En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres.
Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo.
Mt 5,13-16
La luz es fuente de vida, es alegría, es posibilidad de moverse, capacidad para saber por dónde nos movemos; la sal da sabor a las comidas, las conserva, las hace perdurar. Ser luz o ser sal, de forma real o de forma simbólica, es algo importante; tan importante que el propio Jesús llegará a decirnos que tenemos que ser luz y sal. Pero hay sal en condiciones y hay "sal tonta", como dice literalmente el Evangelio de hoy; y también hay luces y luces.
Hay hombres que se sienten llamados a ser luz para las vidas del prójimo, y tratan de transmitir su convicción a los demás... por las buenas o por las malas; personas que, ciertamente cualificadas para desempeñar ciertas misiones, empiezan realizando un servicio (social, político, económico, ideológico...) a la sociedad, para terminar, en no pocas ocasiones, subyugándola, sometiéndola, tiranizándola. La luz que aportaron en un primer momento acaba por volverse cegadora, deslumbradora, un incendio de opresión que lo arrasa todo para terminar en un fuego fatuo, pero mortal.
Sin embargo, no todas las luces son iguales; hay otras que no siempre son reconocidas como tales; luces que alumbran sencillez, desde vidas muchas veces anónimas e ignoradas; luces que no ciegan ni deslumbran, sino que iluminan cálidamente el sendero de la vida, de sus propias vidas y de las de aquéllos que les rodean; luces que son frecuentemente paradójicas: luces que dan sentido a la vida desde el propio sacrificio, como los seis jesuitas y las dos colaboradoras martirizados en El Salvador; luces que iluminan el oscuro anonimato de personas que mueren tiradas en la calle, como el caso de Teresa de Calcuta y sus misioneras de la Caridad; luces que no se presentan como la única luz, sino que se saben y se sienten mediadoras de la única Luz que realmente puede iluminar a los hombres, como es el caso de tantos catequistas, de tantos agentes de la Palabra, de tantos evangelizadores... que se sienten llamados a proclamar la Buena Noticia del Reino de Dios.
Todos ellos, y otros muchos, sienten que sus vidas han sido iluminadas por la Luz de Cristo; y saben que su única posibilidad es convertirse en transmisores de esa Luz; una Luz de la que no son propietarios ni únicos administradores; una Luz que es inagotable en sí misma, inabarcable por solo un hombre, inapresable en moldes, instituciones y jerarquías. La Luz de Cristo, como todo lo de Dios, es paradójica: es la Luz de la fe que siempre se teje sobre la incertidumbre, la Luz de la vida que nace con más fuerza justo en el momento de la muerte, la Luz del amor que se hace pleno cuando es capaz de la renuncia total, la Luz de la confianza que se apoya en un salto en el vacío, la Luz de la esperanza que se mantiene contra toda esperanza, la Luz de la convicción nacida en el corazón de las apariencias adversas, la Luz de la bienaventuranza descubierta en la pobreza o en la persecución, la Luz del Dios Rey encontrada en la cruz en la que muere.
Quizás es por eso que muchos, pasando de la paradojas, prefieren una luz "lista para usar" y se encandilan con la primera luz que encuentran: luces de colores, luces de escaparates, luces de escenario, luces artificiales..., con tal que alumbren un poco, ¿qué más da?; pero, a la larga, antes o después, esas luces se debilitan, se apagan, acaban por no iluminar suficientemente al hombre; y entonces el hombre tiene que buscar por otros sitios...
Afortunadamente nunca es demasiado tarde para encontrar la Luz de Dios; quien la busca sinceramente y sin querer ponerle condiciones, acaba por encontrarla; quien acepta que esa Luz ilumine su vida para verla con toda claridad, para verla tal y como es, con sus grandezas y sus miserias -porque cuando la Luz de Dios ilumina la vida del hombre, no hay posibilidad de engaño-, acaba por encontrarla.
Pero, para que ese encuentro se produzca, hacen falta testigos, hacen falta hombres y mujeres que ya hayan encontrado esa Luz, se dejen inundar por ella y se conviertan en transmisores de esa Luz para los demás.
Hace pocas semanas hemos escuchado al profeta Isaías anunciar que el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran Luz; y también hemos escuchado al evangelista San Juan lamentarse de que la luz vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron. El problema es serio: La Luz se hizo presente en el mundo, pero las tinieblas no se han disipado totalmente; aunque será más exacto decir que las tinieblas no han querido disiparse; las tinieblas han preferido quedarse cómodamente instaladas en sus privilegios, en sus tesoros, en sus cuentas de ahorro, en sus palacios, en su "jet-set", en sus partidos, en sus negocios, en su "beautiful people".
Y, sin embargo, las palabras de Jesús siguen sonando, claras y rotundas: "Nosotros somos la sal de la tierra, la luz del mundo".
¿Vamos a responder a las expectativas de Jesús?; ¿vamos a estar a la altura de las circunstancias?; ¿vamos a ser capaces de dar auténtica luz y verdadero sabor al mundo?; ¿vamos a ser capaces de resistir la tentación de volvernos "sal tonta" o "luz fatua"?
