19 de abril de 2007

MAR ADENTRO




TERCER DOMINGO DE PASCUA- C



Después de esto, Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar». Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros». Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada.
Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo para comer?». Ellos respondieron: «No». Él les dijo: «Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán». Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!». Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla.
Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar». Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos.
Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Él le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos». Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas». Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas.
Te aseguro
que cuando eras joven,
tú mismo te vestías
e ibas a donde querías.
Pero cuando seas viejo,
extenderás tus brazos,
y otro te atará
y te llevará a donde no quieras».
De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme».


Jn 21,1-19


LA NUEVA PESCA MILAGROSA


Cuando una relación amorosa quiere revitalizarse, hay que volver al origen. Cuando el feeling se acaba, es bueno retornar a gustar las cosas del principio. Es lo mismo que pasa con un personaje importante: hoy por hoy, alguien que es particularmente cercano a nosotros despierta el deseo de conocer dónde nació, quienes eran sus padres, dónde estudió y, si disponemos de fotografías, mejor. Pasa con los personajes que atraen nuestra atención, con el Papa y con los santos. También con Jesús… el mismo Evangelio quiere mostrarnos algunos episodios de la vida del Señor y busca atesorar en sus páginas el hueso de su enseñanza -sin importar tanto el aspecto biográfico, eso sí-. Parece ser una constante humana el querer explicar el porqué de una persona o cosa desde el origen.


En este domingo –en que seguimos gustando las alegrías de la Pascua- san Juan, el evangelista que nos cuenta el relato que hoy hemos escuchado, nos invita a todos a volver al origen. Es la única manera de tener un amor auténtico y real, centrado en Jesús, como diría el gran arquitecto español Antonio Gaudí:

Ser original significa retornar al origen; de manera que el original es aquel que con sus medios retorna a la simplicidad de las primeras resoluciones.

Por eso se dice que el Cristianismo es tradicional: porque en la Tradición (aquello que nos han trasmitido los antiguos y que a su vez nosotros transmitiremos a los que vendrán) está el tesoro que nos conecta con el origen: Jesucristo mismo, entendiendo lo tradicional (lo que se entrega) como a Jesucristo mismo, presente en la vida de la comunidad- Iglesia. Si queremos ser originales, volvamos al origen y seamos fieles a lo que hemos recibido y que a su vez entregamos: Jesucristo.


El relato que hoy escuchamos es un regreso fuerte al origen para los apóstoles: ya el ángel que anunció la Resurrección anunció a las mujeres que habían ido al sepulcro que él irá antes que ustedes a Galilea; allí lo verán, como él se lo había dicho (Mc 16,7). ¡Nos espera en Galilea! ¿Para qué ir a Galilea? Posiblemente para estar más protegidos de las autoridades judías que están en Jerusalén; pero, en un sentido más profundo, reencontrarse, después de los tres días de muerte y llanto, con el verdadero Jesús, en los lugares de siempre, allí donde comenzó todo, para recomenzar a caminar y, esta vez, sin detenerse jamás. Jesús los espera en Galilea para hablarles al oído, recordar todo y reenamorar los corazones de todos. En definitiva, volver al origen.


¿Y cómo volver al origen de mejor manera sino comenzando desde el primer momento en que nos vimos? Parece ser una frase dicha por una pareja que ha caminado mucho tiempo y que ahora quiere renovar su compromiso, y también es dicha hoy en el evangelio: este episodio es casi una copia de otra pesca, la primera, que hicieron los discípulos por indicación de Jesús: la pesca milagrosa (Lc 5,1-11). En Lucas, si lo recordamos: Pedro y sus compañeros salen a pescar, tuvieron una pésima jornada –no pescaron nada-, aparece Jesús, les indica que vayan mar adentro y allí echen las redes. Pedro, viejo lobo de mar, sabe que tal vez obtendrá un resultado parecido pero sólo confiado en la palabra del Maestro, se lanza a la aventura otra vez, con el cansancio de toda la noche y sin entender desde sus criterios de maestro en su profesión por qué esta vez tendría que ser distinto. Pero sucede el milagro: las redes se llenan tanto de peces que las barcas corren peligro de hundirse. Pedro comprende que ha ocurrido algo extraño, pero maravilloso a la vez y se lanza a los pies del Maestro, diciendo: Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador. Pero, ante el temor que se había apoderado de todos, Jesús le responde: No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres. Ese hecho fue el comienzo de todo. De la aventura de Pedro, Santiago y Juan. Así habían experimentado su encuentro con Cristo.

