25 de abril de 2014

¿Cómo entiende Joseph Ratzinger el vínculo de la Liturgia con la Tradición?



Cuando se comprende la Liturgia como un mero ejercicio estético o se pretende despojarla del sentido sagrado que ella lleva, dejándola, a imagen y semejanza de un culto de la tradición protestante -en que sólo lo bíblico y la homilía de quien preside "se roban las miradas"-, quedando en desmedro el sentido de misterio celebrado que tiene la Eucaristía, ¿No será esta la causa de que muchos cristianos busquen en las espiritualidades de religiones orientales el elemento de "encuentro con el Dios Totalmente Otro" que no hallan en nuestra Liturgia? Dicho en palabras más fáciles: ¿Qué pasa cuando en una Eucaristía no se puede orar (dirigirse a Dios), porque no se dan en ella los espacios para entrar en intimidad con Dios? El entonces Cardenal Ratzinger ofrece algunas claves de lectura del fenómeno -que llevó incluso a algunos sectores de la Iglesia a separarse de ella- que para muchos cristianos trae como consecuencia el divorcio entre Liturgia y Espiritualidad, o Liturgia y Oración. Ofrecemos un extracto del Discurso a los Obispos Chilenos, realizado con ocasión de la visita del Card. Ratzinger a Chile en 1988. El texto completo lo podemos hallar aquí.

Hay muchas razones que pueden haber motivado que muchas personas busquen un refugio en la vieja liturgia. Una primera e importante es que allí encuentran custodiada la dignidad de lo sagrado. Con posterioridad al Concilio, muchos elevaron intencionadamente a nivel de programa la «desacralización», explicando que el Nuevo Testamento había abolido el culto del Templo: la cortina del Templo desgarrada en el momento de la muerte de cruz de Cristo significaría –según ellos– el final de lo sacro. La muerte de Jesús fuera de las murallas, es decir, en el ámbito público, es ahora el culto verdadero. El culto, si es que existe, se da en la no-sacralidad de la vida cotidiana, en el amor vivido. Empujados por esos razonamientos, se arrinconaron las vestimentas sagradas; se libró a las iglesias, en la mayor medida posible, del esplendor que recuerda lo sacro; y se redujo la liturgia, en cuanto cabía, al lenguaje y gestos de la vida ordinaria, por medio de saludos, signos comunes de amistad y cosas parecidas.


Sin embargo, con tales teorías y una tal praxis se desconocía completamente la conexión real entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; se había olvidado que este mundo todavía no es el Reino de Dios y que «el Santo de Dios» (Jn 6,69) sigue estando en contradicción con el mundo; que necesitamos de la purificación para acercarnos a Él; que lo profano, también después de la muerte y resurrección de Jesús, no ha llegado a ser lo santo. El Resucitado se ha aparecido sólo a aquellos cuyo corazón se ha dejado abrir para Él, para el Santo: no se ha manifestado a todo el mundo. De este mundo se ha abierto el nuevo espacio del culto, al que ahora estamos remitidos todos; a ese culto que consiste en acercarse a la comunidad del Resucitado, a cuyos pies se postraron las mujeres y le adoraron (Mt 28,9). No quiero en este momento desarrollar más este punto, sino sólo sacar directamente la conclusión: debemos recuperar la dimensión de lo sagrado en la liturgia. La liturgia no es festival, no es una reunión placentera. No tiene importancia, ni de lejos, que el párroco consiga llevar a cabo ideas sugestivas o elucubraciones imaginativas. La liturgia es el hacerse presente del Dios tres veces santo entre nosotros, es la zarza ardiente, y es la Alianza de Dios con el hombre en Jesucristo, el Muerto y Resucitado. La grandeza de la liturgia no se funda en que ofrezca un entretenimiento interesante, sino en que llega a tocarnos el Totalmente-Otro, a quien no podríamos hacer venir. Viene porque quiere. Dicho de otro modo, lo esencial en la liturgia es el misterio, que se realiza en el rito común de la Iglesia; todo lo demás la rebaja. Los hombres lo experimentan vivamente, y se sienten engañados cuando el misterio se convierte en diversión, cuando el actor principal en la liturgia ya no es el Dios vivo, sino el sacerdote o el animador litúrgico.

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