Vela, Señor, con amor, con amor continuo sobre tu familia; protégela y defiéndela siempre, ya que solo en ti ha puesto su esperanza.
Hay hombres que se sienten llamados a ser luz para las vidas del prójimo, y tratan de transmitir su convicción a los demás... por las buenas o por las malas; personas que, ciertamente cualificadas para desempeñar ciertas misiones, empiezan realizando un servicio (social, político, económico, ideológico...) a la sociedad, para terminar, en no pocas ocasiones, subyugándola, sometiéndola, tiranizándola. La luz que aportaron en un primer momento acaba por volverse cegadora, deslumbradora, un incendio de opresión que lo arrasa todo para terminar en un fuego fatuo, pero mortal.
Sin embargo, no todas las luces son iguales; hay otras que no siempre son reconocidas como tales; luces que alumbran sencillez, desde vidas muchas veces anónimas e ignoradas; luces que no ciegan ni deslumbran, sino que iluminan cálidamente el sendero de la vida, de sus propias vidas y de las de aquéllos que les rodean; luces que son frecuentemente paradójicas: luces que dan sentido a la vida desde el propio sacrificio, como los seis jesuitas y las dos colaboradoras martirizados en El Salvador; luces que iluminan el oscuro anonimato de personas que mueren tiradas en la calle, como el caso de Teresa de Calcuta y sus misioneras de la Caridad; luces que no se presentan como la única luz, sino que se saben y se sienten mediadoras de la única Luz que realmente puede iluminar a los hombres, como es el caso de tantos catequistas, de tantos agentes de la Palabra, de tantos evangelizadores... que se sienten llamados a proclamar la Buena Noticia del Reino de Dios.
Todos ellos, y otros muchos, sienten que sus vidas han sido iluminadas por la Luz de Cristo; y saben que su única posibilidad es convertirse en transmisores de esa Luz; una Luz de la que no son propietarios ni únicos administradores; una Luz que es inagotable en sí misma, inabarcable por solo un hombre, inapresable en moldes, instituciones y jerarquías. La Luz de Cristo, como todo lo de Dios, es paradójica: es la Luz de la fe que siempre se teje sobre la incertidumbre, la Luz de la vida que nace con más fuerza justo en el momento de la muerte, la Luz del amor que se hace pleno cuando es capaz de la renuncia total, la Luz de la confianza que se apoya en un salto en el vacío, la Luz de la esperanza que se mantiene contra toda esperanza, la Luz de la convicción nacida en el corazón de las apariencias adversas, la Luz de la bienaventuranza descubierta en la pobreza o en la persecución, la Luz del Dios Rey encontrada en la cruz en la que muere.
Quizás es por eso que muchos, pasando de la paradojas, prefieren una luz "lista para usar" y se encandilan con la primera luz que encuentran: luces de colores, luces de escaparates, luces de escenario, luces artificiales..., con tal que alumbren un poco, ¿qué más da?; pero, a la larga, antes o después, esas luces se debilitan, se apagan, acaban por no iluminar suficientemente al hombre; y entonces el hombre tiene que buscar por otros sitios...
Afortunadamente nunca es demasiado tarde para encontrar la Luz de Dios; quien la busca sinceramente y sin querer ponerle condiciones, acaba por encontrarla; quien acepta que esa Luz ilumine su vida para verla con toda claridad, para verla tal y como es, con sus grandezas y sus miserias -porque cuando la Luz de Dios ilumina la vida del hombre, no hay posibilidad de engaño-, acaba por encontrarla.
Pero, para que ese encuentro se produzca, hacen falta testigos, hacen falta hombres y mujeres que ya hayan encontrado esa Luz, se dejen inundar por ella y se conviertan en transmisores de esa Luz para los demás.
Hace pocas semanas hemos escuchado al profeta Isaías anunciar que el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran Luz; y también hemos escuchado al evangelista San Juan lamentarse de que la luz vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron. El problema es serio: La Luz se hizo presente en el mundo, pero las tinieblas no se han disipado totalmente; aunque será más exacto decir que las tinieblas no han querido disiparse; las tinieblas han preferido quedarse cómodamente instaladas en sus privilegios, en sus tesoros, en sus cuentas de ahorro, en sus palacios, en su "jet-set", en sus partidos, en sus negocios, en su "beautiful people".
Y, sin embargo, las palabras de Jesús siguen sonando, claras y rotundas: "Nosotros somos la sal de la tierra, la luz del mundo".
¿Vamos a responder a las expectativas de Jesús?; ¿vamos a estar a la altura de las circunstancias?; ¿vamos a ser capaces de dar auténtica luz y verdadero sabor al mundo?; ¿vamos a ser capaces de resistir la tentación de volvernos "sal tonta" o "luz fatua"?
LUIS GRACIETA
DABAR 1990/13
DABAR 1990/13
Vela, Señor, con amor, con amor continuo sobre tu familia; protégela y defiéndela siempre, ya que solo en ti ha puesto su esperanza.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
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