Conociendo los escritos del Hermano Rafael –desde ya unos días San Rafael Arnáiz Barón- uno se da cuenta que la santidad es aquella luz que se fragua en la existencia personal de cada uno, y desde su propia persona la respuesta a Jesús se transforma progresivamente en una “locura” por Él, como decía San Pablo. Ofrezco una reflexión escrita días antes de la canonización del Hermano Rafael, que ilustra bien esta locura, a la cual todos estamos llamados.
El próximo domingo, el Hermano Rafael (1911-1938) será ya san Rafael Arnáiz Barón: un potente foco de luz para la Iglesia y para la Humanidad de comienzos del siglo XXI, como lo han sido y lo siguen siendo san Ignacio de Loyola, santa Teresa de Jesús o san Juan de la Cruz.
Rafael es conocido por sus escritos. No ha sido fundador ni reformador; pero su pluma transmite el secreto de la mística cristiana de todos los tiempos con las palabras de un joven, muerto a los 27 años, cuando el siglo XX se acercaba al culmen de su tragedia. Su breve vida tiene un antes y un después en el 25 de mayo de 1934. No fue ése el día en que decidió hacerse monje, ni el de su entrada en el monasterio cisterciense de San Isidro de Dueñas. Fue el momento en el que la enfermedad que acabará por llevarle a la muerte, cambió el signo de la fuerza por el de la debilidad en el horizonte de su existencia.
Rafael tiene éxito en los estudios. Toca el violín y el piano. Conduce su coche por los valles y las costas de Asturias y patea las cumbres de los Picos de Europa, interpretándolas en sus acuarelas. Lee a san Juan de la Cruz, hace Ejercicios espirituales, se alista en la Adoración Nocturna y en las Conferencias de San Vicente Paúl. En 1932 escoge pensión en el edificio más alto de Madrid en la Plaza de Callao; frecuenta las clases de Arquitectura; conciertos, los domingos; cultiva la amistad de sus amigos y también, de modo especial, la de sus confidentes espirituales en Ávila, sus tíos María y Polín; hace el servicio militar montando guardias en el Palacio de Oriente y esquiando en el Guadarrama. Un torbellino de actividad y de fuerza, que culmina en la conquista de su proyecto más deseado: ser monje. Desde que, en 1930, visitara el monasterio y se enamorara del silencio, de la salmodia, de aquella comunidad de hombres de blanco haciendo guardia día y noche ante el sagrario, Rafael se había dicho que aquello era lo suyo. Y un buen día, en noviembre de 1933, decide abandonarlo todo para realizar el sueño de su juventud: entregarse por completo al amor de Dios. Rafael entra en el monasterio el 15 de enero de 1934. Su alegría fue inmensa. Pero el signo de la fuerza pronto se trocó por el de la debilidad.
El joven atleta de Dios vuelve al hogar de Oviedo deshecho físicamente por la diabetes y atormentado en el espíritu: ¿No me quiere Dios en el monasterio? ¿Me he equivocado? ¿He sido presuntuoso y egoísta? Eran preguntas amargas que se agolpaban en su alma, en el momento de la desilusión de su vida, como Rafael mismo llamará a aquel momento decisivo. Pero su grandeza consiste precisamente en cómo supo entender la voluntad de Dios. Más de uno se hubiera hundido. Rafael se aplica a la oración, escucha los consejos de personas de su confianza y, por fin, después de año y medio de maduración, decide volver a pedir el ingreso en el monasterio como oblato. Era renunciar a su ilusión de ser monje y al sacerdocio monástico. Pero era la ocasión para dar un salto de gigante en el amor que movía ya su vida. Cuando escribe al abad pidiéndole volver, le dice: «Hace dos años (...) yo buscaba a Dios, pero también buscaba a las criaturas y me buscaba a mí mismo, y Dios me quiere para Él solo...»
La debilidad resultó para Rafael ser la fuerza motriz del amor más puro y mayor. Ésos eran los planes de Dios que él supo interpretar bien. Los poco más de dos años que le quedaban de vida fueron la entrega completa de su debilidad a Dios, unida en ofrenda de amor a la Cruz de Cristo. Ésa fue su gran fortaleza y la causa de una alegría indescriptible. Ésa fue su locura, como él la llama: la locura por Cristo y por su Cruz, que le hace partícipe también de su gloria. Rafael escribe más tarde, como fino teólogo sin estudios: «En el mundo se sufre mucho, pero se sufre poco por Dios. El cristiano no ama la debilidad y el sufrimiento tal como éste es en sí, sino tal como es Cristo, y el que ama a Cristo, ama su Cruz». Nada de masoquismo. Dios sufre en Cristo y quien le ama, desea estar con el sufrimiento de Dios. Es la mística del seguimiento de Cristo hasta la Cruz. Es la locura y la ciencia de la Cruz.
Una existencia y un mensaje así es precisamente lo que más necesita el mundo de comienzos del siglo XXI: la mística cristiana de siempre en el contexto materialista y hedonista de nuestros días. La realización plena de la existencia humana no es posible más que como amoroso y radical abandono en Dios. No es el progreso entendido como el conjunto de logros de la fuerza humana lo que trae la felicidad al mundo. Tal progreso es puro ruido -como escribía Rafael- si carece del silencio en el que el ser humano puede escuchar el latido del Corazón de Dios.
San Rafael Arnáiz Barón ofrece a cada uno en su propia vocación, el testimonio perenne de la mística cristiana: sólo Dios puede llenar el corazón humano. Sin tal mística, no habrá vida ni misión cristianas. Pero tampoco realización humana. «Me he dado cuenta de mi vocación -escribe Rafael-. No soy religioso..., no soy seglar..., no soy nada... Bendito sea Dios, no soy nada más que un alma enamorada de Cristo. Él no quiere más que mi amor. (...) Que mi vida no sea más que un acto de amor».
+ Juan Antonio Martínez Camino
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