Ron Rolheiser (Traducción Carmelo Astiz)
Hay un dicho, generalmente atribuido a G.K. Chesterton, que reza más o menos así: El catolicismo es la más odiada de todas las religiones; por eso sé que es la correcta y verdadera. Es un comentario interesante, pero que hay que tomar con reservas.
En nuestro mundo actual, el Islam extremista (no confundirlo con el Islam convencional o dominante) es probablemente la más odiada de todas las religiones. Pero ¿acaso es ése un criterio de autenticidad?
El odio no se presenta todo de una pieza, idéntico siempre. Odiamos por diferentes razones. Además, el odio, como sabemos, no es lo contrario al amor; lo contrario es la indiferencia. El odio es el amor que se ha vuelto amargo, el amor que envidia. Solamente podemos odiar a alguien a quien amamos.
Jesús fue odiado y fue el objeto de amarga envidia. Por eso le crucificaron. Pero ¿por qué le odiaban? ¿Por qué le tenía envidia la gente?
A Jesús le odiaban a causa de su “inclusividad”, a causa del carácter indiscriminado y aparentemente descuidado de su abrazo. Extendió la mano y abrazó a los pecadores y a los considerados como indignos, y limpió el templo de una forma que intentaba mostrar que la gente, para alcanzar a Dios, ya no tenía que pasar a través de los intermediarios establecidos. Hizo a Dios y a su amor tan accesibles como el más cercano grifo de agua y controló eso distanciándose de las autoridades establecidas, políticas, sociales y religiosas. Le odiaron porque retó a las exclusiones normales que suelen rodear a Dios y a la religión.
Y la gente se sentía celosa y envidiosa de él a causa de su bondad, de su virtud, porque irradiaba la clase de amor que, paradójicamente pero invariablemente, genera envidia y celos hasta que la persona que ama y muestra su amor haya muerto o la hayan asesinado. Los líderes judíos estaban celosos de Jesús porque era bueno y podía sentir en su corazón sincero amor a todos.
Al Islam extremista se le odia principalmente por las razones opuestas. Se le odia por su exclusividad, por el carácter angosto de su abrazo, por las barreras rígidas que alza en torno a Dios y a la religión, y por la aparente facilidad con que, en nombre de Dios, puede poner entre paréntesis el amor, la bondad y la compasión humana a favor de la violencia y de la falta de misericordia. El Islam es odiado, como Jesús, pero por razones diferentes.
Por tanto, tenemos que tener cuidado en no depender, sin sentido crítico, del pequeño axioma de Chesterton cuando nos damos cuenta de que nos odian o cuando somos objeto de envidia, especialmente si se nos odia a causa de nuestra religión o de nuestra actitud moral respecto a alguna cuestión. Los santos son odiados con frecuencia, pero también los dictadores y la gente de espíritu mezquino son odiados. Pero los santos son odiados de manera diferente de los dictadores, justamente como la religión auténtica es odiada de manera diferente a como es odiada la religión falsa.
El odio dirigido contra un santo es real, lo bastante real como para llevarle a veces a la crucifixión y a la muerte, como ocurrió en el caso de Jesús y en el caso de muchos mártires. Pero, una vez que la persona-objeto de ese odio ha muerto o ha sido asesinada, y una vez que el odio ha tenido su liberación catártica, con frecuencia el espíritu que sale a raudales de la persona que fue en otro tiempo odiada transforma los corazones de las mismísimas personas que ejecutaron la crucifixión: “Miraron al que traspasaron”. Así ocurrió después de la muerte de Jesús; y así ocurre, con tonos menos dramáticos, en nuestras propias vidas.
¿Has tenido tú alguna vez la experiencia de conocer a una persona que por mil razones te irritaba y provocaba dentro de ti una cierta mezcla incipiente y difusa de irritación, frustración, odio y envidia, difíciles de describir y de aceptar, de forma que, después de la muerte de esa misma persona, y a la luz de su partida, la irritación, el odio y la envidia quedan limpios y tú te quedas con un claro sentido de la bondad e integridad de su vida, junto con un cierto pesar y añoranza sobre cómo reaccionaste contra ella durante su vida? Tu odio y envidia se transformaron en respeto y te das cuenta de que eres mejor persona por haber conocido a esa persona a la que antes odiaste.
Después de la muerte de cada persona, recibimos los efluvios de su espíritu de una forma que no era posible antes de su muerte. Así ocurrió realmente también con Jesús, y por eso nos dice que primero tiene él que ausentarse para poder enviarnos el Espíritu Santo. Solamente después de que Jesús murió sus seguidores entendieron cabalmente quién era él – como así mismo lo entendieron algunos que lo crucificaron. Los efluvios del espíritu que recibimos después de la muerte de alguien clarifica la calidad de su vida de una manera especial, que nunca fuimos capaces de percibir antes de su muerte, cuando por cualquier razón reaccionamos ante él con admiración o irritación, satisfacción o frustración, amor u odio, o con diferentes combinaciones de todas esas actitudes.
Lo mismo sucede con la resistencia y el odio que otras personas sienten algunas veces contra nosotros cuando ven nuestra vida religiosa y moral. Su sentimiento hacia nosotros, odio o admiración, no determina si somos buenos o malos, santos o fanáticos. Solamente los efluvios de nuestro espíritu que dejemos tras nosotros lo determinará.
Ron Rolheiser
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
¿Quieres comentar esta noticia?