16 de junio de 2010

Pregunta al Papa (IV): ¿Cómo vivir la centralidad de la Eucaristía sin perdernos en la tentación de una vida meramente cultual, es decir, el clericalismo?


Pregunta: Santo Padre, soy el sacerdote Atsushi Yamashita, y vengo de Asia, precisamente del Japón. El modelo sacerdotal que Vuestra Santidad nos ha propuesto durante este año, el Cura de Ars, tiene en el centro de su existencia y de su ministerio la Eucaristía, la Penitencia sacramental y personal y el amor al culto dignamente celebrado. Llevo en los ojos los signos de la austera pobreza de San Juan María Vianney y al mismo tiempo los de su pasión por las cosas valiosas para el culto. ¿Cómo vivir estas dimensiones fundamentales de nuestra existencia sacerdotal sin caer en el clericalismo o en una ajenidad respecto a la realidad, que el mundo de hoy no nos permite? 

Papa: Gracias. Por lo tanto la pregunta es cómo vivir la centralidad de la Eucaristía sin perdernos en una vida puramente cultual, ajenos a la vida diaria de las demás personas. Es sabido que el clericalismo es una tentación de los sacerdotes en todos los siglos, y hoy también; tanto más importante es hallar la manera auténtica de vivir la Eucaristía, que no estriba en cerrarse al mundo, sino precisamente en abrirse a las necesidades del mundo. Debemos tener presente que en la Eucaristía se realiza el gran drama de Dios que sale de sí mismo, que abandona –como dice la Carta a los Filipenses– su propia gloria, sale y desciende hasta ser uno de nosotros y desciende hasta la muerte en la cruz (cf. Flp 2): la aventura del amor de Dios, que se deja, se abandona a sí mismo para estar con nosotros. Y esto se hace presente en la Eucaristía; el gran acto, la gran aventura del amor de Dios es la humildad de Dios que se entrega a nosotros. En este sentido, la Eucaristía ha de considerarse como la entrada en este camino de Dios. Dice San Agustín en su De Civitate Dei, libro X: «Hoc est sacrificium christianorum: multi unum corpus in Christo», es decir: «Sacrificio de los cristianos es estar unidos por el amor de Cristo en la unidad del único Cuerpo de Cristo». El sacrificio consiste precisamente en salir de nosotros mismos, en dejarnos atraer hacia la comunión del único pan, del único Cuerpo, y entrar así en la gran aventura del amor de Dios. Así debemos celebrar, vivir, meditar siempre la Eucaristía, como esta escuela de la liberación de mi «yo»: entrar en el único pan, que es pan de todos, que nos une en el único Cuerpo de Cristo. Por eso la Eucaristía es, en sí misma, un acto de amor que nos obliga a esta realidad del amor a los demás: que el sacrificio de Cristo es la comunión de todos en su Cuerpo. Por lo tanto, de esta manera debemos aprender la Eucaristía, que es precisamente lo contrario del clericalismo, del cerrarse en uno mismo. Pensemos también en la Madre Teresa, verdaderamente el gran ejemplo de este siglo, en este tiempo, de un amor que se deja a sí mismo, que deja todo tipo de clericalismo, de ajenidad respecto al mundo; que se dirige a los más marginados, a los más pobres, a las personas próximas a morir, y se entrega totalmente al amor por los pobres, por los marginados. Pero la Madre Teresa nos ha dado este ejemplo: la comunidad que sigue sus huellas suponía siempre como primera condición de una fundación suya la presencia de un sagrario. Sin la presencia del amor de Dios que se entrega no habría sido posible realizar este apostolado, no habría sido posible vivir en este abandono de uno mismo; sólo insertándose en este abandono de sí en Dios, en esta aventura de Dios, en esta humildad de Dios, podían y pueden realizar hoy este gran acto de amor, esta apertura a todos. En este sentido, diría: vivir la Eucaristía en su sentido original, en su profundidad verdadera, es una escuela de vida, es la protección más segura contra toda tentación de clericalismo.  

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