, ser reconciliados; el ignorante, ser enseñado; el perezoso, ser estimulado; el obstinado, ser contenido; el soberbio, ser puesto en su lugar; el desesperado, ser alentado. Aquellos que buscan compensaciones legales, necesitan ser aplacados. El pobre necesita ayuda; el oprimido, liberación. El bueno, aprobación; el malo, condescendencia. Y todos necesitan ser amados. (Serm. 340,1). En lo profundo de su corazón, Agustín ha comprendido que custodiar la grey del Señor es una tarea de amor (In Ioh. Tract., 123,5) y toma para sí el ejemplo del Buen Pastor, no dejando las ovejas solas en el momento de la prueba: Genserico, caudillo de los Vándalos, invadía el África del Norte allá por el 430, y mientras Agustín agonizaba, asediaba la ciudad de Hipona. No quiso huir de su ciudad. Quiso quedarse y sufrir el mismo destino de su rebaño. Si no moría de muerte natural, lo haría de mártir en manos de los Vándalos. Como muchos siglos más tarde hijos suyos como Anselmo Polanco, obispo de Teruel (España) o las hermanas agustinas misioneras Caridad y Esther en Argelia, optaron quedarse con su gente en medio de la persecución religiosa, sea durante la Guerra Civil Española, sea en medio del odio de los integristas religiosos. Y muchos otros a lo largo de la historia que, sin haber ganado la corona del martirio, siguen anónimamente el camino del Buen Pastor. 
Este sea nuestro camino. Agustín no es sólo un santo modelo para religiosos o sacerdotes. Es modelo para todo hombre y mujer que busca la Verdad: el sentido profundo de la existencia, y ser coherente con lo hallado en su búsqueda vital. Para comprender a Agustín, finalmente, hay que vencer el miedo de hallarnos ante tan gran personaje. El núcleo de su grandeza es el mismo que llevamos dentro de nosotros: el corazón inquieto, allí donde Dios habla, donde habita la Verdad, donde estamos llamados a hacer “turismo interior”, donde hallaremos paz si nos hacemos buenos amigos de nosotros mismos. Donde descubriremos a Dios verdaderamente. Para comprender a Agustín hay que tener un corazón enamorado de Dios, como él lo pedía a Dios: Dame un corazón amante y comprenderá lo que digo. Dame un corazón anhelante, un corazón hambriento, que se sienta peregrino y sediento en este desierto, un corazón que suspire por la fuente de la patria eterna, y comprenderá lo que digo. Si, por el contrario, hablo a un corazón helado, ése no comprenderá mi lenguaje. (In Ioh. Tract. 26,4-7). 
Que el Señor, por intercesión de San Agustín, nos enamore cada vez más y nos regale un corazón siempre inquieto, que no se contente con las respuestas simples, sino que se ensanche cada vez más para abrazar a Dios, la Verdad que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Feliz fiesta para todos.
Fr. José Ignacio Busta, o.s.a.
Renueva, Señor, en tu Iglesia el espíritu que infundiste en san Agustín, obispo, y así también nosotros, sedientos de la verdadera sabiduría, nunca cesemos de buscarte, fuente viva de amor eterno.

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