Esta vez sucede algo muy parecido: están muchos de los apóstoles, encabezados por Pedro. Los invita a la faena, aunque no todos eran pescadores -de Natanael y de Tomás no conocemos sus ocupaciones originales- y como aquella vez, en el mismo mar de Galilea (Mar de Tiberíades o Lago de Genesaret, que es el mismo) pescan, pero no logran nada. Aparece el Maestro –esta vez resucitado- y les pide qué comer. Les indica que tal vez tengan que lanzar las redes del otro lado… de una manera distinta a como lo estaban haciendo antes. Como Pedro aquella vez, lo hacen, y sucede de nuevo el milagro: ahora, en honor a nosotros, ¡tuvieron la delicadeza de contar los peces!, y así sabemos que son 153 –que, en realidad, es una imagen: era el número de todos los pueblos del mundo conocidos en la época de Jesús-. Con el peligro de hundimiento van lentamente a la orilla –en el intertanto Juan, el discípulo amado, tal vez recordando la primera pesca milagrosa, indica a Pedro que esa persona en la orilla es Jesús, ente lo cual Pedro se viste, porque estaba desnudo- y encuentran el desayuno preparado en la playa por Jesús, para reparar las fuerzas después de la pesca. Y ese desayuno se transforma en un profundo compartir entre los apóstoles y Jesús: de hecho se repiten los gestos de la Eucaristía -máximo compartir de Dios con nosotros en nuestra fe- en los gestos de Jesús: toma el pan y se lo da. Lo mismo con el pescado. Han regresado al origen. Han sido llamados de nuevo.


Y la nueva pesca… es también toda una parábola hecha vida de cómo debe ser la vida en la comunidad de los discípulos de Jesús: Pedro –el Papa- invita a los demás apóstoles –obispos, sacerdotes, religiosos, catequistas, jóvenes, niños, cantores, miembros de los grupos de oración… todas las maneras imaginables de vivir la fe- a pescar. Sobre la nave de la Iglesia compartimos nuestras fatigas, alguno canta para entretenernos un rato, nos reímos, oramos juntos, discutimos el mejor plan de pesca, nos callamos para no ahuyentar los peces, estamos pendientes de las redes y esperamos. Si todo lo hacemos según nuestras categorías, no pescaremos nada. Constantemente en nuestra historia recibiremos la insinuación que viene del Maestro a remar mar adentro y lanzar las redes de ese otro lado… ojalá que el cansancio no nos ponga de mal humor y con humildad nos atrevamos a hacer el último esfuerzo que, hecho incluso con inercia, será exitoso porque lo estamos haciendo según Jesús… ¿cuántas veces no hemos planeado espectaculares planes pastorales, estrategias de evangelización y otro tipo de organización teórica, totalmente lógica y considerando todos los riesgos, y nos convencemos que era EL proyecto que nuestra parroquia, comunidad o grupo necesitaba… y resultó ser un fracaso? En una de esas, faltó algo muy importante: la línea directa con el Señor, para preguntarle: ¿Así tiene que ser la cosa, Señor? Porque no se trata de no planificar nada y “confiar” que en la inercia el Señor va a actuar. No. Hay que lanzar las redes –sin redes no pescamos nada-, pero de acuerdo con lo que el Señor considera lo mejor.


¿ME AMAS?


La segunda parte del Evangelio es uno de los textos más hermosos del Nuevo Testamento. Es un diálogo que tiene lugar después del desayuno preparado por Jesús. Sólo son tres preguntas que Jesús hace a Pedro y Pedro responde tres veces que sí. Podemos interpretarlas como el reverso de la moneda de las negaciones: aquella noche Pedro había respondido tres veces que no conocía a Jesús, mientras que esta vez decía tres veces que sí. Parece ser que el Señor le ofrecía una instancia para sanar el corazón de Pedro que todavía estaría perturbado consigo mismo, después de haber dejado solo a su Maestro por cobardía.


