8 de mayo de 2009

Unidos a Jesús

HOMILÍA

5° DOMINGO DEL TIEMPO PASCUAL

 

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:

-Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A tclip_image002odo sarmiento mío que no da fruto, lo arranca; y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto.

Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros.

Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.

Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada.

Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden.

Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros pediréi lo que deseéis, y se realizará.

La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y así seréis mis discípulos.

Jn 15, 1-8

 

¡Cuán importante y estimulante es, para nosotros, el recuerdo de los primeros cristianos, de la primera comunidad, de aquéllos que pusieron en marcha este movimiento de seguidores de Jesús en el que estamos nosotros! Este tiempo de Pascua, estos cincuenta días de fiesta en honor del Señor resucitado, es ciertamente un tiempo que invita especialmente a este recuerdo: ¿qué mejor manera de celebrar la Pascua que ver y celebrar los frutos que ha dado la resurrección de Jesús? Porque aquellos primeros cristianos, aquellos hombres y mujeres que llenos de ilusión empezaron a vivir la vida nueva de Jesús, son el gran fruto, el primer fruto de aquel árbol que Jesús plantó y regó con su sangre.

Por eso, porque este tiempo de Pascua es el tiempo que más invita a contemplar el camino de la primera comunidad cristiana, nosotros, estos domingos, en lugar de leer en la primera lectura -como hacemos el resto del año- los libros del Antiguo Testamento, leemos el libro de los Hechos de los Apóstoles, el libro que narra aquellos primeros pasos de la Iglesia.

Hoy, la lectura de los Hechos de los Apóstoles, la primera lectura que hemos hecho en nuestra celebración, nos ha puesto ante los ojos la figura de un gran hombre, un gran cristiano, un gran apóstol. Se trata de Saulo, el apóstol que conocemos con el nombre de Pablo. Y a su lado, otra gran figura, aunque quizá no tan conocida: el apóstol Bernabé.

La lectura nos ha narrado como Saulo, Pablo, llegó a Jerusalén después de haber descubierto, en Damasco, el camino de Jesús y de haberse adherido a él con toda su alma.

Pablo, fariseo convencido, tenía muy claro que el movimiento que Jesús había iniciado y que sus seguidores continuaban, era algo que iba contra la ley y la religión de Israel y por tanto tenía que ser destruido. Y por eso había dedicado todos los esfuerzos a esto: liquidar el cristianismo naciente.

Pero llegó un día en que todo le cambió, todo se le invirtió. Llegó el día en el que Jesús se le puso delante, y tuvo la evidencia de que precisamente aquel camino que él perseguía era el camino que le podía dar la vida, el camino que Dios había prometido a su pueblo desde siempre. Y Pablo se dejó cambiar, y se lanzó desde entonces, con todo el empuje de su corazón, a dar a conocer aquello mismo que él había descubierto. ¡Y con qué fuerza lo hizo! Su vida fue desde entonces un recorrer el mundo para hacer llegar a todas partes aquella vida que le había transformado. Hasta aquí, hasta Tarragona llegó, posiblemente.

En la lectura hemos escuchado como, a su llegada a Jerusalén, los cristianos no se fiaban de él y le rehuían. Realmente, tenían motivos para no fiarse de él. Pero allí, Pablo encontró a alguien que fue capaz de acercársele, y darse cuenta de que en el cambio de Pablo había la fuerza del Espíritu. Gracias a Bernabé, la comunidad y los apóstoles aceptaron a aquel creyente nuevo y fogoso. Y Pablo y Bernabé serán, a partir de aquel momento, la punta de lanza que hará presente el Evangelio más allá del reducto de Israel, y hará que la Buena Noticia de Jesús llegue a todas partes.

Este tiempo de Pascua es, sin duda, un buen momento para empaparse de la entrega, el empuje y el entusiasmo de aquella primera generación de cristianos. Los hombres y mujeres como Pablo y Bernabé, como Pedro y Juan, como Santiago, como Esteban y Felipe, como Silas, como Lidia (la primera cristiana europea de quien conocemos el nombre: una mujer). Podría ser una buena ocasión aprovechar estas semanas pascuales para leer atentamente bien el libro de los Hechos de los Apóstoles y respirar aquella vida tan plena, aquella fuerza tan capaz de superarlo todo y de pasar por todo gracias al Espíritu de Jesús que les movía y que sentían tan profundamente en su interior.

Vale la pena empaparse de todo eso y, al mismo tiempo, dar gracias a Dios. Porque es por medio de toda esa gente que nosotros hemos llegado a ser cristianos.

Y es éste también un buen momento para preguntarnos qué vivían aquellos primeros cristianos en su interior, cómo experimentaban esta fuerza y este empuje tan grandes. Y a buen seguro que la respuesta es bien sencilla: las palabras que Jesús nos ha dicho hoy en el evangelio. "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos, el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada". La experiencia profunda de la unión con Jesús, de pertenecerle, de participar de su vida, es lo que hizo posible el nacimiento de aquella primera comunidad de creyentes, capaces de tener toda su existencia transformada según Jesús.

Para ellos también, este momento de cada domingo, alrededor de la mesa de la palabra y de la Eucaristía, era un momento culminante: el momento en que se hacía posible y palpable la unión con Jesús que vivían cada día. Que, como lo era para ellos, lo sea también para todos nosotros.

JOSÉ LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1991/07


Señor, Tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos; míranos siempre con amor de Padre y haz que cuantos creemos en Cristo tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna.

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