San Guillermo de Malavalle o de Aquitania era francés, de noble cuna (algunas fuentes antiguas lo mencionan como Duque de Aquitania o Conde de Pictavia). Al regresar de una visita a Tierra Santa, decidió retirarse a la Toscana (Italia). Escogió la soledad de Malavalle, en la provincia de Grosseto, donde ocupó su vida en la oración, la mortificación y el silencio hasta 1157, fecha de su muerte.
Su sepulcro atrajo a muchos devotos que, tras la aprobación de los Papas Alejandro III e Inocencio III, comenzaron a venerarle como protector. La devoción a este santo ermitaño -cuya biografía fue escrita por un discípulo suyo, de nombre Alberto. originó distintas fundaciones que pasaron a llamarse Orden de San Guillermo. Cuando años más tarde –en 1256–, fueron invitados, por iniciativa del Papa a formar parte de la Orden de San Agustín, ya estaban bastante extendidos y no todos aceptaron la unión.
El beato Juan Bueno nació en Mantua (Italia) hacia el año 1168 y murió el 1249. Huérfano de padre, comenzó a vagar como arlequín -cómico callejero- por varias regiones de Italia. Después de sufrir una grave enfermedad sintió la llamada de Dios y se instaló como ermitaño a pocos kilómetros de Cesena. Pronto se le unió un grupo de discípulos y así nació la Orden de los Hermanos de Juan Bueno o Juanbonitas, que se unieron a la Orden de San Agustín en 1256.
Su fisonomía espiritual era la de un hombre de cultura básica, humilde y caritativo, que exhortaba a sus oyentes al respeto y obediencia a los sacerdotes, los obispos y el Papa. Su teología consistía en participar en la Eucaristía y rezar con fervor algunas oraciones y salmos que repetía de memoria. Enriqueció este mínimo caudal doctrinal con el ejercicio de la virtud y una profunda espiritualidad. Se conservan sus restos en la catedral de Mantua.
Tanto la Congregación de Guillermo de Malavalle como la de Juan Bueno y otras, fueron integradas en la Orden de frailes ermitaños de San Agustín el 9 de abril de 1256, por una bula de Alejandro IV.
Recordamos con cariño a estos hombres, nuestros verdaderos antepasados en la vida agustiniana que enriquecieron con su experiencia de seguimiento de Cristo la vida de la nueva Orden.
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