30 de octubre de 2009

Los muchos modos de llegar a la vida feliz (San Agustín)

augustinevang

En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y Él se pudo a hablar enseñándolos:
Dichosos los pobres en el espíritu,
porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Dichosos los sufridos,
porque ellos heredarán la Tierra.

Dichosos los que lloran,
porque ellos serán consolados.

Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia,
porque ellos serán saciados.

Dichosos los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia.

Dichosos los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios.

Dichosos los que trabajan por causa de la justicia,
porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.

Mt 5,1-12a

La solemnidad de la santa virgen (Inés) que dio testimonio de Cristo y mereció que Cristo lo diera de ella, virgen públicamente martirizada y ocultamente coronada, nos invita a hablar a vuestra caridad de aquella exhortación que poco ha nos hacía el Señor en el evangelio, exponiendo los muchos modos de llegar a la vida feliz, cosa que todos desean. No puede encontrarse, en efecto, quien no quiera ser feliz. Pero ¡ojalá que los hombres que tan vivamente desean la recompensa no rehusaran la tarea que conduce a ella! ¿Quién hay que no corra con alegría cuando se le dice: «Vas a ser feliz»? Mas ha de oír también de buen grado lo que se dice a continuación: «Si esto hicieres». No se rehúya el combate si se ama el premio. Enardézcase el ánimo a ejecutar alegremente la tarea ante la recomendación de la recompensa. Lo que queremos, lo que deseamos, lo que pedimos vendrá después. Lo que se nos ordena hacer con vistas a lo que vendrá después, hemos de realizarlo ahora.

Comienza, pues, a traer a la memoria los dichos divinos, tanto los preceptos como los galardones evangélicos. Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. El reino de los cielos será tuyo más tarde; ahora sé pobre de espíritu.

¿Quieres que sea tuyo el reino de los cielos más tarde? Considera de quién eres tú ahora. Sé pobre de espíritu. Nadie que se infla es pobre de espíritu; luego el humilde es el pobre de espíritu. El reino de los cielos está arriba, pero quien se humilla será ensalzado (Lc 14,11).

Pon atención a lo que sigue: Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra. Ya estás pensando en poseer la tierra. ¡Cuidado, no seas poseído por ella! La poseerás si eres manso; de lo contrario, serás poseído. Al escuchar el premio que se te propone: el poseer la tierra, no abras el saco de la avaricia, que te impulsa a poseerla ya ahora tú solo, excluido cualquier vecino. No te engañe el pensamiento. Poseerás verdaderamente la tierra cuando te adhieras a quien hizo el cielo y la tierra. En esto consiste el ser manso: en no poner resistencia a Dios, de manera que en lo bueno que haces sea él quien te agrade, no tú mismo; y en lo malo que sufras no te desagrade él, sino tú a ti mismo. No es poco agradarle a él, desagradándote a ti mismo, pues agradándote a ti le desagradarías a él.

Presta atención a la tercera bienaventuranza: Dichosos los que lloran, porque serán consolados. El llanto significa la tarea; la consolación, la recompensa. En efecto, ¿qué consuelos reciben los que lloran en la carne? Consuelos molestos y temibles. El que llora encuentra consuelo allí donde teme volver a llorar. A un padre, por ejemplo, le causa tristeza la pérdida de un hijo, y alegría el nacimiento de otro; perdió aquél, recibió éste; el primero le produce tristeza, el segundo temor; en ninguno, por tanto, encuentra consuelo. Verdadero consuelo será aquel por el que se da lo que nunca se perderá ya. Quienes lloran ahora por ser peregrinos, luego se gozarán de ser consolados.

Pasemos a lo que viene en cuarto lugar, tarea y recompensa: Dichosos quienes tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Ansías saciarte. ¿Con qué? Si es la carne la que desea saciarse, una vez hecha la digestión, aunque hayas comido lo suficiente, volverás a sentir hambre. Y quien bebiere -dijo Jesús- de este agua, volverá a sentir sed (Jn 4,13). El medicamento que se aplica a la herida, si ésta sana, ya no produce dolor; el remedio, en cambio, con que se ataca al hambre, es decir, el alimento, se aplica como alivio pasajero. Pasada la hartura, vuelve el hambre. Día a día se aplica el remedio de la saciedad, pero no sana la herida de la debilidad. Sintamos, pues, hambre y sed de justicia, para ser saturados de ella, de la que ahora estamos hambrientos y sedientos. Seremos saciados con aquello de lo que ahora sentimos hambre y sed. Sienta hambre y sed nuestro hombre interior, pues también él tiene su alimento y su bebida. Yo soy -dijo Jesús- el pan que ha bajado del cielo (Jn 6,41). He aquí el pan adecuado al que tiene hambre. Desea también la bebida correspondiente: En ti se halla la fuente de la vida (Sal 35,10).

Pon atención a lo que sigue: Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos. Hazla y se te hará; hazla tú con otro para que se te haga contigo, pues abundas y escaseas. Oyes que un mendigo, hombre también, te pide algo; tú mismo eres mendigo de Dios. Te piden a ti y pides tú también. Lo que hagas con quien te pide a ti, eso mismo hará Dios con quien le pide a él. Estás lleno y estás vacío; llena de tu plenitud el vacío del pobre para que tu vaciedad se llene de la plenitud de Dios.

Considera lo que viene a continuación: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Éste es el fin de nuestro amor: fin con que llegamos a la perfección no fin con el que nos acabamos. Se acaba el alimento, se acaba el vestido; el alimento se acaba porque se consume al ser comido; el vestido porque se concluye su tejedura. Una y otra cosa se acaban, pero un fin es de consunción, otro de perfección. Todo lo que obramos, lo que obramos bien, nuestros esfuerzos, nuestras laudables ansias e inmaculados deseos, se acabarán cuando lleguemos a la visión de Dios. Entonces no buscaremos más. ¿Qué puede buscar quien tiene a Dios? O ¿qué le puede bastar a quien no le basta Dios? Queremos ver a Dios, buscamos verlo y ardemos por conseguirlo. ¿Quién no? Pero mira lo que se dijo: Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.

Prepara tu corazón para llegar a ver. Hablando a lo carnal, ¿cómo es que deseas la salida del sol, teniendo los ojos enfermos? Si los ojos están sanos, la luz producirá gozo; si no lo están, será un tormento. No se te permitirá ver con el corazón impuro lo que no se ve sino con el corazón puro. Serás rechazado, alejado; no lo verás. Pues dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. ¿Cuántas veces ha repetido la palabra dichosos? ¿Qué cosas producen esa felicidad? ¿Cuáles son las obras, los deberes, los méritos, los premios? Hasta ahora en ninguna bienaventuranza se ha dicho porque ellos verán a Dios... Hemos llegado a los limpios de corazón: a ellos se les prometió la visión de Dios. Y no sin motivo, pues allí están los ojos con que se ve a Dios. Hablando de ellos dice el apóstol Pablo: Iluminados los ojos de vuestro corazón (Ef 1,18). Al presente, motivo a la debilidad, esos ojos son iluminados por la fe; luego, ya vigorosos, serán iluminados por la realidad misma.

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