Quisiera proponer otra clave de lectura de este texto, para comprender los juegos de palabras que se dan secretamente en él y captar qué se están diciendo Jesús y Pedro en profundidad.


En la primera pregunta formulada por Jesús: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?, Jesús está usando un verbo muy interesante –en griego, la lengua en que fue escrito el Evangelio de Juan – que indica amar: el verbo agapáo –de ahí viene la palabra ágape- que involucra amar con la mente y con las fuerzas –con toda la vida, dándola por ese amor-, mientras que la respuesta de Pedro -Sí, Señor, tú sabes que te quiero- usa el verbo filéo para decir que “te quiero”, un verbo que indica un amor más de afecto, una simpatía amistosa, una afición del corazón, pero parece ser no tan profunda para involucrar la vida. Aún así, Jesús le dice: «Apacienta mis corderos». La segunda vez pasa lo mismo: ¿Me amas? –con toda tu vida, hasta darla si fuera necesario- y Pedro responde: Sí, Señor, sabes que te quiero –te estimo-. Pedro era extremadamente sincero en su respuesta, pero parece ser que no se estaba dando cuenta que, delante al amor que le estaba pidiendo el Maestro, el suyo era todavía imperfecto. Ahora Pedro se va a dar cuenta: Jesús cambia el verbo en la tercera pregunta y le dice: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? -¿me estimas?, sólo con el verbo filéo- y se entristece. Se da cuenta que, no obstante los años que había estado junto a Jesús, siguiéndolo, su amor era aún imperfecto. Parece ser que, con estas tres preguntas, Jesús estaba poniendo delante de Pedro un espejo, para que viera que su falta de valentía en la hora decisiva no fue porque era malo ni mucho menos, sino porque su amor no era perfecto. Amaba, pero no con profundidad. Se entristece Pedro porque había dicho la noche del Jueves Santo que daría la vida por su Maestro, pero su promesa era sólo una palabra vacía. No amaba tanto a Jesús como para dar la vida por Él.


Pero el Señor le da a entender algo que, así como para Pedro, para nosotros tiene que ser una convicción que nos regale mucha serenidad: cuando pensemos que amamos poco, démonos cuenta que nuestra vida es un camino, y que la última palabra de nuestra vida no está todavía dicha. Tenemos aún camino por delante –hasta cuando Dios decida lo contrario- y podemos cada día dar un paso más que el día anterior, tratando de avanzar. Jesús comienza a decirle a Pedro que antes, cuando era joven, se vestía solo y andaba donde él quería, pero cuando sea viejo deberá extender sus brazos, otro lo atará y lo llevarán a un lugar donde él no querrá ir. ¿Qué significa este juego de palabras? Extenderá los brazos, tal vez en una cruz, y será llevado a un sitio, así como Jesús fue llevado al Gólgota. Sabemos por Tradición cómo murió Pedro: crucificado cabeza abajo en Roma. Tuvo la ocasión de dar la vida por el Señor. En ese momento su Te quiero se transformó en Te amo. Y Jesús en ese momento, con ese juego de palabras, le dio a entender que tal vez ahora amaba poco, pero, si quieres, llegará el momento en que darás toda tu vida por mí.


¿Cuál es, Señor, Maestro bueno, la clave para transformar nuestro querer en amor hacia ti? La respuesta es, como para Pedro, una, con la que finaliza el evangelio esta semana: Sígueme. Haz camino conmigo. Camina conmigo. Aprende de mí. Mírame no como una idea muerta que nada tiene que ver con tus problemas del cotidiano, como algo de la Edad Media o como una ideología sin alma: Sígueme. Conóceme, y verás que estoy vivo. Sólo Sígueme.


Que tu pueblo, Señor,
exulte siempre al verse renovado
y rejuvenecido en el espíritu;
y que la alegría de haber recobrado la adopción filial
afiance su esperanza de resurrección gloriosamente.

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