en ocasión del
quincuagésimo aniversario de sacerdocio
del P. Osvaldo Walker Trujillo, o.s.a.
quincuagésimo aniversario de sacerdocio
del P. Osvaldo Walker Trujillo, o.s.a.
Pido la palabra de modo imaginario: quiero hacerlo en mi calidad de casi padrino del festejado, que, a su vez, es mi padrino de ordenación sacerdotal y de mi primera misa. Pido la palabra porque, en casos como éste, la distancia pasa de ser un simple detalle y nos hace estar lejos de verdad a los que caminamos por otras latitudes. Digo caminamos con premeditación y alevosía: pido la palabra porque la celebración de hoy es, ante todo, la celebración de un camino. Un camino de medio siglo, que hoy celebra esta importante fecha y, mañana, a seguir caminando.
Recuerdo haber visto, en más de una ocasión, las fotos que atestiguan lo que sucedió hace exactamente cincuenta años: un volante con una pequeña biografía, la foto del P. Osvaldo en aquella época, otra del momento de la consagración del vino durante la primera misa y otra, que es mi favorita, ante el Altar del Señor junto al querido y recordado Padre Erasmo López, quien fuera el padrino de aquella, primera celebración. Posiblemente en la celebración de este año estén presentes algunos que acompañaron aquella ordenación o aquella primera Eucaristía, de la Solemnidad de San José, en el templo de Melipilla.
Los más, aquellos que nacimos después, somos los que llegamos más tarde a la invitación del Dueño de la Viña a trabajar a su campo, y somos testigos de los últimos años... personalmente soy testigo de una época que para el P. Osvaldo fue muy importante, y muy sentida: los años penquistas. Muchos de nosotros somos de ese tiempo, en un colegio de Concepción que pasó, en aquél tiempo, de ser un establecimiento de emergencia para responder a las necesidades educativas del Concepción luego del terremoto de 1939, al conjunto que hoy conocemos. De las recordadas ratoneras a los edificios actuales.
Pero lo que importa no es el cemento o la arquitectura, sino el sentido de hogar que ofrece un lugar. Para quien escribe estas líneas, la experiencia de aquellos años constituye un punto de referencia que aun hoy me inspira y me ayuda cuando me despisto o me desoriento: haber descubierto a tus más grandes amigos, circunscritos no sólo en el ámbito de las cuatro paredes de tu sala de clases, sino también en los otros cursos; haber conocido a los profesores que con la distancia de los años se transformaron en amigos tuyos; la experiencia de una convivencia sin inspectores de pasillo ni rejas protectoras, porque éramos formados en la libertad en el sentido agustiniano -mi libertad termina donde comienza la libertad del otro- y, cosa curiosa, no sentimos tan violento el cambio de situación cuando comenzamos los estudios universitarios, donde todo depende de uno y su propia responsabilidad, ya que fuimos formados en esa escuela desde el Colegio. Formo parte de la última promoción que salió mientras el P. Osvaldo fue rector en Concepción... luego, comenzó a formar parte del Consejo de Dirección en calidad de Presidente. Ante tal panorama, las bromas eran inevitables: luego de haber sido Rector por más de dieciséis años, ahora continuaba siendo Comandante en Jefe.
Para muchos de nosotros, la perla más preciosa fue haber descubierto, en aquellos años, un Rostro de Cristo vivo, vivido en lo cotidiano y en compañía de otros, tan chiflados como uno, que queríamos experimentar qué era eso de la comunidad y la aventura que hace dieciséis siglos inició un hombre del Norte de África llamado Aurelio Agustín. Y lo hicimos con simplicidad, al calor de la amistad sincera, en la catequesis, ante el Altar del Señor sirviendo al sacerdote y tantas veces tomando onces en la biblioteca del Convento de Concepción, entre libros mal ordenados y panes de pascua que al inicio de la Cuaresma aún resistían incólumes el paso del tiempo desafiando las leyes de la caducidad humana. Con tales pertrechos leíamos la Palabra del Señor, compartíamos nuestras experiencias y escuchábamos historias de otros tiempos, entresacadas de un libro intitulado Por qué me hice sacerdote. Ahora lo pienso y... tal vez esta historia parecerá también de otros tiempos. Pero mi propia historia se entrelaza con los años en que el P. Osvaldo sirvió en Concepción, ya que también soy religioso agustino y sacerdote, hijo de esa experiencia que me hizo conocer, sin aspavientos ni estereotipos, la vida conventual como ella es: testigo de las alegrías y las tristezas de la comunidad, como la muerte del P. Ceferino Heras, ocurrida justo mientras estábamos reunidos con el P. Osvaldo en la biblioteca, como tantos miércoles; el rito impostergable de comer los caquis de los árboles del patio del convento cada otoño, a pesar de la diabetes; el calcular un minuto exacto para eliminar la teína del té, y luego arrojar el residuo por la ventana, al pie de la cual estaban las gallinas del P. Ricardo; el colocar monedas de cobre en las hortensias para que tomaran un color azulado; la Noche de San Juan en el gimnasio del colegio, ocasión en que el P. Osvaldo cambiaba su proverbial boina por un gorro chilote; las veces en que llegué tarde a clases y, gracias a la solidaridad de don Lalo, sacristán de la Parroquia, podía eludir los controles del P. Olegario pasando por la puerta de fierro del Convento hacia el Colegio; la vez en que, siendo prenovicio, llamé por teléfono al P. Osvaldo y me respondía sólo con monosílabos, para luego saber que en aquel momento estaba sufriendo su cuarto preinfarto y que, para no alarmarme, no me decía nada; el hábito religioso que siempre ha usado, desde que el Papa Juan Pablo II, próximo beato, pidió a los religiosos y sacerdotes en Chile un signo más visible de la propia consagración; la foto de un fraile que adornaba la biblioteca, devoto de la Madre del Buen Consejo y formador de juventudes, cuya historia nos contaba con tanta pasión el Padre Osvaldo, y que hoy es reconocido como beato por la Madre Iglesia, el P. Fariña, cuya beatificación presenciamos en Roma para gran alegría sobre todo del P. Osvaldo... por estas, y tantas cosas más, el Señor se fue metiendo en la vida mía y en la de tantos, para luego decir sí al proyecto que una vez el P. Osvaldo asumió también como suyo. En aquél tiempo, hurgueteando entre los manuales antiguos de liturgia, aprendí la antífona que decía el sacerdote cuando llegaba al Altar, antes del Concilio: me acercaré al altar de Dios, el Dios que alegra mi juventud (Sal. 43, 4). Ciertamente ese Dios alegró mi juventud, desde la sencillez y el compartir de aquellos años.
Mis años de caminar son pocos, en comparación con todo el tiempo de nuestro hermano. Pero tengo el privilegio de compartir esta celebración con él, de esta manera tan particular. Para los creyentes, celebrar a alguien es reconocer en él los dones de Dios. Y con estas palabras quiero reconocer los dones que el Buen Dios ha puesto en el P. Osvaldo, sobre todo el don de la transparencia, ya que nunca hemos visto en él el afán de esconder la propia humanidad, con las grandezas y flaquezas de cada día y de la propia historia. Eso lo hace ser auténtico. Eso hace que el caminar agustiniano se presente como algo que vale la pena para entregar toda la vida, sin reservas. Como Ud., yo creo firmemente que esta es la vía para mostrar a otros aquello que somos.
Termino estas líneas pidiéndole una cosa: no nos deje solos. Su tarea no ha terminado después de haber compartido con nosotros todo esto. Aún tenemos muchos años por delante y se hace necesario caminar juntos. Mire a la asamblea que hoy acompaña su alegría de seguir caminando junto al Dios que alegra nuestra juventud: hay muchos rostros presentes, como muchos otros que faltan. En nombre de esos rostros me atrevo a decir que de cuando en cuando se hace necesario entrar en la biblioteca de nuestra vocación, y allí, cuando den las cuatro de la tarde, sentarnos a la mesa, conversar de las cosas del Señor y compartir una taza de té con una tartaleta. Denos esa alegría, Padre, que hay muchas cosas que conversar, aún, en estos años que nos quedan de camino, todos juntos.
Fr. José Ignacio Busta Ramírez, o.s.a.
Roma, 18 de marzo de 2011
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